El manual del candidato en política
Hace ya unos años leí "El Manual del Candidato" ("Commentariolum petitionis"), tradicionalmente atribuido a Quinto Tulio Cicerón, hermano menor del mucho más conocido Marco Tulio Cicerón. La atribución no es en absoluto pacíficamente aceptada. Incluso para este breve texto, con sus catorce capítulos divididos en cincuenta y ocho párrafos, estamos en presencia del habitual batiburrillo de hipótesis, que se desata no pocas veces para otras varias obras del mundo antiguo. Según algunos eruditos, se trata en realidad de una falsificación de la época imperial. Según otros, en cambio, el texto es auténtico, y es del propio Quinto Tulio. Para otros, finalmente, el autor no sería el hermano menor, sino el mayor, y no solo en edad, a saber, el propio Marco Tulio. Cada texto clásico, o casi cada texto clásico, tiene su pequeña cuestión sobre su autoría.
Esta pequeña joya adopta la forma de una carta dirigida por su hermano a Marco Tulio (Cicerón) con motivo de su campaña electoral en el año 64 a. C., la que le llevó a convertirse en cónsul y a aplastar poco después la conspiración de Catilina.
Quinto Tulio comienza con un consejo fundamental: recuerda siempre que eres un homo novus. Es decir, recuerda que no tienes antepasados ilustres, que ninguno de los tuyos (de los nuestros) ocupó nunca una magistratura; nadie en tu familia fue pretor, censor, y mucho menos cónsul.
Cicerón (Marco Tulio) es, por tanto, lo que hoy llamaríamos un hombre hecho a sí mismo, como lo fue también Mario, otro famoso Arpinate, quien, cuando los senadores dudaron si confiarle el mando contra Jugurta, mostró sus cicatrices, diciendo: estos son mis antepasados.
Es la vieja cuestión del mérito la que aflora aquí. Sempiterna cuestión. Cicerón (el mayor), en un discurso ligeramente posterior, el Pro Murena, afirmaba con orgullo haber «roto la barrera de la nobleza» (claustra fregisse nobilitatis) y alcanzado el consulado no por pertenecer a la clase senatorial, sino por su valor personal (virtus).
Así que ya sabemos cómo resultaron la carrera y el concurso. Pero veamos las estrategias que el candidato a cónsul se hace sugerir por su pariente cercano, o que finge hacerse sugerir o se sugiere a sí mismo, a través de la máscara complaciente de su hermano.
El principio subyacente se enuncia en el capítulo doce: «los seres humanos se sienten atraídos por la actitud y las palabras más que por la realidad y el beneficio real» (homines fronte et oratione magis quam ipso beneficio reque capiuntur). Pero ya inmediatamente, en la última línea del capítulo primero, destaca la palabra clave simulatio. Y en el cuerpo del texto afloran otras veces las palabras similar, species, frons, vultus.
En resumen: la apariencia cuenta mucho más que el ser.
Por eso tú, dice Quinto a Marco, debes aparecer. Debes hacerte ver en el foro tanto como sea posible y acompañado por tanta gente como sea posible: una hueste de amigos estará a tu lado, te coronará. Y serán amigos de toda clase, de todo tipo. Ciertamente, añade Quinto (o añade pérfidamente Marco, haciéndose pasar por él), el nombre de «amigos» durante una campaña tiene un valor más amplio que en circunstancias ordinarias (nomen amicorum in petitione latius patet quam in cetera vita). A este respecto, cómo no recordar que unos veinte años más tarde, el propio Cicerón dedicará un tratado específico a la amistad, a la verdadera amistad, la philia griega, como para redimirla de este uso instrumental, utilitario y sustancialmente hipócrita.
La tarea del candidato consiste, pues, en mostrarse amigo tanto de los senadores, caballeros, hombres activos y laboriosos, como de los libertos (hijos de esclavos liberados), así como de toda la ciudad, de todos los colegios, barrios, distritos, tribus... Mejor aún si conoce el nombre de todos estos amigos, como un auténtico nomenclator (uno de aquellos esclavos que debían recordar a su amo el nombre de todos los que encontraban)−.
Este candidato amigo de todos, atento tanto a las necesidades del orden senatorial como a las del orden ecuestre y de los publicanos y electores urbanos, debe tener entre sus modelos el del orador Cayo Aurelio Cota. ¿Por qué? Porque nunca dijo que no a nadie (se nemini negare). Siempre prometía, aunque supiera que no podía cumplir. A menudo ocurría algo inesperado e imprevisto que le liberaba elegantemente de sus compromisos. Suerte del destino.
Por supuesto, el futuro cónsul, si realmente quiere llegar a serlo, debe protegerse contra la plaga de una cosa en particular: no debe «enredarse en los problemas del Estado» (nec tamen in petendo res publica capessenda est). Es decir, debe abstenerse de tomar posición, de adoptar una postura clara sobre cualquiera de las cuestiones reales de la política activa. Esto parece una bonita paradoja, pero en realidad no lo es. Al contrario, es la clave de bóveda del sistema de este candidato que quiere ser literalmente proteico (cambiante, mudable, variable, versátil...) y, por tanto, también, inexpugnable e inclasificable. Es la única manera de lograr un consenso generalizado.
En cuanto a los adversarios, los competidores −en este caso y muy en particular, Catilina−, no le será difícil al candidato Cicerón echar barro, difamar, aludir, pues ya de por sí no son personajes inmaculados, especialmente Catilina.
La corrupción electoral era sistémica. El «mercadeo de votos», es decir, la compraventa de senadores era habitual, al igual que las leyes ad personam. Después de todo, la palabra latina ambitus indica precisamente fraude electoral.
Pero más allá de estas correlaciones con la actualidad −o con el pasado o con el futuro− lo desconcertante de este pequeño tratado en forma epistolar es otra cosa a mi modo de ver.
Quinto insiste repetidamente a Marco en sus méritos como orador. Tú, le dice, te has ganado la fama por tu valor como abogado, por tus dotes retóricas. Eres un grande de la palabra. Esa es tu nobleza. La «dicendi gloria», el «studium dicendi», etcétera.
Sin embargo, es exactamente la palabra que Marco tendrá que sacrificar literalmente en el transcurso de esta campaña. Tendrá que acomodarse a todos los que encuentre. Acomodar es el verbo utilizado varias veces en este sentido en el texto. Un hombre que ha hecho fortuna con el uso de la palabra tendrá que, si se quiere ser honesto, prostituirla en el comercio con cualquiera. No se trata solo de la búsqueda del aptum, es decir, del argumento que conviene a cualquier público. Se trata de un auténtico envilecimiento del instrumento lingüístico. Si, como quiere Quinto, Marco tendrá que cambiar sus palabras y sus pensamientos para amoldarse a quien tenga delante, esto significa que toda la valiosa parafernalia oratoria se reduce de hecho a un mero instrumento de contacto, es decir, a lo que se ha llamado tantas veces la función fática y táctica del lenguaje. Terrible castigo, espantosa decadencia para un artista de la palabra.
¡Lo que no se hace en nombre del poder!
*Posdata: prefiero no dirigir ni nombre expresamente esta carta a ningún candidato al noble servicio de la política en la res publica. Y, por supuesto, si hay atisbo de ácida ironía en mi escrito, ruego que se me disculpe. Con todo, los maestros antiguos también iluminan el tiempo presente y futuro. Por eso, su lectura y estudio son recomendables −no voy a decir de obligado cumplimiento−.