Mario Zubiaga
Profesor de la UPV-EHU

Doble poder

Estamos asistiendo al nacimiento de un nuevo paradigma político. ¿Cómo se logra la independencia en un contexto democrático cuando el estado matriz se niega a gestionar democráticamente el conflicto?

Estamos en el diecisiete, pero cien años no pasan en balde. La situación de doble poder abierta en Cataluña, con dos legitimidades y sus correspondientes legalidades tratando de controlar el mismo territorio y población, poco tiene que ver con la pugna entre los soviets y las instituciones mencheviques de la Rusia revolucionaria. España no es asimilable al estado zarista en descomposición. Al menos por ahora. Y el monopolio de la violencia no está, como entonces, en discusión. Ya sabemos quien lo tiene, y no precisamente de forma legítima. Las disputas radicales sobre la soberanía en el occidente del siglo XXI responden a claves distintas a las que animaron el turbulento periodo entre febrero y octubre de 1917.

Estamos asistiendo al nacimiento de un nuevo paradigma político. ¿Cómo se logra la independencia en un contexto democrático cuando el estado matriz se niega a gestionar democráticamente el conflicto? No existe por ahora un modelo intermedio estable entre la insurrección armada en clave postcolonial y la consulta acordada y civilizada, al modo anglosajón. A esta España decadente solo se le ocurre disolver el poder autonómico vía art. 155 y encarcelar a los dirigentes soberanistas, forzando hasta el absurdo los tipos penales en desprecio absoluto de la separación de poderes. ¿Activarán el artículo 8 si la cosa va a más? ¿Iniciarán el proceso de ilegalización de los partidos expresamente independentistas? La argumentación benemérita en torno a la rebelión, a la que la juez Lamela ha dado forma de auto, anticipa ya este escenario autoritario.

En estas circunstancias, el soberanismo catalán se enfrenta a una innovación táctica a escala histórica, mientras algún progre estupendo, un tal Jordi para más señas, sigue quejándose por los excesivos «giros de guión».

Por un lado, debe gestionar de forma paralela, equilibrada y no contradictoria los dos carriles legitimatorios que le permitan avanzar hacia la estatalidad republicana: el democrático, en el que un avance cuantitativo permitiría una declaración de independencia efectiva; y el remedial, en el que padecer un nivel cualificado de represión injusta permite dar el salto a la secesión. El uno de octubre el listón quedó muy alto en ambos carriles. Pero aunque suene duro decirlo, no hubo ni votos ni sangre suficientes para dar un paso irreversible.

Así las cosas, la necesidad de reforzar la legitimidad democrática obliga a aceptar cualquier oportunidad de consultar a la gente, aunque las «garantías» del #21Dic sean más débiles que las del #1Oct.

En cuanto al segundo carril, por el momento el soberanismo ha limitado el alcance de la espiral acción/represión/acción, de modo que el daño no se proyecte violentamente sobre la ciudadanía. Son las personas referenciales de la alianza socio-político-institucional las que han asumido el coste inicial. Probablemente la movilización ciudadana se irá reforzando a lo largo de estas semanas, pero esta vez la gente no va a dar la batalla contra la policía. Ahora se trata de revalidar y mejorar el resultado electoral anterior, a ser posible, superando el listón del 50%. Votar es quizás el acto más revolucionario en estos días confusos.

Por otro lado, el soberanismo debe elegir sobre qué eje de polarización va a pivotar el proceso en esta coyuntura: es decir, si volvemos al «derecho a decidir» o insistimos en la independencia. El vaivén entre ambos ejes ha sido constante, y hasta el momento ha sido gestionado acertadamente.

La primera opción podría ensanchar las mayorías soberanistas en torno a una enésima oferta al estado en una clave discursiva –«Crisis del régimen del 78, plurinacionalidad, derecho a decidir...»–, que vuelva a ubicar a Cataluña en su papel histórico desde mediados del XIX, es decir, el de ser el agente encargado de democratizar una España que se resiste a ello. Este planteamiento abriría la puerta a los Comunes y facilitaría alianzas a nivel estatal. Teóricamente no es descartable, pero el cierre de filas del régimen, el desinfle relativo de Podemos y los cálculos electoralistas de la gente de Colau lo dificultan bastante. Por ahora, al menos.

Además, esta primera opción –pivotar sobre el derecho a decidir–, facilitaría la activación anticipada del mecanismo de «flanco radical». Es decir, se iniciaría la fase de «pasar a limpio» la relación de fuerzas que abre paso a la reforma política, sea cual sea su alcance: la independencia, la articulación territorial en España sobre nuevas bases, o al mantenimiento más o menos regresivo del statu quo. Este mecanismo se pone en marcha en cuanto comienza a ganar enteros alguna propuesta dirigida a buscar un consenso central, y es causa y, al tiempo, consecuencia del desenganche de las posiciones más radicales de uno y otro lado. Exista o no una lista conjunta, si la CUP optara por una estrategia insurreccional, totalmente autónoma respecto de la articulación soberanista tan trabajosamente conseguida, la exacerbación de la acción represiva, tanto oficial como encubierta, llevaría a una confluencia de las fuerzas más moderadas de ambas partes limitando el alcance de la reforma. Los comunes se prestarían seguramente a una operación de este tipo. No es el momento.

Por su parte, la segunda opción –continuar con la acumulación de fuerzas independentistas–, trataría de reforzar la mayoría del 2015, acortando el ínterin entre la declaración de la república y su proclamación. Conseguida una mayoría suficiente, el Parlament elegido como autonómico el día 21, se transmutaría de inmediato en constituyente, como ocurrió en el 77. Y si siguen aplicando después el 155. Ya se verá.

Muy posiblemente la polarización en esta clave se va mantener un tiempo, en tanto en cuanto queda todavía una fuerza socio-política que se resiste a abandonar la posición de bisagra. El día 21 de diciembre, la articulación del soberanismo catalán se podría ampliar con los sectores de Podem y Comunes que se resistan a ser computados como votos defensores de la unidad indisoluble de la nación española. Y si en el peor de los casos, la relación de fuerzas no varía en exceso, la deriva hacia el primer pivote –el derecho a decidir– y su gestión negociada en el marco español, sería automática. La situación técnica de doble poder no puede durar siempre –caerá de un lado u otro en un par de meses–, pero la doble legitimidad en Cataluña es estructural, no se va a resolver sin una salida democrática adecuada.

En lo que nos afecta, hasta ese momento de medición de fuerzas en el carril democrático, el grado de madurez de nuestra articulación soberanista nos obliga a acompañar el proceso desde la distancia: solidaridad estrecha ante la represión y apoyo político al Gobierno legítimo de Cataluña y su ciudadanía. Este breve periodo debería servir para reforzar nuestro proyecto soberanista de forma transversal, clara y realizable. Un proyecto que a partir de enero próximo nos permita colocar a nuestro país en la agenda española, no como el contramodelo dócil a la supuesta insensatez catalana, sino como la demanda legítima de un pueblo cuya voluntad de decidir libremente es idéntica a la catalana. En cantidad y calidad. No cabe pacto previo con quien siempre interpreta unilateralmente su alcance. Cuando el Estado impone sin miramientos su soberana voluntad e impide el desarrollo democrático de otras voluntades colectivas, seguir repitiendo la cantinela de «no impedir, no imponer» deja de ser la mercancía averiada que siempre ha sido, para convertirse en un monumental ejercicio de autoengaño. Algunos olvidan que Quebec ganó «su bilateralidad», si bien con unas condiciones de claridad impuestas, después de dos consultas «ilegales».

Si Cataluña está llevando a la práctica un paradigma independentista nuevo, aquí nadie puede seguir haciendo lo de siempre. Sobre todo cuando la teoría sobre la que se basa esa práctica  –desobediencia civil soberanista y derecho a decidir–, la conocemos desde hace muchos años.

En el futuro recordaremos que “L’Estaca” fue, por segunda vez en la historia, la canción que simbolizó una época llena de emociones y promesas. Pero, con permiso de Lluis Llach, quizás fuera conveniente retocar un poco la letra: si uno estira por aquí y otro por allá, existe el riesgo de que el zombie franquista siga tieso. Para que caiga, y rapidito, todos tenemos que estirar del mismo lado, el de la soberanía estatal y la decisión.

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