Luis Puente González

El destino manifiesto

Recientemente, a propósito de los desmanes de Israel en Gaza, comentábamos lo peligroso que resulta que un líder político o un pueblo se considere elegido por Dios, circunstancia muy frecuente en la historia. Además del caso judío, lo hemos visto en el antiguo Egipto, que consideraba dios al faraón, que actuaba sin tener que dar explicación alguna; en los reyes, que lo eran «por la gracia de Dios»... Incluso Franco, además de ser también «Caudillo de España por la G. de Dios», (decían sus monedas), tenía como lema «por el imperio hacia Dios», corroborado por el «España es la mejor» de la ínclita canción, pues ser elegido por Dios conlleva el permiso para sentirse superior.

Hoy vamos a detenernos en la teoría estadounidense del «destino manifiesto». Empecemos diciendo que, en este caso, «manifiesto» significa la primera acepción que el DRAE da a esta palabra: «obvio, evidente». Es el destino evidente, que no necesita explicación, porque se lo otorgó Dios a la nación del dólar. Los orígenes de esta teoría se remontan a la llegada de los colonos puritanos británicos, que huían de su país porque la nueva Iglesia anglicana, considerada cercana a los principios católicos, no admitía sus críticas y los perseguía. Cuando estos colonos llegaron a las tierras que Inglaterra poseía en América, hallaron que allí podían practicar sus creencias sin ninguna restricción, y aquel nuevo mundo les pareció una tierra prometida, bendecida por Dios. El sustrato calvinista de su visión religiosa les hizo pensar en la predestinación: aquella era, sin duda, una tierra elegida por Dios para un pueblo elegido. La idea la redondeó un padre de la nación, Thomas Jefferson, quien llamó a los ciudadanos del nuevo estado «hijos de Israel en el desierto» (alusión a los 40 años que los judíos pasaron en el desierto, camino de la Tierra Prometida).

Y, así, llegamos al momento en el que esta teoría adquirió nombre. En 1845 el periodista J. O’Sullivan publicó un artículo ("Anexión", en referencia a la unión de Texas a las otras trece excolonias), en el que decía que «el cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha asignado la Providencia». Es evidente el parecido de estas palabras con las que oímos a los judíos más extremistas, bueno, a los judíos, quiero decir. Quedaba abierta la puerta para declarar la guerra a México (1846) y robarle sus tierras del norte: California, Arizona, Nuevo México, Nevada, Utah y Colorado. Y EEUU no robó todo México porque existía una corriente de opinión que consideraba que España había dejado en México una población mestiza, de orden inferior, que pondría en peligro la pureza de la raza blanca estadounidense. De aquí, la actual guerra que Trump mantiene contra los andrajosos inmigrantes que comen las mascotas de los de la raza pura. Dejamos, por falta de espacio, perlas de la historia de esta teoría, como la del pastor puritano J. Cotton, que decía que «ninguna nación tiene derecho a expulsar a otra, si no es por un designio especial del cielo, como el que tuvieron los israelitas».

Qué supuso para América la práctica de esta teoría? En primer lugar, el exterminio de los pueblos aborígenes de los territorios que formaron EEUU. En segundo lugar, intervenciones militares de ese país en México, Cuba, Nicaragua, Guatemala, Colombia, Ecuador, Granada..., y la incorporación de Puerto Rico a su bandera. Intervenciones a las que hay que añadir los golpes de estado con los que la CIA alegró la vida (a muchos, la muerte) en tantas naciones hispanoamericanas en el S. XX. Y sin olvidar el dineral que está invirtiendo ahora en Latinoamérica para expandir la Iglesia evangélica, mucho más reaccionaria que la católica, que ya es decir. Ya lo había manifestado el presidente W. Taft (1912): «El hemisferio occidental todo [es decir, América de un polo a otro] nos pertenecerá, como, de hecho, ya nos pertenece moralmente, en virtud de la superioridad de nuestra raza». Solo quedaba añadir «amén».

¿Y fuera de América? Theodor Roosevelt, primer presidente de su familia, dijo en 1904 que «si una nación demuestra que sabe actuar con eficacia y sentido de las conveniencias, no tiene por qué temer una intervención de EEUU». Se olvidó de aclarar qué entendía por «saber actuar», «eficacia» y «sentido de las conveniencias». Y acabó afirmando que proceder fuera de esas normas «puede obligar a EEUU, aunque en contra de sus deseos, en casos flagrantes de injusticia o de impotencia, a ejercer un poder de policía internacional». Es decir, EEUU Se arrogaba el derecho a meter sus zarpas, no solo en América, sino donde quiera y cuando quiera.

Hablamos de una teoría ya olvidada? No. Tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial, hemos visto intervenciones militares de EEUU en diecisiete países de todos los continentes habitados, excepto Oceanía. Es más: del destino manifiesto hemos oído hablar recientemente a la candidata demócrata («Acepto el nombramiento de candidata en nombre de todos aquellos cuya historia solo podría escribirse en la más grande nación de la Tierra»); y a Trump, en su discurso de toma de posesión el pasado 20 de enero («EEUU volverá a considerarse una nación en crecimiento, que aumenta nuestra riqueza, expande su territorio [recuérdese su deseo de anexionar Canadá y Groenlandia y de recuperar el Canal de Panamá] (...) Y perseguiremos nuestro destino manifiesto hacia las estrellas»). Pues, que se quede allí para siempre.

Ya veis qué razón tiene el refrán «Dios los cría y ellos se juntan»: Israel y EEUU, dos pueblos elegidos por Dios... para aterrorizarnos.

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