Aitxus Iñarra
Doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación

Del hábito a la percepción abierta

La forma de caminar, la mirada que delata quién uno es, el gesto cordial o adusto, la forma de pedir y dar, de halagar u hostigar, de reír y mostrar la pena… todos ellos son modos, formas que nos habitan, expresiones usuales de algo que llamamos yo, y que divergen del otro en maneras y estilos. Pero, ¿quién es uno sin sus hábitos?

Ciertamente, tal como dice el refrán, se trata en este caso de que «El hábito hace al monje». Aunque aquí ampliamos su doble acepción usual: de ropaje o túnica y costumbre o rutina a la de rol y también patrón mental, pues los roles y los patrones mentales construyen meticulosa e inadvertidamente el mundo interactivo social y psicológico de la persona. Así podemos decir que un individuo es, entre otras facetas, un conjunto de hábitos.

Todos ellos son de índole muy diversa, y tanto los individuales como los colectivos son compartidos social y culturalmente. En efecto, un conjunto de ideas y experiencias reiteradas pueden dar cierta coherencia grupal o constituirse en una concepción social colectiva. Es lo que nos muestra la historia del pensamiento social: un movimiento dialéctico mental de congregación y disgregación de ideas, representaciones, estructuras arquetípicas, creencias, convicciones, que no son sino superposiciones que creativa y reactivamente se construyen a lo largo de los tiempos. Así, los hábitos más extendidos, edificados durante siglos, sustentan, forjan y revelan el orden y el patrimonio cultural trasmitido de generación en generación. Los más extendidos son, indudablemente, la culpa y el castigo, con su correspondiente deseo de redención, el miedo en sus incontables facetas o el antagonismo.

El material de los hábitos se halla imbuido de las predisposiciones o tendencias de cada persona, así como de los discursos transmisores inherentes a la cultura y la educación. El hábito se produce cuando una repetición se reafirma, deja huella, y esa idea-acto recurrente se conforma en pauta mental, pudiendo dar lugar a una forma concreta y precisa de reaccionar. Llega a constituirse, de esta manera, un universo idéntico por su escasa variación, un mundo parejo habitado más de creencias individuales que de certezas. Un microcosmos enrejado que deja poco espacio a la investigación y a la autoindagación.

Como sucede, parafraseando el cuento sufí de Los tres sabios, que aspiraban a conocer la Verdad. Así, el sabio del Oeste en lugar de interesarse por cualquier otro maestro o por visitar bibliotecas, como tenía costumbre, se dirigió al país de los Idiotas. Quedó sorprendido, pues la primera persona que encontró fue una mujer que transportaba una puerta sobre la espalda. Al preguntarle sobre la causa de este hecho, le respondió: «Porque mi marido me dice antes de ir a trabajar: –Mujer, en nuestra casa tenemos objetos de valor; no dejes que nadie pase por esa puerta–. Y como suelo ir a la ciudad de compras, prefiero llevarla conmigo, para que nadie pueda pasar por ella en mi ausencia». El sabio del Oeste quiso explicarle lo absurdo de su comportamiento. Pero ella se negó, diciéndole: «lo único que me podría ayudar es que me dijeras cómo aligerar el peso».

Los hábitos, dado su carácter reiterativo, organizan, dan identidad y sensación de certidumbre, creando y proveyendo de color a la vida cotidiana. Todo hábito, una vez convertido en pauta mental, resuena como un eco sutil e incesante de fondo, transformándose en parte de nuestra prosaica percepción. Ver, mirar a través del pensamiento reiterado, de la idea recurrente, es acechar desde el mismo lugar sabido que aloja la percepción condicionada. Es, por lo tanto, hacer desconocido y volver imposible el acceso a la percepción abierta. Un trampantojo, un automatismo que nos anuda a un mundo sitiado por uno mismo.

Podemos preguntarnos qué universo creamos o cómo nos concebimos y comprendemos desde nuestra mirada rutinaria. La afirmación del dicho bíblico nada nuevo hay bajo el sol evidencia este hecho. De esta manera la forma de percibir no es sino un antiguo hábito inculcado que nos posee. Lo constatamos, pues nuestra parca percepción ordinaria se muestra en la fragmentación o en la carencia de la integración de la unicidad del sujeto. Esa mirada acostumbrada se revela inscrita en los valores más usuales y estimados, como es el vivir siempre mirando al futuro o la necesidad compulsiva de poseer. También, la exaltación de la violencia bélica, tan prolija y redundante, resulta ser un hábito generado y fortalecido por la ignorancia de desconocer nuestra naturaleza más profunda.

Adónde vamos, cuando sin saber quiénes somos bogamos como vasallos en medio de la agitada servidumbre de los hábitos. Desterrada la comprensión, distraídos y aferrados al estímulo de ese afán repetitivo, el mundo encerrado de la persona emerge sumiso a los hábitos, y entonces, carentes de gestos de entrega, uno solo ve, repetida y únicamente, su propio mundo. La poca claridad que emana de los hábitos obstaculiza el asombro, proyectando una percepción previsible. Nos lleva prisioneros a un mundo que se desborda minuto a minuto en una extraña encrucijada de pasos repetidos, a un mundo relatado, compuesto de realidades y sentidos concluidos e incuestionados. Consecuentemente, la información cerrada del hábito obstaculiza el cambio y el dar nuevas respuestas a los problemas o conflictos que debemos encarar. De modo que estos se enquistan.

Librarse de la lógica del hábito es inspirar y generar un modo de ver menos restrictivo. Esta cognición más amplia contribuye a producir significaciones menos rígidas, a experimentar una nueva forma atenta de percibir que desempeñará un papel activo en horadar y desarraigar la visión habitual, impulsando al individuo a compartir una relación más íntima e interiorizada consigo mismo. Asimismo, la respuesta que se desencadena, conforma una interpenetración, una trama acorde con lo que la situación del momento requiere,  yendo acompañada de nuevos sentidos y entrañando una dinámica más fluida y ordenada.

La espontaneidad marca un punto de inflexión en el comportamiento rutinizado. Esa naturalidad, ignorada en gran medida por la carencia de comprensión del sistema educativo, es connatural al universo infantil. Se produce cuando desarmados y abiertos ante lo que acontece, nos acerca, sin pretensión, a lo que es en sí mismo. Así, la belleza de la espontaneidad se da en el silente gesto atento, en la palabra que deviene en sorpresa o en el acto incondicionado. Sin embargo, los adultos, conformados por nuestras rutinas y costumbres, nos hemos ido  construyendo nuestros mecanismos de defensa y simultáneamente nos hemos alejado de lo espontáneo.
 
Retirarse de los hábitos se asemeja a la actitud presencial del haijin. El poeta de haikus que, como comenta Vicente Haya en «Aware. Iniciación al haiku japonés»: «no califica la escena ante la que está, simplemente la muestra». De este modo lo que aparece ante el poeta es la simplicidad e inocencia de lo que se revela, tal como lo expresa nítida y certeramente en este haiku del poeta Chora, invitando desde el silencio a la apertura y agudización de los sentidos: Silencio/ El sonido de las flores/ rozándose al caer.

Cuando uno no se empeña en atrapar lo que acontece mediante sus rutinas mentales, entonces sucede la presencia atenta, espontánea de una percepción que se muestra llena de belleza. Afrontar el regreso a la percepción deshabituada es regresar a la belleza, esa que apunta la estética taoísta: «misteriosa y sin fondo». Un encuentro cognoscitivo atento e inesperado, en donde el perceptor, sin quererlo, es partícipe de lo inesperado. Desde ahí se abre la mirada de la percepción que, elevada súbitamente en un acontecer trémulo, revela el mundo sin miedo. Y en la infinitud de una sensibilidad no domesticada emerge el despertar novedoso de una fuerza inacabable que serpea sin pasado ni futuro.

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