Nora Vázquez
Jurista y sanitaria

El odio en las instituciones y la sociedad

Allá en los albores de la civilización, cuando el hombre primitivo aún se cubría con pieles y se comunicaba a través de gruñidos, ya existía el odio. ¿De dónde viene? Algunos dirán que es una reacción natural ante la amenaza, una forma de protegernos de lo que consideramos diferente o peligroso. Otros argumentarán que es un sentimiento aprendido, inculcado por una sociedad que nos educa en la discriminación y el prejuicio. Y luego están los que creen que el odio es una pulsión intrínseca, una fuerza oscura que reside en nuestro interior y que emerge cuando menos lo esperamos.

Sea cual sea su origen, lo cierto es que el odio ha estado presente en todas las épocas y culturas. Ha sido el motor de guerras, genocidios y todo tipo de atrocidades. Ha inspirado leyes injustas, diseñadas para oprimir y marginar a determinados grupos humanos. Pensemos, por ejemplo, en las leyes raciales de la Alemania nazi, que negaban los derechos más elementales a los judíos y sentaron las bases para el Holocausto.

Pero el odio no solo se manifiesta a gran escala, en forma de conflictos y leyes opresivas. También se filtra en nuestro día a día, en nuestras relaciones personales, en nuestros prejuicios y estereotipos. Odiamos al vecino por su ideología política, al compañero de trabajo por su forma de vestir, al extranjero por su color de piel. Odiamos lo diferente, lo que no encaja en nuestros esquemas mentales.

Y lo peor de todo es que a veces ni siquiera somos conscientes de nuestro odio. Lo disfrazamos de indignación, de crítica, de preocupación. Nos decimos que no odiamos a nadie, que solo estamos defendiendo nuestros valores, nuestra identidad, nuestra forma de vida. Pero en el fondo, lo que sentimos es odio puro y duro. Un odio que nos corroe por dentro, que nos amarga la existencia y que nos impide ver la humanidad en el otro.

¿Por qué odiamos? Esa es otra pregunta difícil de responder. Quizá odiamos por miedo, por inseguridad, por envidia. Quizá odiamos porque nos han enseñado a odiar, porque hemos interiorizado los prejuicios y estereotipos de nuestra sociedad. ¿O quizá odiamos simplemente porque somos humanos, y el odio forma parte de nuestra naturaleza? Una excusa simplista que algunos defienden.

El odio también anida en las instituciones, en los cuerpos de seguridad del Estado, encargados de proteger a la ciudadanía. Hemos visto demasiadas veces cómo algunos, cegados por la rabia o el prejuicio, abusan de su poder y maltratan a personas inocentes, simplemente por su color de piel, su origen o su orientación sexual.

Aunque no hay cifras oficiales, organizaciones de derechos humanos como Amnistía Internacional y la Coordinadora para la Prevención y Denuncia de la Tortura documentaron numerosos casos de torturas y malos tratos, especialmente contra personas detenidas por su vinculación con grupos terroristas o por su origen étnico o social. Según Amnistía Internacional, entre 1977 y 1990 se registraron en España 1.272 denuncias de tortura y malos tratos. La mayoría de las víctimas eran personas detenidas por su presunta vinculación con grupos armados, pero también se registraron casos de tortura contra personas de origen extranjero, minorías étnicas y personas sin hogar. La tortura no solo deja secuelas físicas en las víctimas. También causa graves daños psicológicos, como estrés postraumático, ansiedad, depresión y dificultades para relacionarse con los demás. Es importante recordar que estos casos no representan la actuación de la totalidad de los cuerpos de seguridad, pero sí evidencian la necesidad de seguir trabajando para garantizar el respeto a los derechos humanos y prevenir cualquier forma de tortura o maltrato.

También en la justicia, que debería ser un baluarte de objetividad e imparcialidad, se ve contaminada por el odio que impregna la sociedad. Jueces y fiscales, influenciados por la presión social y el clamor de las masas, pueden tomar decisiones motivadas por el resentimiento y la sed de venganza, en lugar de basarse en pruebas y argumentos jurídicos. Se socava así la presunción de inocencia, un principio fundamental del Estado de derecho que garantiza que toda persona es considerada inocente hasta que se demuestre su culpabilidad.

Las masas, a menudo movidas por la pasión y la emoción, se convierten en juez y verdugo. Se dejan llevar por discursos incendiarios y demagógicos, sin analizar la información ni cuestionar los motivos de quienes los incitan al odio. La turba, enardecida por la ira, exige castigos ejemplares y no tolera ninguna voz disidente. Se crea así un ambiente de linchamiento y persecución, donde la justicia se convierte en un mero instrumento de venganza.

En la política, en la educación, encontramos muestras de odio, de discriminación, de intolerancia. Decisiones injustas, leyes opresivas, discursos incendiarios que fomentan la división y el enfrentamiento.

Pero lo más inquietante es que el odio parece estar ganando terreno en nuestra sociedad. Cada vez son más frecuentes los ataques racistas, los discursos xenófobos, las agresiones homófobas. Y lo peor es que muchas veces estos actos no generan el rechazo unánime que cabría esperar. Algunos incluso los justifican, los aplauden, los celebran.

Parece que una parte de la sociedad disfruta con el mal ajeno, se regocija con el sufrimiento del otro. La humillación, la vejación, la tortura, se convierten en espectáculos de masas, consumidos con fruición a través de las redes sociales.

En nuestra sociedad, el odio se ha banalizado, se ha convertido en algo cotidiano, casi normal. Se juzga y se señala con facilidad, sin tener en cuenta las consecuencias de nuestros actos. Se utiliza el odio como arma política, como herramienta para dividir y enfrentar a la sociedad. Se fomenta la polarización, la intolerancia y la cultura del miedo. Se olvida que detrás de cada persona hay una historia, una vida, unos sentimientos. Se pierde la empatía, la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Se construye un muro invisible que nos separa y nos impide ver la humanidad que nos une.

En una sociedad donde el odio se disfraza de justicia, la verdadera víctima es la humanidad misma.

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