Oskar Fernández García
Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación

El vacuo y superfluo discurso de una institución anacrónica e irrelevante

El último discurso del mencionado monarca dirigido a la nación –independientemente de quién o quiénes lo hayan pergeñado, pensado y redactado– es tan simplón, irrelevante, etéreo, mesiánico y absurdo que desacredita completamente a quien lo asume y lo difunde.

El máximo representante del Estado español, el rey Felipe VI, se dirigió a la ciudadanía de ese Estado, mediante emisión televisiva, en horario de máxima audiencia, el pasado miércoles día 18 de marzo. Constatándose por enésima vez que esa anacrónica, extemporánea, parasitaria e ilegítima institución monárquica es absolutamente incapaz de aportar sociopolíticamente nada en absoluto al conjunto de las clases trabajadoras, en su inalienable derecho de mejorar, considerablemente, sus condiciones de vida en todos los ámbitos.

En ese yermo intelectual, cultural y sociopolítico, es decir en el Estado mencionado, la inmensa mayoría de la clase política son personas absolutamente grises, mediocres, ramplonas, sin capacidad de iniciativa, excepto para transferir fondos públicos a bolsillos privados.

Privilegiados políticos que, supuestamente, ejercen como representantes del pueblo soberano –como recoge la Constitución de 1978, en su Artículo 1, apartado 2– pero al que se le impide de manera deliberada, sistemática y con todo tipo de medidas ejercer esa soberanía.

Personas que desempeñan diversos cargos a lo largo de los diferentes ámbitos administrativos: locales, provinciales, parlamentos autonómicos y en las Cortes Generales de ese Estado monárquico, con sueldos, prebendas y oropeles que no se corresponden en absoluto con sus capacidades, valores, conocimientos, dedicación, entrega y entusiasmo al servicio público.

Muy al contrario ellos y ellas no aportan –en su inmensa mayoría– ni un ápice al prestigio, estima y atracción por las instituciones donde ejercen, sino que son los propios cargos que ocupan y las instituciones en donde han sido ubicados y ubicadas las que les elevan y les confieren un cierto carisma y halo de credibilidad, capacidad y eficiencia. Imagen que se desvanece nada más que intentan articular cualquier tipo de discurso, dar una opinión, realizar una argumentación, exponer una idea, defender una postura o estampar una firma en cualquier documento o expediente.

Dentro de esa nefasta y parasitaria clase política –que proliferó, se enquistó y se mantiene así misma a salvo de cualquier iniciativa popular– se entronca de manera sólida, férrea e inamovible una monarquía aborrecible y deplorable. Impuesta, desde el último tercio del siglo pasado, por un sistema fascista, cruel y asesino, que asoló, devastó y convirtió en un auténtico erial sociopolítico, educativo, cultural, intelectual, artístico, sindical, laboral… el Estado español; destruyendo, aniquilando y exterminando a la propia II República española y todo su maravilloso, extraordinario y encomiable legado.

Una monarquía y dos monarcas que se acoplan perfectamente al perfil descrito de esa clase política mayoritaria. Dos reyes: el padre, absolutamente nefasto, de una incapacidad para ejercer el cargo paradigmática, ramplón hasta el paroxismo y de una avidez insaciable por amasar dinero. Una lacra impresionante y descomunal para el erario público.

Su hijo, Felipe VI, exactamente igual que su predecesor. Es la corona que porta, la acumulación de privilegios, palacios, títulos nobiliarios, públicos y políticos los que vanamente intentan transmitir una imagen de hombre de estado, de persona por encima de la inmensa mayoría de sus súbditos y súbditas. Pero todo ello es en vano. Han intentado transmitir, y siguen haciéndolo, una imagen de esa persona como si atesorase cualidades, capacidades, sensibilidades, valores... por encima de la media de los mortales. Pero hoy en día ya no resulta tan fácil, o no debiera de ser así, hacer creer que la corona y el cetro van unidos indisolublemente a capacidades, actitudes y sensibilidades a prueba de cualquier tipo de objeción, análisis y/o examen sociopolítico.

El último discurso del mencionado monarca dirigido a la nación –independientemente de quién o quiénes lo hayan pergeñado, pensado y redactado– es tan simplón, irrelevante, etéreo, mesiánico y absurdo que desacredita completamente a quien lo asume y lo difunde, arrastrándole por los derroteros del simplismo y del oprobio.

Al margen de los tediosos, elementales y cándidos discursos de navidad, el actual rey borbónico decidió intervenir públicamente contra los ejemplares, encomiables y legítimos deseos del pueblo catalán por poder votar libre y democráticamente aquel inolvidable 1 de octubre del 2017.

La casa real reaccionaba, con premura y urgencia, de manera furibunda y belicosamente contra toda la nación catalana. En aquel texto acusaba constantemente a las autoridades catalanas, empleando la expresión de «determinadas autoridades» de cometer aborrecibles felonías contra el sacrosanto imperio español.

Eran acusadas de haber demostrado «una deslealtad inadmisible hacia los poderes del Estado». ¿Deslealtad?

Estas personas, nacidas en regia cuna y quienes les apoyan y les utilizan como símbolo e imagen alienante, deben creer y pensar que aún la sociedad se encuentra mentalmente en la Edad Media, entre los siglos X y XI, donde los señores feudales establecían un vínculo feudal entre ellos y los siervos, en los que éstos últimos tenían la imperiosa, inquebrantable y totalitaria obligación de mostrar lealtad y ser leales a sus señores.

Han transcurrido mil años, pero, deplorablemente, para muchas personas esas mentalidades crueles permanecen incólumes.

Aquel tres de octubre del 2017, Felipe VI sólo tenía acusaciones, reproches e indignación contra «determinadas autoridades» catalanas; obviando deliberadamente al pueblo catalán y al conjunto de organizaciones sociales y culturales que habían impulsado durante varios lustros las ansías legítimas y encomiables –por parte de la mayoría de un pueblo– por conseguir un referéndum democrático y legal por la independencia de su país.

Aquel aborrecible texto no hizo ni la más mínima mención a la participación del pueblo catalán –durante los largos y dilatados años de modélica y admirable lucha, y a sus organizaciones de base– en la consecución y materialización del referéndum por la independencia de su país por encima de todo tipo de trabas, adversidades y de una brutal, desmedida y terrorífica represión.

Toda la diatriba, y el descomunal peso opresivo de las instituciones y leyes del Estado español, se dirigían exclusivamente contra las mencionadas autoridades catalanas. De esta forma se evitaba tener que llevar ante los tribunales a decenas y decenas de miles de personas, provocando un escándalo internacional de proporciones mayúsculas en todo el planeta, y al Estado y a la corona les bastaba con doce personas encausadas.

El referéndum catalán a la monarquía de ese Estado le supuso un trauma absoluto, ante la inverosímil e improbable posibilidad de quebrantar y romper su santa, adorable y celestial unidad territorial hasta el punto que se calificaban los hechos acaecidos y el contexto sociopolítico como «momentos muy graves (...) difíciles (...) muy complejos (...) una (...) situación de extrema gravedad».

Ante la epidemia provocada por el patógeno Covid-19, la misma casa real y el mismo monarca no han tenido la celeridad ni, aparentemente, la misma imperiosa necesidad, que hace dos años tuvieron para demonizar a toda una nación y a sus instituciones. Se han tomado su tiempo para redactar y leer un comunicado que parece una arenga y una exaltación de campamento de scouts o un escrito tras finalizar unas jornadas religiosas de retiros espirituales.

El comunicado es tan simplón, tan superficial, tan manido, tan recurrente a esos sentimientos –que afloran a borbotones en un muchas personas, pero que tristemente no pasan de la imperiosa inmediatez, y que con el tiempo se desvanecen sin haber logrado ni la más mínima incidencia en un cambio sociopolítico que mejore y alivie notablemente la vida de la inmensa mayoría que forma la estratificada y monolítica pirámide social de ese país– que revela nítidamente no sólo qué tipo de persona está detrás de esa imagen y debajo de esa corona borbónica, sino también que esa lamentable institución carece de ideas, recursos, posibilidades y lo más grave de un interés real por involucrarse de forma clara y meridiana y con todos los recursos humanos y económicos a su alcance contra la epidemia.

¿Pensará esa casa real que un simple comunicado, una fugaz comparecencia, pueden suscitar entre la ciudadanía algún tipo de apego o transmitir una loable imagen de ese máximo representante del Estado?

Para esa regia institución la actual y terrible epidemia con casi 20.000 personas infectadas, de las cuales 1.141 están en las UCI, con 1050 muertes y lo mas dantesco y sobrecogedor que «es muy probable que los datos infravaloren la realidad», con la población confinada; con la cultura, la educación, los pequeños y medianos comercios, gremios enteros y sectores de la producción suspendidos o paralizados completamente; el Banco de España prediciendo una situación socioeconómica y laboral como «una perturbación sin precedentes»…, es, simplemente, «una grave situación, una crisis sanitaria muy seria y grave, que genera momentos de mucha inquietud y preocupación» y sin embargo los acontecimientos en torno al 1de octubre del 2017 en Catalunya los llegaba a calificar de «extrema gravedad».

Mediante este comunicado sobre la pandemia queda de manera clara, rotunda y meridiana cuál es la real preocupación, inquietud y quebradero de cabeza de la corona española, que siendo incapaz de hallar ni de proponer ninguna solución al desastre generado en la sanidad pública, tiene que recurrir, en una situación tan increíblemente dolorosa, trágica y angustiosa, a mensajes de tipo evangélico, bíblico, religioso y mesiánico.

Mensajes completamente irrelevantes y manidos. Frases como «enviar todo mi cariño y afecto (...) A todos vosotros mucha fuerza y mucho ánimo (...) Tenéis nuestra mayor admiración y respeto, nuestro total apoyo (...) Gracias a todos, ánimo y adelante (...)» que se pueden y se utilizan en otros muchos contextos y que simplemente sirven para intentar rellenar vanamente los inconmensurables vacíos existenciales de una institución extemporánea y arcaica.

La Constitución española tiene que derogar inmediatamente, en su articulado, la inmunidad del rey; las Cortes Generales de ese país tienen que convocar lo más rápidamente posible un referéndum sobre la monarquía; los partidos políticos democráticos –que hay muy pocos– tienen que ondear a los cuatro vientos la única bandera legitima de ese Estado, la republicana, impulsando con toda su fuerza y recursos humanos y económicos el referéndum y el pueblo soberano –por reconocimiento constitucional– junto con todo tipo de asociaciones, organismos, sindicatos y partidos de izquierda impulsar, reclamar, demandar y exigir el fin de la monarquía.

La derogación de la monarquía es un derecho inalienable del pueblo soberano.

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