Aitxus Iñarra
Doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación

De la escisión a la integración en la Educación

«Amak il nau, aitak jan nau, poxpolin txuri, arrebak piztu nau». (La madre me ha matado, el padre me ha comido, la linda hermanita blanca me ha resucitado). Esta cantinela pertenece al relato popular recogido por J.M. Satrustegi en el texto De la simbología del cuento maravilloso al mito, en donde se narra el descuartizamiento del hijo por parte de la madre, la devoración del padre y finalmente la inestimable labor de la hermana en la unificación e integración de las partes del cuerpo, y su posterior resucitación.

Fragmentación y división frente a integración y vinculación son dos experiencias humanas, dos procedimientos mentales perceptivos que el individuo utiliza en las acciones cotidianas. De esta manera fragmentamos creando límites, fronteras físicas o mentales, pero también asociamos, unimos e integramos.

El movimiento de escisión es recurrente en la psique del individuo ya que la cultura, la educación y los medios de comunicación adiestran en tal dirección. Un ejemplo de fragmentación se produce cuando el individuo, convertido en objeto, queda abocado a un yo alienado, encapsulado entre los límites del apego (lo que deseo), la evitación (lo que temo) y la huida de cuestiones relativas a la naturaleza humana de índole metafísica (lo que ignoro). Pero la contribución del proceso educativo en la escisión es, además, un hecho manifiesto cuando nos preguntamos si realmente atiende a las necesidades psíquicas y existenciales del individuo o más bien lo desenraíza dejando fuera de su jurisdicción lo esencial de él. Es decir, su necesidad y capacidad de amar y saber. La experiencia nos dice reiteradamente que la estructura educativa se centra fundamentalmente en los intereses de un tercero (necesidades del mercado), y que lejos de ahondar en la comprensión de la naturaleza humana, evita las cuestiones que subyacen a la etiología y fenomenología de nuestra ignorancia.

Una apertura en este sentido implica una disposición a la reflexión, requiere empezar a reconocer la necesidad de comprender la complejidad de la mente y su estado caótico –un reflejo de ello es el mundo social–, e investigar las vías para afrontar la integración de su psique y su  autotrascendencia. La tendencia humana de disociar es un elemento presente en la organización y estructuración del marco educativo, un hecho que induce al individuo a identificarse con determinadas formas de percepción y de conducta. De esa tendencia a la división participan los dos modos de percepción más comunes mediante los que nos experimentamos y aprehendemos el mundo: a través de la emotividad y la razón.

El sentir ha sido y es, todavía, una forma de conocimiento poco comprendido y valorado en el ámbito educativo, lo que nos ha llevado a ser poco diestros y a tener dificultad para gestionar ese universo: el mundo emocional de las reacciones afectivas y las contradicciones e incoherencias de los sentimientos. Tal es la experiencia de alguien que siente dulzura y crueldad o amor y amarga animadversión por la misma persona. Por otro lado, la percepción vinculada al intelecto sustentada, en el proceso dialéctico, se caracteriza en la práctica más por generar un pensar sincopado, pragmático y con poca capacidad de escucha en el acto comunicativo. Ocurre además que, la confusión mental nos impide tomar decisiones pues pensamos una cosa y su contraria. Se forma, en definitiva, un tipo de pensamiento banal, superficial y poco asertivo, parco en (auto)reflexión, carente de argumentación continuada, con escaso pensar creativo, mermando la posibilidad del (auto)descubrimiento de ideas que lleven a certidumbres y a diluir la duda.

Otra manera de disociar es eludir, someter a ausencia a otros tipos de conocimiento más consistentes. Nos referimos a otros modos que van más allá de los que nos proveen las vías dialéctica y emocional. Mas, siendo vástagos condicionados de una educación que fluctúa entre las necesidades morales y económicas de la institución religiosa y del estado, aquellos han quedado fuera de nuestro alcance. Un hecho que se perpetúa, ya que no se propicia ni en el aula ni en la familia modos de percibir tan naturales como son la observación o la concentración psicológica. Resultando aún más extraña la posibilidad de contemplar la existencia de abrirse a procesos atencionales continuados. Fundamento imprescindible para dar paso a percepciones que tienen que ver con procesos intuitivos o con otros niveles de percepción superiores, que se acercan o se manifiestan como conocimiento no-dual.

Eludir estas cuestiones conlleva una transposición creada desde un consenso que fabrica todo un proceso de elusión, ya que da como naturales, imprescindibles y de sentido común determinadas formas de percibir y, consecuentemente, de comportarse, junto con los valores dominantes que se traducen en condicionamiento. La exclusión de la autoindagación y la omisión de otros tipos de conocimiento, conlleva la aceptación de procesos autolimitativos e identificatorios promovidos por la mentalidad e interés de un tercero. Este hecho se expresa irónicamente en las palabras del psiquiatra R.D. Laing en ‘El yo y los otros’: «Sesenta años más tarde, ese hombre que llegó a creer que era ‘solo un niñito’, que debía aprender todas aquellas cosas para llegar a ser un ‘hombre grande’ y que atestó su mente con todas aquellas otras cosas que les dicen los grandes a los pequeños, llegando así a convertirse en un hombre grande, comienza a hacerse un hombre viejo. Pero súbitamente comienza a darse cuenta de que todo ha sido un juego. Jugó a ser un niño, luego a ser un hombre grande y ahora ha empezado a jugar a ser un ‘hombre viejo’. Su esposa y sus hijos empiezan a preocuparse seriamente».

En definitiva, lo que advertimos en el universo educativo es un sinfín de propuestas y normas que giran en torno al educando. Pero ¿cómo educar de manera integral, conocer al discente, su mundo interno y sus tendencias, si uno mismo no se abre a la posibilidad de procesos reflexivos y atencionales, imprescindibles para entender los procesos cognitivos y abrirse a otros desconocidos? Rajneesh comenta al respecto en ‘Éxtasis. El lenguaje olvidado’: «Un experto reputado en educación de niños, aunque sin hijos, impartía conferencias con el título: ‘Diez mandamientos para padres’. Poco después se convirtió en padre y cambió el título de sus conferencias por el de ‘Diez indicaciones para padres’. Fue bendecido con un segundo vástago y las conferencias fueron rebautizadas: ‘Unas pocas sugerencias para los padres’. Cuando llegó su tercer hijo, dejó de dar conferencias».

Se aprecia la necesidad de un movimiento que impulse al educador a buscarse a sí mismo, pues más allá de las leyes, las normas educativas y la tecnología, él es el mejor instrumento educativo, y es quien naturalmente sabrá expresar y trasmitir, creando contextos novedosos que afronten y permitan dar coherencia a los procesos de desorden, conflictividad y antagonización del mundo emocional e intelectual. Solamente desde esa disposición se pueden crear ambientes presenciales que rompan  hábitos autolimitantes, acompañando la práctica educativa de perplejidad y sorpresa. Y propiciando que el educando pueda responder espontáneamente y abandonar sus resistencias. La práctica y la metodología atencional, impulsada de esta manera, posibilitará reconocer, gracias a la presencialidad en la acción, la comprensión de los procesos cognitivos novedosos. Además de ayudar a detectar las tendencias mentales y las habilidades que posee aquel, aspecto fundamental para su desarrollo de cara a un futuro.

Es entonces cuando la educación se convierte en un umbral de encuentro, en un espacio creativo de comunicación y entrega que acoge lúcidamente los distintos mundos, junto con las habilidades y propensiones innatas de los actores del proceso educativo. Y en ese fluir se construye y comparte recíprocamente el proceso de formación e interiorización del saber y el aprendizaje.

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