Maitena Monroy
Profesora de autodefensa feminista

El derecho a la afectividad y los vínculos

En estos días he conocido una propuesta interesante que plantea un colectivo catalán para promover redes sociales e impedir el aislamiento social, especialmente entre las personas mayores. Quieren reivindicar el «derecho al acompañamiento afectivo» y, en esos términos, la idea me inquieta. Cada propuesta debe insertarse en un contexto concreto, independientemente de la visión futurista que tenga. Teniendo en cuenta la idealización del amor en nuestras sociedades, en especial el peso de su obligatoriedad para las mujeres, que se pretenda garantizar el derecho a la afectividad lleva implícito un desarrollo sobre cómo o quién garantiza ese derecho. Me preocupa que pensemos que cualquier relación nos pueda asegurar un vínculo afectivo. Tenemos muchas relaciones sociales que no están determinadas por la afectividad entre las personas, salvo si eres mujer, porque parece que tenemos que ir dando amor y afecto en cada relación. Igualmente, entre las mujeres es frecuente la expectativa de recompensa afectiva, ya que todo mi ser está mediatizado por el cariño o afecto que dé y reciba.

Es habitual el malestar por la insatisfacción que generan unos vínculos a los que se les presupone una carga afectiva que no es real. Así, se idealizan muchas relaciones y se añade la esperanza de que vendrá alguien lo suficientemente..., añadan lo que quieran, que resolverá mi estar en el mundo, que me dará aquello que no me dieron. Una fantasía que sobrevuela la confianza de muchos de los vínculos que construimos y, claro, en algún momento llega la insatisfacción, al no poder digerir los conflictos inherentes a lo relacional y al comprobar que, en muchos de ellos, media la cotidianeidad, lo laboral, lo social e incluso lo político, pero no lo afectivo. Romantizar todas las relaciones suele acarrear desencuentros profundos y esclavitudes afectivas.

En un mundo donde los afectos oficiales se concentran en torno a la pareja-familia, cuando te preguntan si tienes familia lo que te preguntan es si tienes descendencia, no si tienes gente que te cuide en tu vida o gente con la que te sientes unida afectivamente o te acompañe afectivamente. Se da por entendido que, si tienes familia, es decir, descendientes, tendrás cubierta esa «necesidad» de que te quieran o te den afecto, necesidades que formalmente no se pueden comprar, ni garantizar, como es el hecho de que te acompañen afectivamente. Ya sabemos que tener descendencia puede distar mucho de sentirse querida, a veces, ni siquiera acompañada.

En el ámbito formal de los cuidados es frecuente escuchar por parte de quienes «contratan» que la persona que acude a su domicilio privado a limpiar, a cuidar..., «la chica», es «como de la familia» o «la tratamos como si fuera de la familia». A mí, la mera expresión de «la chica» ya me parece un insulto, pero el chantaje emocional y la manipulación que lleva aparejado «como de la familia» siempre me ha parecido que merecía ser desgranado. ¿Qué quieren decir exactamente cuando utilizan esa frase? Que no se le paga ni se le reconoce el trabajo que hace, por aquello de la gratuidad del trabajo de cuidados de las mujeres o porque se le va a exigir cubrir afectos que no le corresponderían a una trabajadora, pero sí a la familia o, al menos, a alguien con quien se supone que se mantiene una relación afectiva.

La manipulación afectiva es una poderosa arma de destrucción de la capacidad de negociación, en definitiva, de la autonomía de las mujeres.

En el cotidiano hay mucha confusión entre ternura y afecto, como la hay entre ser amable y deseo o entre estar a solas con alguien y querer intimidad con esa persona. Lo más curioso del caso es que esas confusiones se produzcan, sobre todo, cuando hablamos de relaciones entre hombres y mujeres. Por eso, las feministas nos empeñamos tanto en definir la realidad, pero también en hilar fino las propuestas de futuro.

Sentirte acompañada, sentirse reconocida, que existes para alguien más allá de ti misma, es una necesidad para todas las personas. Otra cosa es que la condición de que te reconozcan lleve implícito que te quieran. Creo que esto último es lo que nos genera tantos problemas e insatisfacciones, por las idealizaciones que tarde o temprano se nos rompen y nos decepcionan. Tener espacios o prácticas de cómo combatir la soledad no deseada, me parece una apuesta necesaria. Es una parte de los cuidados que tiene que ver con las necesidades relacionales y que no suele entrar dentro de las lógicas de las políticas públicas, pero que resulta imprescindible para la salud mental y, me atrevería a decir, para la salud física, ahora que ya sabemos de las complejas y asociativas relaciones entre cuerpo y cerebro. Los cuidados comunitarios, las relaciones sociales y el apoyo mutuo que con ellos se generan son una parte vital para sacarnos de la irrealidad de la individualidad y contribuir a recuperar otros lazos en unas comunidades donde ya casi nadie nos conocemos.

Ya puestas a repensarnos, quizás sería el momento de quitar del centro los afectos y sus obligaciones. Trabajar hacia un mundo con mayor ternura no debería implicar generar vínculos afectivos obligatorios, ni forzar a ello, ni creer que porque te envíen un emoticono con corazón te están demostrando ningún cariño. El concepto que la antropóloga M. Luz Esteban recupera de «redes de apoyo mutuo» me parece más acertado para esas nuevas prácticas de encontrarnos y cuidarnos, sin necesidad de que inmediatamente eso signifique que nos queremos o que tal situación sea un lugar al que llegar, por aquello de que «el roce hace el cariño».

Descentrar los afectos de los cuidados, de lo relacional, no significa olvidarnos de la empatía, la ternura o la amabilidad, como sonreír a alguien no implica que quieras tener sexo con esa persona. Parece obvio, pero debemos de seguir recordándolo.

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