Asier Ventimiglia
Sociólogo

El trumpismo o el culto a la personalidad

El culto a su personalidad le permite que miles de trumpistas salgan a la calle a no aceptar el resultado por la legitimidad que aflora la figura de Trump como el salvador del «nosotros» frente al «ellos».

Que el presidente Trump perdiera las elecciones no supone que el sueño americano reaccionario del trumpismo ni los objetivos políticos de su máximo exponente hayan llegado a un epílogo; detrás del resultado de los votos electorales siguen habiendo una gran cantidad de estadounidenses que siguen apoyando a capa y espada al mesías de sus sueños políticos más eróticos. Donald Trump no solo ha sido el 45º Presidente de los Estados Unidos, sino que además se ha constatado como un icono político que perdurará durante muchos años más y que estará soplándole en la nuca a la futura administración de Biden y Harris.

La carrera política definitiva de Donald Trump empezó en la Trump Tower de Nueva York allá en el año 2015 bajo una clara apelación a la necesidad de romper con el tradicional sistema político estadounidense, aupándose en las consecuencias derivadas de la crisis del 2008 para legitimar su postura como político que desmantelaría el sistema bipartidista de Estados Unidos. Por ello, a diferencia del resto de candidatos a la nominación republicana de 2016, Trump no apeló a la unidad del Partido Republicano, sino a la personificación del partido entorno a su figura como símbolo del tercer agente político, el alternativo, el de la nueva política populista, en la carrera hacia la Casa Blanca. Por un lado estaban los demócratas y los republicanos; y por el otro estaba Donald J. Trump, un magnate inmobiliario con una estrella de Hollywood que entendía mejor que el resto de aspirantes cómo funcionan los medios de comunicación y, sobretodo, el poder de la fama.

A diferencia del resto de candidatos, el carisma de Trump venía de facto con su campaña, pues la capacidad de un showman por convertir unas primarias políticas en un show le hicieron ganarse el foco de las cámaras de los principales medios de comunicación del país. Su odio hacia la CNN –a la que etiqueta como «Fake News»– constituye otra forma de hacerse con la atención de todo el mundo, convirtiendo todo el país en un plató de lo que vulgarmente denominamos como la telebasura. La trampa de Trump por acaparar la atención de los medios informativos y comunicativos alimentó recíprocamente la imagen políticamente simbólica del presidente republicano con respecto a sus potenciales seguidores.

Esta alimentación provocó que todo el partido se volcara entorno a la figura de Trump, permitiendo que el candidato multimillonario exaltara su imagen y lograra constituirse como una alternativa personificada y no ideológica para hacer frente a los retos sociopolíticos y económicos que Trump quiso poner encima de la mesa. La política en Estados Unidos pasó de ser un juego aritmético por alcanzar los mínimos 270 votos electorales a un escenario de talento, a un escenario mediático para ver qué tweet polémico escribiría el republicano. Esta transición dio paso al nacimiento del trumpismo, que no dependía de si el figurante llegaba o no a la Casa Blanca, sino de cuanto lograría hacer que la población interiorizase su mensaje con el directo e indirecto apoyo de los medios de comunicación e información. La campaña de Trump entendió que lo importante no es quién transmite el mensaje, sino la fuerza del mensaje en sí: el qué, cómo y para qué (¿o acaso hemos olvidado a Steve Bannon, el primer mensajero?). A pesar de la expulsión a Trump de la Casa Blanca, saben que matar al mensajero no destruirá el mensaje, y que el fantasma del trumpismo volverá a reaparecer mientras la estructura social dominante, así como las formas de ver, pensar y sentir sean las mismas.

Inclusive, a tenor del rechazo de Trump al resultado electoral de este año, el mensaje que su figura ha externalizado estos cuatro años le permite determinar la diferencia entre legalidad y legitimidad basada en la necesidad construida por la frustración reaccionaria, por lo que su falta de aceptación por el resultado se basa en creer que él es el salvador del sueño americano, y que nadie, ni el recuento oficial, puede robarle ese sueño a los estadounidenses. Su figura está por encima de la ley porque él es «la nueva ley», pues el trumpismo legitimado ha elaborado una nueva forma de redefinir al orden y que trasciende de las leyes (clásico modus operandi del fascismo). El culto a su personalidad le permite que miles de trumpistas salgan a la calle a no aceptar el resultado por la legitimidad que aflora la figura de Trump como el salvador del «nosotros» frente al «ellos».

Su mensaje de enfrentamiento, que se tradujo por los fanáticos de extrema derecha como «lo políticamente incorrecto», rompía con la idea de la política como ciencia con un lenguaje autorreferencial, así como con la barrera de la sociedad y la política institucional. De cuello para abajo Trump no deja de ser un clásico hombre blanco, rico y heterosexual uniformado, pero su discurso y su extravagante carisma superficial y capilar mostraron la apariencia simbólica de una nueva política reaccionaria que añora lo que fue pero que necesita de lo nuevo para perdurar. «Hacer América Grande Otra Vez» es la definición de esa añoranza reaccionaria por una sociedad ortodoxa convertida en problema de (y para) la modernidad. Y esa añoranza, hoy convertida en el trumpismo, es el legado que deja Trump por muchos años más.

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