Jonathan Martínez
Investigador en comunicación

El bello verano

Más vívido aún que el propio verano es a veces el recuerdo de otros veranos, la nostalgia de la niñez o de la adolescencia, cuando teníamos toda la vida por delante

En una entrevista reciente con Radio Euskadi, el expresidente de una agencia vasca de viajes decía que la inflación y los precios disparatados han perjudicado a la cesta de la compra pero no han hecho mella en nuestros deseos de escapar de vacaciones. Más bien al contrario, el arresto domiciliario de la pandemia y la libertad vigilada que vino después nos han dejado con más ganas que nunca de carretera y manta. La paradoja del verano es que muchos nativos huyen de los mismos lugares que muchos foráneos visitan. De hecho, los parajes vascos han sido un destino vacacional tan codiciado e ilustre que la lista de visitantes de renombre no tiene fin.

En su autobiografía “Habla, memoria”, el escritor ruso Vladimir Nabokov recuerda su niñez y el verano de 1909 en Biarritz. El camino hacia su villa era un paisaje de zarzas polvorientas y terrenos en venta. El Carlton aún estaba a medio construir. En la playa, cuenta Nabokov, «fornidos vascos embutidos en trajes de color negro» ayudaban a las señoras a enfrentarse a las olas, que rompían con violencia de espuma contra los bañistas inexpertos. Un trabajador de las casetas de la playa le enseñó a Nabokov a decir «mariposa» en euskera. Después, su pasión por los lepidópteros fue proverbial.

Nabokov se enamoró en aquella playa de una niña llamada Colette. Era tal la fascinación que sentía que no tardó en planear una fuga a América o al menos a Pau para rescatarla de su familia burguesa, de unos padres parisinos que no la trataban con el cariño que ella merecía. La huida, como se podrá deducir, no llegó a buen puerto. El niño Nabokov hizo su equipaje, que consistía únicamente en una red para cazar mariposas, y condujo a Colette hasta un cine cercano al Casino donde vieron cogidos de la mano una corrida de toros filmada en Donostia. Después los adultos pusieron fin a la farsa.

Siempre que paso por el norte de la Costa Vasca me vienen a la cabeza otros amores de verano, no reales sino cinematográficos. En “El rayo verde” de Éric Rohmer, una muchacha llamada Delphine viaja de París a Biarritz para pasar sus primeras vacaciones de verano sola después de una ruptura amorosa. Durante una caminata junto al mar, escucha por azar a unas mujeres que mencionan “El rayo verde”, un libro de Julio Verne cuyo título alude a un fugaz efecto óptico relacionado con la puesta del sol. Nunca me casaré, dice una de las protagonistas de la novela, Helena Campbell, hasta que haya visto el rayo verde. En el litoral de Donibane Lohizune, Delphine va a encontrar algo más que una franja de luz. «Si ves el rayo verde, entenderás tus propios sentimientos y los de los demás».

Cuenta Élisabeth Gille en “El mirador” que su madre, la escritora Irène Némirovsky, se enamoró del País Vasco durante el verano de 1921. Aunque se había instalado con sus padres en Biarritz, quedó cautivada por la playa de Hendaia, adonde acudía a broncearse junto a una institutriz inglesa llamada Miss Matthews. Al caer la noche, antes de regresar a casa, paseaban las dos por la desembocadura del Bidasoa. Los barcos pesqueros resbalaban por las aguas cristalinas y se escuchaban los gritos de los tenistas y la orquesta de una terraza marítima mientras se iban encendiendo las luces de Hondarribia.

Se sabe que Isabel II echó un par de veranos en Zarautz, en el palacio de Narros, y que la reina regente María Cristina le cogió el gusto a la brisa estival de Donostia en el palacio de Aiete. En agosto de 1962, una bomba escondida en los terrenos del caserío Munto pudo haber frustrado las vacaciones donostiarras de Francisco Franco. Una célula de anarquistas franceses había organizado la encerrona y Julen Madariaga les había suministrado explosivos. Contra todo pronóstico, el Generalísimo no apareció por aquellos lares y se libró del magnicidio. Los activistas tuvieron que detonar el artefacto de madrugada para evitar víctimas inocentes y Manuel Fraga dio la orden de que la prensa minimizara el incidente. Los periódicos dijeron que había estallado un petardo.

En realidad las cosas habían empezado a reventar mucho antes, en un viejo verano de sangre y fuego que nadie pudo olvidar jamás. El 22 de julio de 1936, durante las fiestas de Santamañak, dos aviones sublevados regaron de muertos la plaza Andikona de Otxandio. El comandante tafallés Augusto Pérez Garmendia hubo de interrumpir sus vacaciones porque, entre otras cosas, medio centenar de golpistas se había atrincherado en el hotel María Cristina de Donostia. Los guías turísticos todavía muestran a los veraneantes las muescas de los disparos en la fachada. En un pasaje de sus memorias de gudari, Verano del 36, Mario Salegi retrata una ciudad enloquecida donde los obreros acarrean dinamita en Amara mientras los bañistas se encaminan hacia la playa con la toalla bajo el brazo.

Luego llegaron la derrota, la muerte y el exilio. Durante el verano de 1939, el campo de internamiento de Gurs se llenó de refugiados vascos, de brigadistas internacionales, de aviadores republicanos y de combatientes aragoneses. Irène Némirovsky conocía las condiciones penosas de los prisioneros porque la había puesto al tanto una joven a la que acogió en su casa de Ene Etchea de Hendaia. En el verano de 1942 pudo comprobar en sus propias carnes el trauma del encierro en el campo de Pithiviers. Para entonces, tanto Vladimir Nabokov como Mario Salegi se habían puesto a salvo en Estados Unidos. Aquel fue el último verano de Némirovsky. Murió de tifus en Auschwitz.

Más vívido aún que el propio verano es a veces el recuerdo de otros veranos, la nostalgia de la niñez o de la adolescencia, cuando teníamos toda la vida por delante y solo queríamos comernos el mundo: los paseos en bicicleta, las verbenas de pueblo, los amores fugitivos, los baños en el mar. Nadie resume mejor ese sentimiento que Cesare Pavese en la frase que abre “El bello verano”: «En aquellos tiempos siempre era fiesta». Ojalá que la fiesta no se acabe nunca.

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