Joseba Pérez Suárez

El coto de don Vito

Disfrutan encarcelando u obligando al exilio a sus rivales políticos. La derechona siempre ha gozado con esas cosas, lo lleva en sus genes, se sabe a salvo de una ley hecha a su medida.

Andaba desangelada la vida política en la España cañí, mientras la nevada de la corrupción, lenta pero persistente, iba colapsando las arterias del partido de Rajoy, que anticipaban un atasco judicial (por mucho que la fiscalía, estos días, trate de exculpar a los del gallego, por ejemplo, en el asunto Bárcenas) y unos cuantos malos tragos que, si bien se apuran con aparente indiferencia entre las filas peperas, amenazan con dejar al descubierto el mafioso negocio en el que tienen convertida su actividad política.

Los últimos meses, sin embargo, asfaltados sobre la cuestión catalana, han abierto nuevas vías, permitiéndoles arrinconar sus atascos y dar rienda suelta al descontrol en las nuevas autopistas. Con la desmesura por bandera y sin radar que la controle, hay vía libre para el exabrupto y la amenaza, la chulería y el matonismo, en unas filas, las de la derechona, pobladas de mediocridad y estómagos agradecidos.

Aparcada su actividad política y gubernamental en manos de la dócil judicatura, el PP ha optado por gobernar a golpe de sentencia, que lo mismo sirve para «encauzar» el problema catalán, para limitar la autonomía vasca o para cualquier otro asunto de complicada resolución, al tiempo que agiliza trámites y evita engorrosos debates parlamentarios, obligados razonamientos, incómodos rechazos y, finalmente, dificultosa búsqueda de mayorías con peaje de indeseadas contrapartidas. Judicialización de la política que permite, simultáneamente, liberar a los profesionales de la cosa pública en esa derechona rampante, para aquello en lo que se sienten verdaderamente preparados: la bronca dialéctica y esa búsqueda permanente de la frase lapidaria, que es lo que vende entre una ciudadanía previamente exacerbada con adobo de desmadrada visceralidad y argumentos de barra de bar, que desembocan en el «a por ellos» de rigor.

Jugando a ver quién la tiene más larga, quién es capaz de estirar el 155 hasta el infinito, quién de cerrar el paso al posible indulto a los peligrosísimos sediciosos o de endurecer al límite la prisión permanente revisable. Vía libre al exceso y la desmesura, a lomos del populismo y la sinrazón. Palos y cárcel para el disidente político; micrófonos y altavoz para el conmilitón mediocre o el lenguaraz de más baja estofa, la hez, en suma, de la política.

Envalentonado por su éxito en Catalunya, tras haber chupado la sangre electoral al partido de García Albiol, un exultante Albert Rivera abría el fuego, estos días (la desmesura, aún así, ya viene de lejos), con un arranque de trasnochado racismo recomendando a Puigdemont que «deje de hacer el indio», esa expresión que Ramón J. Sender venía a explicar como la asunción que los indígenas sudamericanos conquistados hacían, sin rechistar, de las humillaciones a las que eran sometidos. Rivera en estado puro; la nueva y cavernaria derecha que llega, vaya.

Qué bien se juega con cartas, qué fácil venirse arriba con el primo de Zumosol guardando unas espaldas como las de ese Pablo Casado, con pinta de chivato al servicio del abusón de la clase, que «advertía» a Puigdemont con «acabar como Companys» o «recomendaba» a Torrent que «teniendo dos hijos, ya sabe a qué se atiene». Corleone, seguro, tendría «consiglieres» con más tacto.

Disfrutan encarcelando u obligando al exilio a sus rivales políticos. La derechona siempre ha gozado con esas cosas, lo lleva en sus genes, se sabe a salvo de una ley hecha a su medida, por la que se puede desde saquear las arcas públicas a matar a cinco obreros, como en Gasteiz, con absoluta impunidad, pero no llevar a efecto una ideología política «inapropiada», aún con suficiente respaldo popular y pretensiones democráticas, so pena de acabar apaleada, encarcelado, vejada o exiliado.

«No se pueden generar escándalos con los tribunales para enfangar la situación e intentar ganar lo que no se ha conseguido en las urnas». Podría pasar por cualquier reflexión procedente de las filas del independentismo catalán o, incluso, vasco; pero no, nada más lejos de la realidad. Se trata, mira tú, de un mensaje que Rafael Hernando, arquetipo del pelota político que solo puede crecer a la sombra de otros, tuiteaba (24-11-16), en defensa de la extinta Rita Barberá. Ahora no; ahora, entre chabacanas risotadas y con ese indisimulado aire de impune chulería que destilan las encorbatadas huestes gaviotiles cuando se ven frente al consabido atril, se permite juicios de valor sobre los sometidos «indepes» catalanes: «…yo no sé esta gente qué hierbas usa para el desayuno». Una «gente» que, en su opinión, no pasa de ser una «pandilla de zombis políticos», «cadáveres políticos con patas… con un horizonte penal que les va a llevar a abandonar definitivamente la política». Así, crudamente, sin anestesia, porque para ellos el abandono del rival, si es preciso, se «voluntariza forzosamente». Y todo entre risas, porque para ellos esto de encarcelar a la gente y separar familias, al parecer, resulta muy gracioso. Zafiedad a borbotones la de este repulsivo personaje, que no tiene otra utilidad, por lo visto, que la de servir de mamporrero chistoso de la recalcitrante derecha.

Es lo que tiene el país de al lado, ese con el que algunos pretenden establecer utópicas relaciones de bilateralidad, que chocan, cómo no, con la cruda realidad: «el cumplimiento de la ley estaba por encima de la convivencia ciudadana» (Diego Pz. de los Cobos, "El País", 01-02-18). Era la justificación, si eso puede entenderse como tal, del apaleamiento de centenares de catalanes, cuando la misión de este coronel no era sino requisar unas simples e inofensivas, eso pensábamos, urnas. Sin descartar que ese, el hecho de ser un mandado sin capacidad de raciocinio, sea todo el bagaje que haya podido aportar para ascender en el escalafón del militarizado cuerpo al que pertenece, hemos de tener en cuenta que supone, en la práctica, el «argumento» con el que el Gobierno español trata de convencer a la ciudadanía de las bondades del gobierno judicial. Bueno, eso y una conveniente «ley mordaza». Para qué más.

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