El becerro de oro de la democracia liberal
Tras una de las mil y una muertes de Dios —a quien, en un eterno retorno, lo seguimos asesinando vez tras vez—, el epitafio lo escribiría uno de los padres de la ultraderecha actual, Pat Buchanan, y diría así: «Si el comunismo era el Dios que le falló a la generación perdida, la democracia, como la forma ideal de gobierno, la panacea de todos los males del hombre, la esperanza del mundo, puede probar ser el becerro de oro de esta generación».
Era plena guerra del Golfo Pérsico, Hussein, con la anexión de Kuwait, se estaría haciendo con el control del 20% del petróleo mundial. Un gobierno no subyugado, al que pronto se le pondría freno bajo la bandera de las «armas de destrucción masiva» y la subsecuente ejecución de Hussein, ahorcado en nombre de la democracia.
La Unión Soviética, mientras tanto, se colapsaba. Un colapso auspiciado por un Gorbachev que, en palabras del propio Imperio, se alineaba perfectamente con los intereses estadounidenses.
Siguiendo los cuentos bíblicos: Moisés, guiando las revoluciones socialistas, el bloque comunista, los grandes procesos liberadores, llega al fin de la Guerra Fría. En la cumbre, donde pelea la batalla decisiva, se sube al monte Sinaí a hablar con Dios, con un viejo Marx. Pero tardó tanto, tanto, que cuando regresó, la gente –desesperada, necesitada de un Dios, de una guía– fundió todo el oro que tenía, todos los artilugios libertadores, y se fabricaron un Dios para adorar: un becerro de oro. Algo que podemos llamar democracia liberal.
Había que adorar algo, rendirle pleitesía a algo. Un sustituto más manejable, tangible, para el Dios desaparecido y el profeta, huido a un cerro lejano.
Y hoy, ese, nuestro becerro de oro —la democracia— ya empieza a dar guisos de lo que es: un ídolo que, aunque bien reluciente de oro, no es ningún Dios. Liberados de la esclavitud, pero agotados de las diez plagas, justo encontrando la tierra prometida, somos abandonados a la deriva y corremos hacia lo primero que vislumbra, hacia lo que por décadas habíamos sabido que había que renegar: esos ídolos vacíos.
La democracia burguesa –misma que desde la izquierda siempre habíamos denunciado– era una farsa. La derecha, la oligarquía, el capitalismo, lo tuvo claro, porque fue construida por ellos, pero también instrumentalizada para ejercer, cimentar y aumentar su poder.
¿Y ahora qué?
Pues yo diría: abramos una Biblia en el Ecuador. Pero no a la Jeanine Áñez en Bolivia tras su golpe de Estado contra Evo Morales –a punta de masacres, eso sí, creyentes–, sino a la teología de la liberación, a Ellacuría, a Cardenal, y desmitifiquemos ese dichoso becerro.
La primera vuelta en las elecciones presidenciales ecuatorianas otorgó un triunfo a Luisa González, la candidata de Revolución Ciudadana, un regreso histórico de la izquierda ecuatoriana, con 14 mil votos sobre Daniel Noboa. Sin embargo, en la segunda vuelta decisiva, el presidente Daniel Noboa se reelige, adjudicándose 1,28 millones de votos, casi la totalidad de los votos en disputa. Una cifra, cuanto menos, extraña.
1526 actas que no coinciden con el número de sufragantes –es decir, más votos que votantes–; 1984 actas sin firmas conjuntas del presidente y secretario de la junta, como lo dictamina la Constitución ecuatoriana, es decir, inválidas. Un consejo electoral que reubicó más de 18 recintos electorales a última hora, para dejar a miles de personas sin saber dónde votar. Y que, además, restringió los votos de ecuatorianos en el exterior, más escandalosamente, de aquellos residentes en Venezuela, no fuera a ser que se les haya pegado el bicho bolivariano y quisieran votar a la izquierda.
Vamos: un fraude electoral.
Luisa González exige un reconteo de votos, excepto que ni en los votos se encuentra toda la respuesta, ni podemos hablar única y exclusivamente de un fraude electoral. No hablamos de un asalto a la democracia ecuatoriana este 13 de abril, día de las elecciones, sino de un desmantelamiento total de dicha democracia, bajo el mandato entero de Noboa. Un mandato fundado en crear un prototipo de república bananera del siglo XXI, bajo contratos con corporaciones mercenarias estadounidenses, un estado de excepción casi perpetuo y un presidente que, mientras gasta recursos públicos para tomarse selfis con Trump en Mar-a-Lago, delega la presidencia a sus réplicas de cartón y a los militares con armas y directrices yanquis.
Pero no solo. Desde el presidente banquero, Guillermo Lasso, y antes, desde Lenín Moreno –traicionando al pueblo que lo eligió para gobernar desde la izquierda, y quien, en vez, gobernó desde Washington–, y antes, desde que, aunque dejan a Rafael Correa ganar unas elecciones, nunca lo dejan ganar el poder, sino que lo derriban paulatinamente mediante un golpe suave, mediático, judicial e injerencista.
Y ahora, como dice Luisa González, Noboa «ha tomado el poder bajo la ficticia sombra de la democracia», reprimiendo además a quien sea que cuestione su reelección. Un triunfo para la ultraderecha. Pero no solo hablamos de triunfo electoral bajo la historia oficial –entre muchas comillas–, una elección falsa, sino, más allá que eso y más relevantemente, el triunfo de ser ellos quienes estén planteando la salida a una democracia que siempre fue ficticia.
Desde Italia hasta El Salvador, de Hungría hasta Argentina, gobierna la ultraderecha y con acólitos. No podemos pretender que no existen los vídeos de seguidores de Noboa revolcándose en la lluvia, abrazando un cartón en forma de su ídolo. Pero es que debemos entender también que estas ultraderechas triunfan no solo porque sean disruptores en el mensaje, en las formas, sino en el fondo: la disrupción del mito de la democracia.
Aunque claro, la salida a la democracia burguesa que plantean es llevarnos a un sistema de dinastías hereditarias –como la de Noboa–, de privatizaciones masivas, criptoestafas y desmantelamiento de todo lo público. Una salida que nos lleva directo al pandemonio, pero una salida igual.
Y es que la derecha nunca ha sido creyente, porque carece de toda humanidad. Pero desde la izquierda, como sabemos que un ser humano sin esperanza es lo más parecido a una bestia, desesperados al ver caer nuestro muro, corroerse nuestros símbolos, las estatuas de Lenin flotando por los ríos, somos los que –ilusamente– abrazamos al becerro de oro como algo a lo que tenerle fe en la orfandad de un horizonte real.
En esta hecatombe, según el versículo, debería bajar Moisés del monte y, enfurecido con nosotros, lanzar al becerro a las llamas, molerlo y dárnoslo a beber, como castigo, pero también como muestra de lo fácil que se destruye un ídolo.
Ahora, tal vez no baje ningún profeta del monte a regañarnos. Pero hoy Ecuador nos debe dejar claro que si seguimos idolatrando a una democracia liberal –no solo amañada, sino, a este punto, caduca–, para el momento en el que decidamos asumir nuestro rol histórico como izquierda –que siempre fue trascender ese mito de democracia–, ya será demasiado tarde.