Guillermo Piquero
Autor del libro “En el vientre de Mari: las raíces preindoeuropeas de la mitología vasca”

El hilo umbilical de Mari

El mito de Mari, la Dama o Señora (Anderea) de la mitología vasca, representa un nexo cultural valiosísimo con aquella cultura primigenia, que puede ayudarnos a redescubrir los fundamentos principales de una espiritualidad indígena.

Existe una forma de entender el mundo, una cosmovisión originaria común a todas las culturas indígenas del planeta, según la cual la naturaleza es entendida como un Todo, como una unidad orgánica, sagrada y viva. Ese Todo ha sido tradicionalmente comprendido, expresado y representado simbólicamente por dichas cosmovisiones arcaicas mediante el arquetipo sagrado de una Gran Madre, puesto que las mujeres, al igual que la propia naturaleza, también son capaces de generar en su propio seno el milagro de la vida. De ahí que desde el principio de los tiempos todas las culturas del planeta nos hayamos referido a ella como Madre naturaleza o Madre Tierra: Ama Lur.

Pero a diferencia de la concepción exclusivamente materialista que tienen las ciencias biológicas modernas, las culturas humanas ancestrales conciben la naturaleza como una simbiosis sagrada entre el mundo material y el mundo espiritual. Este es el prisma a través del cual perciben la realidad las culturas animistas que, como antaño la vasca, entienden que todo ser vivo, ya sea animal, vegetal o mineral posee ánima, es decir, una fuerza espiritual propia que lo acompaña a lo largo de su existencia física y lo dota de consciencia sobre sí mismo, de autoconsciencia.

Y así, Ama Lur, como cualquier otro ser viviente, también tiene su propia ánima. A este espíritu universal de la naturaleza (Anima Mundi), que a su vez contiene a todos los demás, los vascos lo llaman Mari, una denominación local para referirse a la misma fuerza de la naturaleza que hoy en día se conoce bajo el genérico nombre de Gran Diosa y que según la evidencias del arte simbólico y las mitologías arcaicas, constituía el pilar central de la cosmovisión indígena europea.

Mari como anima mundi

El que Mari pudiera representar para el universo cosmológico vasco, el concepto de anima mundi o alma del mundo, ya fue propuesto hace algunas décadas por el filósofo y antropólogo Andrés Ortiz-Oses, quién a través de dicha interpretación simbólica nos brindó la clave para comprender, en su sentido pleno, el verdadero significado que subyace tras la clásica definición de Mari y de otras deidades femeninas arcaicas «como pertenecientes al mundo ctónico o subterráneo.» Así, de la misma forma que todos podemos comprender el concepto simbólico de que el alma o el espíritu de cada persona se encuentra en el interior de su cuerpo, los antiguos vascos creían, de igual manera, que la dimensión espiritual de nuestro planeta se hallaba bajo la corteza terrestre, en un mundo matricial subterráneo donde se gestaba y regeneraba la vida que se desarrollaba en la superficie.

Nuestros ancestros se comunicaban con este particular inframundo uterino a través de ritos y ceremonias que tenían lugar en determinados lugares sagrados, que eran identificados como puertas o aberturas que conducían real o simbólicamente hacia el subsuelo (cuevas, simas, dólmenes, sepulturas...) y que evocaban en sus formas, naturales o arquitectónicas, a la matriz de la Diosa. A tenor de estas evidencias simbólicas, entrar (en espíritu) en dicho Mundo subterráneo debió significar para nuestros antepasados un retorno al útero primordial (renacimiento/iniciación), a un mundo paralelo al nuestro en el que habitaban las almas de los difuntos, pero que no era sinónimo de muerte como el infierno cristiano, sino de regeneración.

Esta identificación simbólica del inframundo pagano como gran matriz primordial, se sustenta mitológicamente en el hecho de que para las culturas animistas, toda manifestación de vida tiene su origen en la dimensión espiritual de la naturaleza y dicha dimensión, en cuanto creadora de vida, es identificada como femenina. Quizás por eso, la imagen arquetípica de Mari más conocida en la mitología vasca sea la de una mujer hilando en la boca de una caverna, pues dicho lugar representa una frontera simbólica entre el Mundo físico y el espiritual, y Mari se vale de su hilo dorado para mantener unidas estas dos realidades paralelas que forman parte de su ser. Ella es, al mismo tiempo, creadora y encarnación de ese Gran Tejido Sagrado del que hablan numerosas tradiciones espirituales indígenas, formado por la interrelación de infinitos hilos de vida y que personifica Mari a través de sus múltiples apariencias y metamorfosis.

Reinterpretando etimológicamente a Mari

Así pues, esta visión holística y matricial del mito de la Gran Dama vasca, nos empuja a explorar una nueva interpretación etimológica del término «Mari», partiendo de la base de interpretar el sufijo –ari, no con el sentido de «oficio» como tradicionalmente afirman algunos investigadores (Mari = »el oficio de ser madre»), sino a través de una significación, en cierto modo análoga, a través de la palabra hari («hilo» en euskera), la cual a su vez parece formar parte de la raíz lingüística del término aria («estirpe, casta o linaje» en euskera). Dicha relación lingüística entre ambos términos (hari/aria) no puede considerarse casual, pues del mismo modo encontramos que el vocablo latino linum («hilo de lino») está en el origen de la palabra castellana «línea», que a su vez deriva en la palabra «linaje.»

Por todo ello, podríamos aventurarnos a proponer que tanto el término «Mari» (ama+hari) como el de «María» (ama+aria), podrían traducirse literalmente como «matri+lineal», o si se prefiere «linaje+materno.» A esto habría que añadir, para completar esta hipótesis, que hoy sabemos por los textos e inscripciones funerarias de algunos pueblos del mediterráneo pre-indoeuropeo, que el término ama («madre» en euskera) era usado por aquellas culturas con significación análoga al de «Diosa». Por consiguiente, «Mari» podría interpretarse o traducirse como la «Diosa/Madre del linaje o de la estirpe (vasca)». Y esta significación nos aportaría una nueva perspectiva interpretativa de porqué, durante el Medievo, la nueva estirpe caballeresca patriarcal vasca, para justificar la supuesta nobleza de su estirpe o linaje, creo mitos y leyendas en los que se la emparentaba en matrimonio con la Gran Dama vasca (como es el caso de la famosa leyenda recogida en el siglo XVI en el Libro dos Linhagens sobre el primer Señor de Vizcaya, Diego López de Haro).

Por otra parte, algunos autores como José Miguel de Barandiaran, encuentran un nexo lingüístico y una hipotética raíz etimológica común, entre el nombre del personaje mítico Mairu y el de Mari. Esto encaja también en nuestra hipótesis, pues el termino iru («tres» en euskera) está en el origen de la palabra irun («hilar»), ya que como apunta Juan Antonio Urbeltz, el origen primigenio del acto de hilar radicó en comenzar a trenzar tres hilos. Esto podría guardar también relación con el hecho de que las conocidas diosas del destino de las mitologías arcaicas europeas fueran tres hermanas hilanderas, como es el caso, por ejemplo, de las Moiras griegas. Igualmente, están relacionadas con el simbolismo del hilado los personajes míticos de las mairis vascas y sus parientes peninsulares las moras o mouras, quienes según relatan infinidad de leyendas similares a las que cuentan los vascos sobre los trikuharris de Mairietxe en Mendibe o al de Sorginetxe en Arrizala, construyeron los dólmenes trasportando las pesadas piedras de su estructura sobre su cabeza, al mismo tiempo que mantenían sus manos ocupadas en hilar ayudadas de su huso o de su rueca.

El hilo como nexo simbólico con el inframundo vasco

Este entrelazamiento simbólico que aquí proponemos, entre el hilo (como nexo umbilical) y la cueva/dolmen (como representación arquetípica de la matriz de la Diosa), y que a algunas personas pueda resultar un tanto forzado, se torna un poco más verosímil si recurrimos a la mitología indígena comparada. Así por ejemplo, en la mitología maya, una cultura ancestral que guarda sorprendentes paralelismos míticos con la cosmovisión vasca arcaica, nos encontramos una divinidad femenina que representa un papel análogo al de Mari en los mitos vascos. Se trata de la Diosa Ixchel, la hilandera divina cuyo huso representa el eje cósmico que con su girar mantiene en movimiento al universo. Según los mitos mayas, el útero de Ixchel es una gran tela de araña (animal totémico de las tejedoras) de cuyo centro (omphalos) cuelga un hilo (axis mundi) que actúa de gran cordón umbilical entre el mundo físico y el espiritual, entre el mundo de los vivos y el de los antepasados.

Desde esta perspectiva, Mari sería un término que contiene en su significación abstracta el concepto de origen o matriz primordial (ma), a la que nos une un hilo umbilical (hari/aria) que nos vincula a ella durante nuestra vida y nos permite retornar sin extravío, a su regazo, cuando nos llega la muerte. Y así, en euskera «alma» se dice arima, una palabra formada, casualidad o no, por las dos mismas sílabas, aunque en sentido inverso, que la palabra Mari. Según la lingüística oficial, es un neologismo que tiene sus raíces etimológicas en la voz latina anima. Sin embargo, hoy sabemos que dicho término aparece inscrito en los textos funerarios de las culturas etrusca y minoica, por lo que su origen primigenio se remonta al menos a la familia idiomática preindoeuropea de la que el euskera actual es superviviente.

De este modo, podríamos interpretar la voz actual arima como netamente vasca y asociada también a los términos hari y aria como raíces lingüísticas que interpretan el concepto de «alma» como la manifestación espiritual de un difunto de un determinado linaje (materno). Por ello, es la etxekoandre, como principal representante de dicha matrilinealidad transgeneracional (que vincula a los vivos y a los muertos de un mismo etxe), quien tradicionalmente se encarga de rendirles culto, ayudada de objetos ceremoniales como la argizaiola, en la que un hilo de cera (en aparente evocación umbilical) se erige encendido en vertical sobre la tabla antropomorfa que representa a los antepasados.

La distorsión simbólica del paganismo vasco

El que la matriz ígnea de Mari (de la que el fuego del hogar es símbolo sagrado y nexo con el mundo subterráneo) haya terminado por convertirse en el imaginario mítico occidental, en un lugar lúgubre y tenebroso en el que arden las almas heréticas e impías, ha sido fruto de determinados procesos históricos y culturales, de sobra ya conocidos (invasiones indoeuropeas y semitas, cultura greco-romana, cristianización, inquisición...), que las grandes religiones patriarcales llevaron a cabo a lo largo de los últimos milenios para cortar el «hilo» que unía nuestra consciencia a la naturaleza (espiritual) de la realidad. Con el mismo fin, eliminaron o distorsionaron los mitos principales en los que se fundamentaba la cosmovisión indígena europea, demonizando sus atributos y caricaturizándolos de forma burda y grotesca. Así, un método infalible para reconocer el grado de importancia que tuvo un mito en la antigüedad, es analizar el grado de saña con el que las religiones patriarcales lo atacaron y distorsionaron. En este sentido, resulta verdaderamente sorprendente como, entre los fragmentos dispersos que han sobrevivido hasta nuestros días de la ancestral mitología vasca, se puede descubrir el significado originario de cada uno de los más relevantes mitos que la religión cristiana erigió como arquetipos de la maldad y la herejía: el infierno, la bruja, el dragón, el diablo... y que en la mitología vasca tienen (o tuvieron) un significado antagónico.

En el caso de Mari la distorsión de su significado se fraguó de una manera diferente, pues no pudiendo la nueva religión patriarcal cortar las hondas raíces que la vinculaban a las creencias populares, su imagen fue paulatinamente hibridada o absorbida por la de la Virgen Mari(a), una jugada maestra que le permitió al cristianismo romano apropiarse al mismo tiempo de multitud de espacios sagrados en los que antaño se veneraba a la Gran Deidad preindoeuropea. Aun así, el mito de Mari logró sobrevivir hasta nuestros días al abrigo de algunos inexpugnables refugios rocosos, lugares sagrados en los que el catolicismo encontró demasiado complejo erigir sus santuarios y que conservaron en la toponimia su vínculo lingüístico con la Gran Dama. A ello también ayudó, la pervivencia hasta tiempos históricos recientes de una antiquísima tradición oral, que mantuvo vivos mitos y leyendas populares con un marcado substrato animista, hasta que el mundo rural de antaño fue paulatinamente hibridándose con el de la nueva era industrial y tecnológica.

Fue durante la transición histórica entre estos dos mundos, cuando diversos investigadores y recopiladores (Webster, Azkue, Barandiaran...) tomaron el relevo de la tradición oral y reprodujeron lo que aún quedaba de dichos mitos en el mundo académico y literario, permitiendo así su divulgación entre las más recientes generaciones. En este sentido, es oportuno recalcar de nuevo, que lo que hoy comúnmente conocemos como «mitología vasca», es en realidad un corpus cosmológico formado por los fragmentos dispersos de una extraordinaria visión del mundo que el catolicismo (en el caso vasco) se tomó gran empeño en triturar a lo largo de estos últimos siglos, por lo que ha llegado hasta nuestros días desvirtuada y distorsionada respecto a su condición original.

Y aunque el pilar central (Mari) de dicha cosmovisión, aún permanezca erguido en la memoria y el inconsciente colectivo vasco, existe una diferencia fundamental con el pasado: para nuestros ancestros Mari no era un arquetipo, una leyenda o un cuento fantasioso inventado junto al fuego, sino que Mari era (es) real. Sin pararse a reflexionar detenidamente sobre este crucial asunto, es imposible comprender en toda su profundidad y magnitud a la cosmovisión ancestral vasca, pues el animismo no se basa en «creer» que los seres vivos tiene vida espiritual, sino en saberlo, sentirlo y experimentarlo empíricamente como cualquier otra cultura indígena del planeta.

En este sentido, el mito de Mari, la Dama o Señora (Anderea) de la mitología vasca, representa un nexo cultural valiosísimo con aquella cultura primigenia, que puede ayudarnos a redescubrir los fundamentos principales de una espiritualidad indígena que, en contraposición al antropocentrismo de las religiones patriarcales, entiende que: nuestro planeta (Ama Lur) es un ser viviente con consciencia propia (Mari), de la que todos formamos parte y a la que todos podemos «acceder» a través del hilo umbilical (axis mundi) que nos une a su matriz primordial.

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