Oskar Fernandez Garcia
Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación

El terror que no cesa: el ancestral odio contra lo diferente

Se había pasado del pecado al delito, sin la más mínima consideración, sin discernir en absoluto entre el ámbito de lo religioso, las creencias, y el ámbito de lo público

¿Qué aborrecible y deleznable mentalidad movía al siniestro individuo que el pasado 10 de julio, en Bilbao, ante un acto de afecto, cariño, atracción y amor, como puede ser un beso entre dos chicos jóvenes, desencadenaba en su cerebro una respuesta tan violenta, brutal y extemporánea?

Sin lugar a dudas, la misma que impelía y dirigía a una manada de trece abominables personajes, el 6 de junio en Basauri, a propinar una brutal y despiadada paliza homófoba, al joven Ekain de 23 años.

Al sobrecogedor y aterrador grito de «maricón de mierda», le dejaron inconsciente y tendido en suelo como si fuese un trapo.

Exactamente la misma y execrable mentalidad de otra manada, en este caso en A Coruña que, el día 3 de julio, enarbolando como estremecedor ariete de odio el vocablo «maricón» descargó sobre el cuerpo del joven de 24 años, Samuel Luiz, una espantosa, cruel y bestial paliza que le arrebató la vida, en un acto criminal y vandálico de proporciones dantescas.

Todos esos abyectos y miserables individuos a pesar del tiempo transcurrido, 85 años desde el vil, brutal y despiadado asesinato de Federico García Lorca, mentalmente, y a través de una fatídica e invisible secuencia de aborrecibles creencias inhumanas, retrógradas, intolerantes, inflexibles y totalitarias, se encuentran mucho más próximos e indisolublemente unidos a aquella aborrecible y despreciable caterva de individuos que cometieron el vil, inhumano y homófobo crimen contra el inmortal y excelso poeta granadino, que al común de las personas que habitan el S. XXI.

La mentalidad de esos individuos pendencieros, homófobos, criminales y asesinos, que en grupos, en manadas o solitarios son capaces de insultar, agredir, vejar, golpear, y llegar a matar a una persona por la insignificante e irrelevante razón de considerarla diametralmente diferente de su concepción binaria del género humano -donde todas las personas han de ser heterosexuales- les sitúa sociológicamente en épocas pretéritas y detestables cómo la que existía, en muchos y diferentes estratos sociales, en los albores del S. XX y supuso el magnicidio del «poeta, prosista y dramaturgo de mayor influencia y popularidad de la literatura española de ese siglo», el inolvidable y extraordinario García Lorca.

Los despreciables y viles individuos que actuaron en Basauri, en Bilbao, en A Coruña -y en otras tantas ciudades, villas y pueblos del Estado español, extendiendo su irrefrenable odio y violencia desatada sobre una parte muy importante y fundamental de la población, que un Estado indolente e ineficaz es incapaz de asegurar su integridad física y psíquica- son una espectral y dantesca reproducción de aquellos energúmenos y despreciables fascistas que participaron aquel aciago y luctuoso día de mediados de agosto de 1936 en la detención y asesinato del autor de “La casa de Bernarda Alba”.

Entre aquellos miserables, mezquinos y fascistas personajes que detuvieron a García Lorca sobresalía, por su arrogancia, prepotencia y vileza, Juan Luis Trescastro de Medina. «Un personaje de cierta relevancia durante el primer tercio del S.XX en la ciudad de Granada», de familia pudiente, abogado, Vicepresidente de la Diputación Provincial de Granada, posteriormente «Jefe Superior de Administración Civil, con tratamiento de Ilustrísimo».

Desde aquella fatídica madrugada del 18 de agosto de 1936, teñida de roja sangre e insondable dolor, Juan Luis Trescastro de Medina, hasta su muerte se jactó, alardeó y presumió de «haberle dado dos tiros a García Lorca en el culo, por maricón». Y a pesar de ese aborrecible y descomunal crimen homófobo y fascista el ultra nacionalcatolicismo, en su esquela de 1954, proseguía tratándole de «ilustrísima».

Ese era el asombroso y escalofriante nivel intelectual, ético, psicosocial y político de los sublevados fascistas, que terminaron años después, en abril de 1939, consumando su aborrecible y criminal golpe de estado contra la II República.

Los posteriores cuarenta años de una despiadada y brutal dictadura, más una “transición modélica” que reconvirtió a millones de redomados franquistas -mediante el inescrutable arte de birlibirloque, de ingeniería política- en demócratas de toda la vida, explica, desde el punto de vista de la psicosociología, de una manera bastante elocuente y meridiana la causa y la razón de porqué aún permanece enquistado el aborrecible y despreciable fenómeno psicosocial de odio, homofobia, rechazo, desprecio y animadversión a las personas pertenecientes, de una u otra manera, al colectivo LGTBIQ+

Esa brutal mentalidad, terrorífica y espeluznante, que se ha transmitido durante incontables generaciones e interminables siglos de dolor y barbarie, no tiene sus raíces ni su origen en tiempos prehistóricos, como daba a entender y manifestaba el consejero de Seguridad de esa Comunidad Autónoma de Vascongadas, el Sr. Josu Erkoreka: «Es una actitud pleistocénica. Es escandaloso que ocurra una situación así en nuestra sociedad», refiriéndose a la brutal agresión homófoba sufrida por el joven de Basauri, Ekain.

En todo ese inmenso periodo geológico del planeta Tierra, lógicamente, no hay constancia de ese tipo de aborrecibles y execrables actitudes. La realidad, como siempre, es más lacerante, próxima, insertada e inherente a unas sociedades concretas y a sus hábitos, costumbres, irracionales creencias, supersticiones, ritos y actos o sentimientos de fe, que se originan con la expansión del cristianismo por Europa.

Hasta el S. XIX, para referirse a las relaciones de empatía, cariño, atracción, amor… que surgían entre personas del mismo sexo se empleaba el peyorativo, vejatorio y humillante término de «sodomita».

Vocablo que se remonta a los primeros siglos del cristianismo, cuando se supone, que se redactaron los diferentes textos bíblicos que conformaron todo un imaginario que logró imponerse a lo largo y ancho de amplios y vastos territorios, del entonces mundo conocido.

El origen de la palabra «sodomita» se encuentra en la ciudad bíblica de Sodoma, mencionada en el Génesis y concretamente, en el capítulo 19, versos del 1 al 11, donde se narran los hechos acaecidos en esa ciudad y en Gomorra.

«La identificación del pecado de Sodoma con el sexo anal se encuentra por primera vez en un documento», atribuido a una persona conocida como San Agustín. A este personaje de Hipona, también se le atribuye la siguiente frase «El cuerpo de un hombre es tan superior al de una mujer como el alma lo es al cuerpo».

Según parece hasta el S.XI nadie había dejado por escrito el contenido y significado específico que se le asignaba al vocablo «sodomita» -a pesar de que es mencionado expresamente 46 veces en la Biblia, en su forma primigenia: «Sodoma» - fue el monje benedictino Petrus Damianus quién a través de su libro “Liber Gommorrhianus” determinó que la sodomía “incluía todas aquellas actividades sexuales que no servían para la reproducción”. Y no resulta muy difícil inferir que habiendo sido creados los órganos genitales para la exclusiva reproducción de la especie elegida, que habría de poblar la faz de la tierra, pasase a ser pecado toda actividad sexual no encaminada a esa divina finalidad de la procreación. De hecho, esta fue la primera obra que condenaba explícitamente las relaciones homosexuales.

Unos cientos de años antes, exactamente en la primera mitad del S.VI el emperador cristiano, del Imperio Romano de Oriente y su esposa Teodora, seguramente emplearon el mismo silogismo simplista y nada edificante que utilizaría siglos después el benedictino Petrus Damianus, para mediante edicto imperial prohibir «los actos contra natura», «amparándose en razones religiosas y motivos políticos». La ley, el edicto, preveía como castigo la castración y el humillante y vejatorio paseo público por las calles.

Pero, sin lugar a dudas, lo peor aún estaba por venir y tendrían que transcurrir varios siglos para encontrarse frontalmente contra un sólido e inmenso muro de intolerancia, barbarie, crueldad despiadada e inhumana, que se desplegó como una aborrecible pandemia contra los derechos legítimos, costumbres y hábitos de una gran cantidad de personas, hombres y mujeres, que durante diferentes épocas, culturas y latitudes habían mantenido, sin mayores problemas, sus orientaciones sexuales prácticamente incólumes.

A partir del S.XIII, las relaciones homosexuales fueron condenadas en el plano espiritual, como nefando y aborrecible pecado, por la Iglesia católica. Y debido a la estrecha y perniciosa relación existente entre la institución espiritual y las civiles, es decir, los reinos cristianos ibéricos, lo que se constituía en un pecado, exclusivamente en el plano y en el orden religioso, pasó a formar parte de la legislación civil de los mencionados reinos, convirtiéndose las «relaciones íntimas ente personas del mismo sexo» en un crimen inaceptable y execrable contra la moralidad dominante de esos reinos: Castilla, Aragón…

Se había pasado del pecado al delito, sin la más mínima consideración, sin discernir en absoluto entre el ámbito de lo religioso, las creencias, y el ámbito de lo público. Se sellaba, de esa forma ese binomio de connivencia, de mutua cooperación y simbiosis ideológica y de poder, por encima de todo.

Hasta el S.XIII, la «sodomía» no fue perseguida ni castigada en la mayoría de los países europeos. La actitud diametralmente opuesta cambió por razones de índole político, social, religioso y de poder que implicaron las brutales invasiones colonialistas, llamadas «Cruzadas», impulsadas por la máxima jerarquía de la Iglesia católica con fines totalmente espúreos - desde finales del S.XI hasta finales del S.XIII - con la excusa de conquistar la llamada «Tierra Santa».

Contra los musulmanes se desató toda una campaña política de desprestigio, intentando mostrarles ante los ojos de la cristiandad como abominables monstruos que asesinaban a obispos y sodomizaban a niños.

Las reformas emprendidas por la mencionada Iglesia católica, durante los siglos XI y XII, consolidaron un nuevo paradigma moral mucho más riguroso, represivo y alienante. Se fijaron los pecados de lujuria y entre ellos la «sodomía». «El sexo y el placer estaban inspirados por el mal y, en consecuencia, eran fuente de pecado». Toda actividad sexual pasaba a ser de interés y competencia jurisdiccional de esa Iglesia. Y sobre esos «criterios y fundamentos» teológicos la legislación civil comenzó a perseguir con inusitada animadversión a todas las personas denunciadas.

Finalizando el S.XII, en 1190, se estableció en Cuenca el primer fuero en condenar «las relaciones homosexuales». El mencionado texto establecía «la pena de muerte en la hoguera para aquellos que se viciaran por el ano».

Semejante «pecado y delito» durante siglos no solo supuso la cruel y despiadada persecución de las personas señaladas y estigmatizadas, sino que también se extendió la «culpa» a toda la población de las localidades, villas y ciudades en las que habitaban las personas perseguidas. De esa forma se convirtieron en auténticos chivos expiatorios de las desgracias que podrían asolar a esas poblaciones.

Los que no morían cruel y despiadadamente abrasados en la hoguera, podían ser castrados, expuestos a la cólera de las masas y sus bienes confiscados o si tenían suerte, fortuna y cargos importantes, serían inhabilitados para ejercitar esos cargos públicos.

«La caza del sodomita, tanto de hombres como de mujeres, formó parte de la vida cotidiana de los centros urbanos castellanos a finales de la Edad Media, ya que se concibió tanto como un arma política, como una forma de legitimar el poder de los gobernantes en su papel de garantes del bien común».

Un tiempo histórico tan dilato, a lo largo de tantos siglos, donde la connivencia y metamorfosis entre el poder espiritual y el terrenal formaban un binomio indisoluble para imponer a la ciudadanía un único y exclusivo paradigma moral -basado en textos religiosos diametralmente opuestos a la libertad-, sin lugar a dudas, ha dejado una huella imborrable en el genotipo de centenas y centenas de miles de individuos.

El Estado español ha estado prácticamente siempre, a lo largo de toda su tediosa y aborrecible historia, gobernando por monarquías, cuya identidad fundamental ha sido sistemáticamente mantener al pueblo en la indigencia, en el sometimiento de una imposición concreta, la de un credo alienante, y sumido en la condición esclavista de súbdito y vasallo.

Los escasos y anecdóticos periodos constituyentes fueron barridos y exterminados por la brutalidad antidemocrática de las mentes monárquicas y el fuego asesino de sus armas, al igual que los poquísimos estallidos revolucionarios, que terminaron acribillados por las balas de la extrema intolerancia y de una aporofobia que rallaba en el paroxismo.

Y esa brutal realidad histórica, psicosociológica, ética, sociopolítica, religiosa, cultura, socioeconómica, científica y educativa no se puede eludir, de ninguna de las maneras, sino que hay que tenerla en cuenta, muy presente y analizarla, llevando a cabo un diagnóstico preciso e invirtiendo todo tipo de recursos humanos y económicos para eliminar semejante carga y lastre homófobo en una sociedad del S. XXI, que lamentablemente manifiesta y padece unas connotaciones, modelos, pautas de conducta, actitudes y mentalidades estremecedoramente medievales.

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