Jonathan Martínez
Investigador en Comunicación

Diez Leopard para Gaza

Los dirigentes europeos se han precipitado cada vez con más ceguera por un pozo en el que nunca existió fondo

Fabricamos y desechamos noticias con tanta celeridad que no nos da tiempo a distinguir la categoría de la anécdota, la realidad del simulacro. El pasado jueves, cuando estaba a punto de cumplirse un año de la invasión rusa de Ucrania, Pedro Sánchez y Volodímir Zelenski se reunían en Kiev con la promesa de seis tanques españoles encima de la mesa. Al final serán diez los Leopard que viajarán hacia el este en las próximas semanas, tal vez meses. El Ejército español, añade Margarita Robles, instruirá a los soldados ucranianos en el manejo de los carros de combate.

Casi al mismo tiempo, pero fuera de las portadas de los diarios digitales, las bombas israelíes se desplomaban una vez más sobre la franja de Gaza. Las tropas de Benjamin Netanyahu habían penetrado unas horas antes en Cisjordania dejando un rastro de once muertos y un centenar de personas heridas. Durante tres horas de terror y a plena luz del día, los vehículos blindados se abrieron paso a tiro limpio por las calles de Nablus mientras los palestinos bloqueaban las carreteras con neumáticos quemados y se defendían a pedradas.

Ignoro cuál es la conexión secreta que une Moscú con Tel Aviv, Washington con Jerusalén o Kiev con Ramala. Todas las guerras son distintas pero todas se parecen en sus gestos más primarios. Cuántas veces hemos visto la misma disputa encarnizada por un palmo de terreno del que solo quedarán las ruinas. Todas las guerras se parecen pero todas suscitan distintos afectos y movilizan diferentes simpatías. No todos los muertos tienen el mismo precio. No todas las invasiones merecen las mismas lágrimas. Matan más los dobles raseros que las balas.

Tras la crisis de los misiles de Cuba, Hannah Arendt reflexionaba sobre el desarrollo de las tecnologías de la violencia. Con la opción de un horizonte nuclear, las potencias mundiales ya no juegan para ganar sino para no perder porque la victoria de uno significaría el fin de todos. Eso nos conduce a la trampa del rearme disuasorio: deducir que más armas equivalen a más paz. Muchos años antes, Arendt había cuestionado la lógica del belicismo israelí: «si aceptamos que los árabes son nuestros enemigos, solo los imbéciles preferirán la verdad y la negociación a la propaganda y las ametralladoras».

Esta semana, el fantasma nuclear ha vuelto a pulular por los titulares de prensa. Vladímir Putin ha suspendido el acuerdo New Start, que permitía a Estados Unidos supervisar sus arsenales atómicos, y ha presumido de dotaciones: misiles intercontinentales Sarmat, misiles hipersónicos Tsirkón y una nueva remesa de submarinos nucleares. Las cabeceras del mundo entero, por supuesto, ya se distraen con toda clase de especulaciones y estimulan con fruición la paranoia de la guerra fría. El teléfono rojo de los remotos años sesenta es ahora un smartphone sin cobertura.

Unos años antes de que se abriera la línea directa entre Washington y Moscú, el filósofo Günther Anders se desplazó a Hiroshima para conocer los estragos atómicos y aquella visita cambió su vida para siempre. Fue por entonces cuando una manifestación antinuclear convocada en Londres exhibió por primera vez el símbolo de la paz. Fue también por entonces cuando Estados Unidos practicó en las Islas Marshall algunas de las más de mil detonaciones nucleares que ha ido sumando a lo largo de los años con un desorbitado coste humano, ambiental y monetario.

Anders, que había sido el primer marido de Hannah Arendt, mantuvo una fluida correspondencia con Claude R. Eatherly, el comandante que autorizó el lanzamiento de la bomba de Hiroshima. Aunque tenía la orden de destruir un puente, el ataque se desvió por error sobre la ciudad. Terminó condenado a vivir entre manicomios y tendría que cargar para siempre con el peso de doscientos mil cadáveres sobre su conciencia. En una carta dirigida a Anders, Eatherly dice: «la sociedad no puede aceptar la realidad de mi culpa sin reconocer al mismo tiempo que su culpa es mucho más profunda».

Hace ahora un año, cuando los primeros artefactos rusos golpearon a Ucrania, una fiebre belicosa nubló la razón de todos los debates. Me gustaría decir que las aguas se han reposado y tal vez es cierto que la opinión pública no se expresa con los mismos ímpetus, pero los dirigentes europeos se han precipitado cada vez con más ceguera por un pozo en el que nunca existió fondo. La voces a favor de un armisticio, por supuesto, son tachadas de ingenuas o entreguistas. Si aceptamos que los rusos son nuestros enemigos, solo los imbéciles preferirán la verdad y la negociación a la propaganda y las ametralladoras.

Pero no es la estupidez sino la codicia el denominador común de todas las carnicerías. Y por mucho que vistamos la codicia de solidaridad, sabemos que los tanques europeos vienen y van al compás de los dólares. Es por eso que los repartidores de compasión discriminan por latitudes. No hay un debate sobre el envío de armas al Sáhara Occidental porque se las enviamos a Marruecos. No hay un debate sobre el envío de armas al Yemen porque se las enviamos a Arabia Saudí. No hay un debate sobre el envío de armas a Palestina porque se las enviamos a Israel.

Hablemos de la ocupación ilegal de territorios. Hablemos del derecho a la legítima defensa. Prestad seis tanques Leopard a la causa palestina. Qué digo seis. Que sean diez. Y armas largas. Y adiestramiento militar. Y ojivas nucleares. Y otro tanto para el Frente Polisario. Que empiece la guerra total. Que el mundo salte de una vez por los aires. Admirad las columnas de refugiados. Celebrad la belleza de las ciudades reducidas a escombros. Trabajadores convertidos en soldados. Soldados convertidos en fertilizante. Larga vida a los asesinos en serie. Larga muerte a los amantes de la vida.

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