Nora Vázquez
Jurista y sanitaria

El desbordamiento de los servicios sociales

Las puertas del Centro de Servicios Sociales se abren a un drama cotidiano que se repite con la tozudez de lo inevitable. Un goteo incesante de personas atraviesa el umbral, cada una con su propio fardo de necesidades y angustias. Rostros curtidos por la preocupación, miradas que se pierden en el laberinto de la burocracia, voces que susurran historias de precariedad. En la sala de espera, el tiempo se estira con la lentitud desesperante de las colas que nunca avanzan. Los asientos desgastados son testigos mudos de lágrimas contenidas, de manos que se retuercen nerviosas, de suspiros que se mezclan con el murmullo de las conversaciones en voz baja.

Detrás del mostrador, los trabajadores sociales se afanan por atender la avalancha de demandas. Sus agendas rebosan de citas, sus mesas se amontonan con expedientes que parecen multiplicarse con vida propia. Cada carpeta encierra un universo de problemas: desahucios inminentes, facturas impagadas, familias desestructuradas, mujeres maltratadas, ancianos abandonados... La Ley de Dependencia, que prometía un respiro a las familias agotadas por el peso del cuidado, se ha convertido en una carrera de obstáculos burocráticos. Las prestaciones llegan con cuentagotas, las valoraciones se retrasan durante meses y las plazas en residencias son un bien escaso que se disputa con la ferocidad de la necesidad.

En la planta superior, una trabajadora social recibe a una mujer joven con ojos enrojecidos y un bebé en brazos. La mujer relata con voz entrecortada su historia de maltrato, de miedo, de incertidumbre. Necesita protección, un techo seguro para ella y su hijo, pero las casas de acogida están llenas y la lista de espera se alarga interminablemente. La trabajadora social la escucha con atención, toma notas, le ofrece palabras de consuelo, pero sabe que sus posibilidades de ayudarla son limitadas. Los recursos son escasos, la burocracia es asfixiante y la sensación de impotencia se instala como un nudo en la garganta.

En otro despacho, se enfrentan al drama de una familia desahuciada. El padre, en paro desde hace meses, no puede hacer frente al pago del alquiler. La madre, con problemas de salud mental, no puede trabajar. Los niños, pequeños y desorientados, no entienden por qué tienen que abandonar su hogar. El trabajador social intenta negociar con el banco, buscar una alternativa habitacional, pero las puertas se cierran una tras otra. La desesperación se palpa en el ambiente, y la amenaza de la calle se cierne sobre la familia como una espada de Damocles.

La jornada laboral termina, pero los problemas no desaparecen. Los trabajadores sociales abandonan el centro con la cabeza llena de historias, de rostros, de necesidades insatisfechas. La frustración y la impotencia se mezclan con el cansancio acumulado. Saben que al día siguiente volverán a enfrentarse a la misma realidad, a la misma avalancha de demandas, a la misma sensación de estar achicando agua en un barco que se hunde.

La falta de coordinación entre los servicios sociales y la sanidad pública es un obstáculo más en el camino hacia la recuperación. Si el médico de cabecera tuviera acceso a la historia social de la paciente, que incluye episodios de violencia de género, intento de autolesión y un historial de depresión, podría comprender mejor su situación y ofrecerle una atención más integral, derivándola a salud mental, por ejemplo. Pero la realidad es que los sistemas de información de ambos servicios funcionan de forma aislada, como compartimentos estancos que impiden una visión global de la persona. Un estudio del Observatorio de Salud de la Mujer reveló que solo el 30% de los centros de salud tiene acceso a la información social de sus pacientes.

Según datos del Defensor del Pueblo, el tiempo medio de espera para una primera consulta de salud mental en el Estado es de 83 días. Mientras tanto, su estado empeora, lo que repercute en el bienestar de toda la familia, aumentando el riesgo de conflictos, abandono y dificultades en el cuidado de los menores. El trabajador social se ve obligado a hacer de psicólogo, de mediador, de gestor de recursos, a suplir las carencias de un sistema que no da abasto. La falta de inversión en salud mental es una deuda pendiente de nuestra sociedad, un problema que se agrava en el ámbito municipal, donde los recursos son más limitados. El gasto público en salud mental estatal es del 5,5% del total del gasto sanitario, muy por debajo de la media europea del 10%.

Los servicios sociales municipales son la primera línea de defensa frente a la exclusión social. Son la red que sostiene a las personas más vulnerables, la mano que les ayuda a levantarse cuando tropiezan. Pero esa red está deshilachada, amenazada por la falta de recursos, la burocracia asfixiante y la indiferencia de una sociedad que mira hacia otro lado. Es necesario un cambio de rumbo, una apuesta decidida por la justicia social. Más inversión, más personal, más medios. Y sobre todo, una mirada compasiva que reconozca la dignidad de cada persona, más allá de su situación social o económica.

El futuro de nuestra sociedad depende de ello.

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