Oskar Fernández García
Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación

El penetrable rostro de las derechas

La noche electoral del pasado 23 de julio dejaba, por parte de algunos dirigentes políticos, testimonios de un gran valor para todas aquellas personas dedicadas profesionalmente a la sociología, a la comunicación no verbal, a la politología, al periodismo, a las ciencias de la comunicación...

Entre los discursos orales de los máximos, al menos aparentemente, dirigentes –por ejemplo del PP y del PNV– y la expresión de sus rostros, sus gestos, su mirada, sus posturas... surgía de forma clara y evidente una franja, un muro disruptivo constante y sistémico entre lo que se decía y se intentaba comunicar y lo que se expresaba a través de la comunicación no verbal, tan sumamente difícil de minimizar u ocultar.

El caso de Alberto Núñez Feijóo, tal vez, constituyó uno de los ejemplos más paradigmáticos sobre la enorme contradicción entre el estado anímico y emocional del orador, observado a través de los evidentes indicadores de la comunicación no verbal, y su discurso oral.

El PP había ganado las elecciones generales, habían sumado millones de votos más, habían conseguido decenas de más escaños en la cámara baja del Estado español, la mayoría de los escaños en el Senado... Pero su rostro, lógicamente, reflejaba y transmitía con absoluta nitidez el profundo e insondable sentimiento de haber fracasado rotundamente.

Gran parte de las encuestas estatales auguraban un triunfo, una mayoría holgada y absoluta, a la suma de los votos de la derecha extrema y la extrema derecha. Por eso, y por haber creído y haber llegado al convencimiento de que era posible la predicción demoscópica; su rostro, sus ademanes y su expresión revelaban nítidamente su profundo abatimiento y postración, que no pudo ocultar ni él ni ninguna de las personas que le acompañaban en el escenario.

Esa situación tan sumamente contradictoria y tan pésimamente gestionada no sólo se daba en el ámbito estatal, sino que por estos lares, también ocurría algo muy similar e igualmente patético.

El presidente del EBB, Andoni Ortuzar, esa misma noche compadecía ante los medios de comunicación para realizar un balance de los subsodichos comicios. Las cámaras de televisión encuadraban, mediante un plano medio al mencionado burukide y a Aitor Esteban, detrás de ellos se situaban cuatro personas.

Andoni Ortuzar comenzaba su discurso refiriéndose en primera instancia a los logros alcanzados: «El PNV hace un balance satisfactorio de los resultados conseguidos en las elecciones generales» y además iban a «Volver a ser la voz vasca en Madrid», habían conseguido o logrado, también, mantener el grupo parlamentario y «parece que nuestros votos volverán a ser decisivos».

Evidentemente la realidad, de esa noche aciaga y amarga, para el PNV era diametralmente diferente a la que expresaba y exponía su máximo representante.

Respecto a las anteriores elecciones generales del 10 de noviembre de 2019, la perdida de votos se cifraba en la impresionante y contundente cifra de 103.220 personas que habían dado, literalmente, la espalda a esa formación. Habían perdido el 27’24% de las y los electores. Todo ello conllevaba la pérdida de un diputado en el Congreso y la de cinco senadores o senadoras en la cámara alta.

Esa estrepitosa y desoladora situación sociopolítica se encadenaba sobre otra exactamente igual, acaecida prácticamente dos meses antes, cuando se llevaron a cabo las elecciones municipales y forales, del 28M, en las que el partido creado, por Sabino Arana, se dio de bruces con la realidad imperante, perdiendo 86.393 votos respecto a los anteriores comicios, realizados en el año 2019.

Por lo tanto los rostros de pesadumbre, abatimiento y desazón del Sr. Esteban y del Sr. Ortuzar eran sumamente lógicos y coherentes con el desmoronamiento y postración anímica y emocional que tenían que sentir y padecer. Pero tanto Ortuzar como Feijóo de manera absolutamente deliberada, premeditada, analizada y acordada –cada uno de ellos con sus respectivos equipos– optaron por transmitir una realidad que no existía de ninguna de las maneras.

En ambos personajes, el supuesto, e impostado convencimiento sobre lo que exponían, sobre los análisis, las conclusiones, el nivel de satisfacción... que expresaban y trasladaban a su entregada y alienada audiencia no tenía otra finalidad que la de no reconocer, pasase lo que pasase, su absoluto fracaso e intentar, vanamente, dibujar una realidad ficticia e intangible.

Durante los primeros compases de la segunda década del S. XXI, el presidente de la Generalitat Artur Mas proclamaba que «una nueva transición estaba en marcha» en su país.

Al año siguiente, en 2012, comenzaban las multitudinarias e impresionantes manifestaciones, que asombraron a Europa entera, y que se desarrollaron sistemáticamente durante todo el «procés», cuyo punto de inflexión llego el 1 de octubre del año 2017. Una fecha marcada a fuego por la brutalidad desmedida, incompresible, absolutamente desproporcionada, cruel y despiadada, desatada como una dantesca pesadilla por los llamados cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado español contra el pueblo catalán, por querer ejercer un derecho humano fundamental, inalienable y universal: expresarse, democráticamente, mediante la utilización de las urnas.

El «procés» conllevó y supuso en el Estado español –anclado en una mentalidad medieval, al menos en lo que respecta a su «sacrosanta» «unidad de destino en lo universal», frase que se repitió durante el franquismo hasta llegar al paroxismo– una violenta reacción irracional, absolutamente ilógica, completamente desproporcionada y profundamente ignorante y necia, que alzó un muro de incomprensión, de intolerancia e intransigencia sobre el que se erguían y ondeaban miles y miles de banderas españolas, que hasta ese momento habían sido inexistentes; y el vocablo España y su gentilicio comenzaron a tener un uso masivo y extensivo, hasta llegar al desgaste semántico inherente a ambos vocablos, para intentar sugerir algo más sociopolítico que lo meramente lingüístico.

En ese contexto enrarecido e insoportable –en el que la supuesta ruptura, división o quiebra de esa unidad «sacrosanta», heredada de la aborrecible esencia del franquismo, se hacía hegemónica– se elevaba a una categoría conceptual, equivalente a un mandato o precepto cuasi divino, los términos España y español.

Ambos adquirirían un nuevo sentido y significado más propio y cercano al deleznable nacionalcatolicismo que al del campo semántico. Se les impregnaba de una aureola positiva y de algo intrínsecamente bueno y elogiable. Lo mismo que se hizo durante los siniestros y execrables años de la inquisición con el término cristiano. Por lo tanto mencionar en cualquier texto la palabra España y su correspondiente gentilicio –y cuantas más veces mejor– se convertía, per se, al escrito en algo sublime y digno de alabanza.

Por increíble y extraordinario que pueda parecer esa mentalidad político-espiritual y nacionalcatólica permanece incólume, en millones y millones de personas; prueba irrefutable es el discurso que la noche del 23J –día de las eleciones generales a las Cortes españolas, el candidato del PP–, Alberto Núñez Feijóo, arrojaba desde su privilegiado estrado. En su exposición oral, basada en un texto escrito al que continuamente miraba, mencionó, aproximadamente veintidós veces, el término España, bien como sustantivo o gentilicio. Sí eso es, 22 veces.

Pedro Sánchez, esa misma noche y en otro lugar de Madrid, durante su discurso también recurrió a la utilización del mágico recurso de los vocablos España y español.

En este caso como su exposición fue bastante más breve, utilizó siete veces ambos términos.

Al igual que durante la Baja Edad Media mencionar que se era «cristiano viejo» confería, inmediatamente, a esa persona, un estatus superior, una aureola de virtuosismo y un rosario de bondades, que evidentemente no tenía por qué poseer, ya que todo era consecuencia y fruto de una mentalidad colectiva nada evolucionada e inmersa en una serie de creencias absolutamente alienantes. Hoy en día transcurridos unos cuantos siglos desde aquella forma aborrecible de interpretar el mundo y la vida, aún se sigue asignando a determinados vocablos un sentido semántico que nada tiene que ver con la realidad que representan.

España, al igual que el nombre de cualquier otro estado, hace referencia, exclusivamente, a un país situado en unas coordenadas concretas del planeta Tierra, con unas características geográficas específicas, determinadas por elementos geológicos, orográficos, hidrográficos, climatológicos... a los que habría que añadir los insoslayables aspectos históricos, antropológicos, sociopolíticos, etc. En definitiva un espacio físico que abarca diferentes regiones y naciones sin estado... y ahí terminaría y finalizaría el contenido semántico y conceptual del vocablo. Por lo tanto por muchas veces que alguien repitiese ese «sustantivo propio» en su discurso, exposición o charla, no se debiera de considerar, de ninguna de las maneras, como algo mejor, más elevado o positivo.

Por lo tanto al uso reiterado y repetitivo del gentilicio español o española le pasaría lo mismo. Es obvio que ser ciudadano o ciudadana de cualquier estado no confiere a las y a los individuos ningún tipo de característica superior ni ninguna capacidad especial o encomiables aptitudes, de ninguna de las maneras. El gentilicio exclusivamente indica y manifiesta la nacionalidad de una persona o de un colectivo.

Esa noche del 23J en la sede de Ferraz, del PSOE, y ante las personas que se aglomeraban en la calle, tanto el presidente de ese país, el Sr. Pedro Sánchez, como las cuatro personas que le acompañaban en su comparecencia, manifestaban y expresaban una gran alegría, desbordante, risueña y gozosa, como si se hubiese conseguido una victoria aplastante, rotunda e inequívoca contra: la brutalidad, el neoliberalismo, la sinrazón, el odio, la homofobia, la aporofobia, el racismo, el antifeminismo, el negacionismo del cambio climático y de la violencia de género, la intolerancia, la xenofobia, la insensibilidad social, etc. Pero la realidad es triste y deplorablemente diametralmente opuesta a esas caras alegres, sonrientes y exultantes.

La cruda, terrible y desoladora realidad es que entre el voto progresista y de izquierdas y la masa de votantes de derechas, de derechas extremas y de extremas derechas sola y exclusivamente se diferencia en la mínima y escalofriante cifra de menos de un cuarto de millón de votantes aproximadamente... y, encima, a favor de la intolerancia, la intransigencia y la inhumanidad de esas derechas.

El Estado español es un país de altísimo y gravísimo riesgo involucionista.

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