Antonio Alvarez-Solís
Periodista

El desguace

España siempre ha sido el marco de unos reyes católicos incapaces de formar un verdadero Estado que procediese a la aparición de cualquier modernidad, como demostró clamorosamente su incapacidad para abrir una pequeña ventana a la Ilustración.

El espectáculo es indescriptible. El Estado español ha dejado de existir. Los gobiernos llegan a La Moncloa sin el necesario apoyo parlamentario y permanecen allí, en permanente y difícil equilibrio, a la espera de cualquier ocasión para tomar alguna medida que justifique un poder absolutamente ambulante.

La separación de poderes se ha convertido en una pura teoría y los jueces se han decidido por asumir un papel político que tampoco funciona. En estos momentos los magistrados han estado a punto de llegar a las manos por una sentencia absolutamente corrompida desde las instituciones económicas que funcionan a su aire.

La gobernación del país se ha confiado al sistema telefónico, escandalosamente penetrado por una acción policial que se caracteriza por un comportamiento tribal que hace de cada comisaría una institución conspirativa con múltiples brazos e intereses.

La monarquía ha perdido toda su solemnidad e incluso con miembros que han pasado por la cárcel. En cuanto al Parlamento se ha disuelto en cien comisiones que se dedican a lanzase dardos entre sus componentes, que operan como guerrillas que tampoco se sabe qué enlaces eficaces tienen con sus partidos y avanzan y retroceden en sus posturas como las mareas vivas de un mar sin profundidad.

Mientras todo esto ocurre en los centros que debieran estar profundamente comprometidos con el país aparecen y desaparecen protagonistas que se encienden y se apagan antes de que los periodistas puedan dar con ellos o comprobar al menos su procedencia social y orígenes políticos.

Ante tal panorama los jefes de gobierno se diluyen en viajes sorprendentes a fin de lograr alguna fotografía que deje constancia de su relieve internacional.

Y en Madrid la sociedad que ocupa la tribuna principal del interés frívolo se puebla de señoras que discuten el estilo de la reina, también azarosa en el papel que no acierta a dominar para asentar debidamente lo dinástico, restablecido de forma muy espectacular por el dictador que se ha convertido en material explosivo. Hay ciertos españoles que no mueren jamás.

Mientras todo eso sucede la Banca prosigue su tarea de lograr más ayudas del Estado que inmediatamente son exportadas a países sudamericanos o a extrañas islas donde unos piratas suceden a otros piratas que al menos eran antes tuertos o cojos.

En todo este maremágnum las iglesias de la España tradicional, que siempre han tenido un papel determinante en la política española, siguen ejerciendo un papel de taifas respecto al actual Pontífice, como demuestran sus constantes homenajes al Papa Pablo VI, ejemplo del reaccionarismo autoritario que siempre ha distinguido a los católicos polacos.

Todo esto compone un paisaje de desguace de toda institucionalidad, que se asienta en una nación tribal, lo que alimenta la batalla de Euskadi y Catalunya por su independencia.

España siempre ha sido el marco de unos reyes católicos incapaces de formar un verdadero Estado que procediese a la aparición de cualquier modernidad, como demostró clamorosamente su incapacidad para abrir una pequeña ventana a la Ilustración. Todo el esfuerzo político de sus hidalgos se redujo a la aventura suramericana donde se hacía un dinero rápido con el negocio de vender almas a los indios que no las tenían a cambio de su trabajo. Un imperio que podía haber puesto en la cumbre internacional a España, mediante un trabajo de vanguardia, quedó bajo el dominio económico de ingleses y holandeses y banqueros italianos y flamencos. El desguace de cualquier gobernación medianamente sensata desde Madrid empezó en aquellos siglos y ha sido la constante de la política española hasta el presente. Y como ocurrió también siempre España siguió contemplando irónicamente la huida de sus mejores talentos hacia las tierras europeas redimidas de una religión inerte y vacía. Aquí seguimos repletos de inquisidores y de nobles que menospreciaban cualquier manifestación culta.

España, España…; la de las duras leyes hechas deprisa para respaldar las otras leyes que surgen como las setas venenosas al nacer el día. La España de las engañosas Cortes de Cádiz, con su “Manifiesto de los Persas”, que pidieron a Fernando VII, cuando regresaba de su dorado exilio, tras la derrota de Napoleón, que no cayese en el pecado liberal, que pese a todo costó la vida en garrote vil a doña Mariana Pineda, dama granadina, por bordar una bandera republicana. «Era costumbre de los antiguos persas –dice el Manifiesto de los Persas– pasar cinco días en anarquía después del fallecimiento de su Rey, a fin de que la experiencia de los asesinatos, robos y otras desgracias les obligaran a ser más fieles a su sucesor». A veces releo ese «Manifiesto» cuyo espíritu, tan viejo, parece sobrevivir en el recelo español hacia el pensamiento. Somos un país paradójicamente inmovilizado en el desorden turbulento. Esto es una verbena, donde sólo los petardos suben a las alturas.

Lo que resulta más difícil de entender en el momento actual es que unas organizaciones sindicales, que viven directamente del ciudadano humillado en todos los campos, aparezcan en las televisiones por medio de unos dirigentes cuyo rostro va alargándose cetrinamente hasta el ombligo como si quisiera emplear la frase más definitoria de España: «¡Qué quiere usted que le diga!».

Los préstamos bancarios se encarecen o son cada vez más difíciles, los salarios son una obra de ingeniería merced a un empleo cada vez más ocasional, los servicios de la salud funcionan como una obra de caridad, los modernísimos transportes ferroviarios llegan hasta donde no hay viajeros, los bienes literalmente robados al amparo de la guerra y entregados como premio a los héroes de la traición no hay forma de que sean retornados a sus antiguos propietarios o sean destinados a crear nuevas formas de propiedad social, aumenta la brecha entre pobres y ricos…Y en el parlamento los diputados entran y salen para presentar mociones a las que podrían aplicarse los famosos versos: «Trajeron un papel/ tomolo Bartolo/ y dentro del protocolo/ colocolo».

A mí me gustaría decirle todo esto a mi diputado, pero no sé dónde está su oficina. Además va mucho a unas reuniones en que ahora discuten si sale a cuenta hacer un submarino nuestro, ya que el atómico que tenemos no cabe en la dársena que le hicieron. Podríamos preguntarlo al ministro de Defensa, pero ahora creo que anda contando los guardias civiles que le sobran en Catalunya.

El presidente del Gobierno hace lo que puede, pero además no tiene presupuestos y coincidir con él en la Moncloa es materialmente imposible. Quizá le presten ayuda los vascos.

De todas formas en el 2040 tendremos coche eléctrico, pero habrá que encontrar trabajo para los casi cuatrocientos mil trabajadores especialistas que ahora construyen los coches que contaminan. Un coche eléctrico lo hace un solo trabajador ayudado por un puñado de robots.

Esto de la economía es más fácil de lo que parece. El único inconveniente es que hay que viajar mucho.

Buscar