Josu Iraeta
Escritor

El despotismo: un riesgo actual

La democracia actual en el Estado español, permite meter mucha baza a hombres y mujeres –no sólo corruptos– también mediocres. Aunque también es cierto que lo que está sucediendo ahora en el Estado español, no es tan diferente de lo que ocurre en el resto de Europa.

Cierto que queda algo lejos, pero, los hay que habiendo comprobado que la democracia no les sirve, pretenden retroceder tres siglos, y hacer la prueba.

Otros antes que yo han definido el despotismo, como «una traducción sobre el plano social de rasgos característicos del ser humano, como el deseo del poder y la voluntad de unificación». Esto lo decía para la necesaria puesta en guardia, contra toda tendencia a la concentración del poder y la simplificación de lo real.

Lo cierto es que nos hallamos en una situación histórica muy grave, que afecta no ya a una nación relativamente pequeña como Euskal Herria, sino a toda la civilización occidental.

No pasamos de ser «peones» en este enorme y cruel tablero de cuadrículas negras y blancas. Salvo excepciones, las democracias que permiten y alientan la subordinación del derecho ante la rentabilidad expansiva de la especulación, además de diseñar sociedades tremendamente injustas –lamentablemente– aborrecen la cultura del conocimiento.

En situaciones como la actual, cuando la penetración anticipada del porvenir es cada vez más indispensable, la clase política actual, no sólo no ve poco más allá de sus narices, sino que, además es refractaria al influjo de los hombres y mujeres que, por su oficio, por su formación o por su especial sensibilidad, reciben anticipadamente del porvenir. Es decir, que poseen certera capacidad analítica.

Y es que, la democracia actual en el Estado español, permite meter mucha baza a hombres y mujeres –no sólo corruptos– también mediocres. Aunque también es cierto que lo que está sucediendo ahora en el Estado español, no es tan diferente de lo que ocurre en el resto de Europa.

Hace ya décadas, que la categoría de independencia, que debiera ser la forma específica de soberanía del poder político, se ha ido convirtiendo en una mera expresión retórica. Esto es fruto de lo que alguno en su día denominó «Constitución semántica». De hecho, es una coartada legitimadora del sistema de poder, perfectamente compatible con una tupida maraña de dependencias y condicionamientos, que convierten el principio en algo totalmente inoperante y al Poder Político en un apéndice del poder financiero-especulativo y la «potente» nómina empresarial.

Son ya muchos los años en que las altas instancias del Poder Político, se muestran como un valor maleable, en función de las necesidades y urgencias de otros poderes, anulando así el Estado de Derecho.

La separación entre el poder legislativo y el ejecutivo hoy es simplemente, un texto. Eso fue una ilusión.

El intervencionismo estatal tiene en el Ejecutivo y su administración, a los artífices de sus necesidades políticas. Ya no es el Parlamento el único decisivo para elaborar las normas jurídicas más importantes. Se pretende que la ley, lejos de ser una expresión de la soberanía popular, sea el resultado de un pacto previo entre políticos de «similar credo», usurpando así, no solo el carácter democrático de las cámaras, también lo que de democrático pudieran haber tenido sus decisiones legislativas.

Para estos nuevos «franquitos» la dictadura de hecho, es una institución válida, la mejor. Nacida en el seno de sus «laboratorios» del pensamiento y como correctivo de los desvíos o malos efectos de la

Este es el único pensamiento válido para el Partido Popular y «sus escisiones». Y esta doctrina es explícitamente reconocida por sus dirigentes.

Esta pues, es una historia que no deja dudas; todos los gobiernos españoles, sin excepción, son tramposos. No debemos olvidar que llevamos décadas sin levantarnos de una mesa, jugando una «partida de mus» en la que siempre son ellos quienes dan las cartas.

Claro ejemplo de ello son los recientes y evidentes propósitos partidistas, de los nuevos déspotas, tratando de argumentar jurídicamente la adulteración del electorado, muestra inequívoca de una democracia raquítica con profundas raíces totalitarias.

No hemos progresado mucho, ya que algo parecido hacían los romanos. Aquí pasa lo mismo, a lo largo de la historia, los diferentes regímenes habidos en el tiempo, en lo que llaman Estados español y francés, han combatido y combaten directamente contra nosotros. Contra las ideas, el idioma, las convicciones, los sentimientos y nuestro estilo organizativo, como vía de penetración. Es colonialismo puro.

De ahí que tampoco sea nuevo el conocimiento de que el Estado español, en lo que atañe al «rigor» de la democracia y capacidad de su gobierno, esté situado en los últimos puestos en el escalafón de las democracias occidentales. Con una corrupción que ha tomado carta de naturaleza en la sociedad, unas instituciones secuestradas e incapaces de hacerle frente, y lo más grave; una opinión pública resignada, crédula, vencida y totalmente manipulada.

Porque –de hecho–, ¿qué supone realmente el que imputen y condenen a una pequeña, mínima «cuadrilla de delincuentes», sean estos de UPN–PSOE–PP o PNV, si nadie pone en cuestión las ventajas adquiridas y gestionadas políticamente por las organizaciones para las que trabajan?

El Estado español es un país intervenido en todas sus estructuras, que va camino del pasado. A pesar de todo, y como siempre, los mercaderes de uno y otro lado, buscarán el aplauso y quizá lo consigan, pero engañar no. Ya no.

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