Joseba Pérez Suárez

¿Enfrenta el referéndum?

Ha sido la de la superministra de Sánchez, María Jesús Montero, la última de las voces que regularmente, desde el constitucionalismo, ponen el acento en el supuesto «enfrentamiento» que ocasionaría un referéndum sobre el futuro político de comunidades como la catalana, en este caso, o la vasca en tantos otros. Enfrentamiento que la ministra no contempla como reacción casual, precisamente, sino como algo buscado conscientemente, porque, según dice, «no compartimos lo que detrás de ese elemento va, que es intentar volver a enfrentar a catalanes» (elDiario.es, 23/12/23). Algo que lleva a pensar por qué esa misma disquisición no se plantea con pasados referéndums como el de la propia Constitución o el de la OTAN, con las mismas consultas electorales periódicas, la polvareda que levantan los habituales Madrid-Barça o las mismas celebraciones familiares navideñas con cuñados frente a frente y separados por una bandeja de langostinos y sí, en cambio, con toda consulta que pueda cuestionar el «statu quo» político actual. ¿Tiene la ministra, quizás, intención de poner coto a todo cuanto genera debate en nuestra sociedad o simplemente confunde la velocidad con el tocino y el enfrentamiento con la disparidad de criterios?

Resulta anacrónico presentar como un ejercicio de democracia consolidada el hecho de preguntar a la ciudadanía cada cuatro años por quién prefiere ser gobernada, pero renunciando a conocer, previamente, lo que esa misma ciudadanía desea como modelo de gobernanza. Se nos dice que porque esa consulta busca enfrentar en vez de unir, pero nadie nos explica por qué enfrenta el hecho de cuestionar a esa ciudadanía si prefiere, por ejemplo, monarquía o república para organizar su vida o si un colectivo determinado desea continuar formando parte de un país o regirse por sus propias normas porque le resultan más cómodas o más naturales. Salvo que sea por una cuestión de respeto... o de falta del mismo, más bien, y no precisamente por parte de quien propone la consulta. Nunca entendí que alguien que se dedique a la política prefiera desconocer lo que piensa la comunidad a la que representa sobre las cosas que le afectan directamente en su vida diaria, salvo que el concepto de democracia que maneje diste mucho del que refleja el diccionario.

Ha llovido desde que aquella Victoria Prego que pasaba por periodista de cabecera del constitucionalismo más rancio, nos desvelara el «descuido» del difunto Adolfo Suárez en el que reconocía que si no se consultó a la ciudadanía estatal sobre sus preferencias por la monarquía o la república como forma de gobierno fue porque las encuestas previas que realizaron dejaban claro que la de los borbones no era, ni de lejos, la opción preferida y que se optó por evitar la consulta como la solución al problema, algo muy lógico para quienes hasta entonces acostumbraban a anudarse la corbata negra habitualmente sobre camisas de color azul mahón. Una sociedad que tiene vetado ejercer su derecho a decidir sobre cuestiones básicas que afectan a la forma de organizar su propia gobernanza jamás podrá considerarse libre, democrática, ni soberana.

Sostener que, en el seno de un Estado que se nos vende como una democracia consolidada, quien opta por preguntar a la ciudadanía sobre asuntos que son de su absoluta incumbencia busca el enfrentamiento deliberado, solo es propio de quienes, como en el caso español, confunden referéndum con golpe de estado y alzamiento militar con la «pelea de nuestros abuelos», por rescatar la definición de la dictadura franquista que realizaba, hace poco más de un año, el gallego que lidera la díscola derecha estatal. En suma, gente que tiene sus valores democráticos absolutamente alterados o, simplemente, carece de ellos.

Para quienes viven enredando con los conceptos, la reflexión del escritor catalán Jaume López: «no se reivindica el derecho a decidir porque se sea una nación, sino que se es nación porque se reivindica el derecho a decidir». Son muchísimas las veces que hemos tenido que escuchar, de constitucionalistas de todo pelaje, aquello de que habitamos una misma «casa común», que formamos una familia bien avenida y que nuestro futuro bajo el mismo techo es la mejor y única opción a futuro, por lo que la interrogante surge espontánea: cuando quienes defienden ese planteamiento a capa y espada alcanzaron su mayoría de edad y se emanciparon de la vivienda familiar en la que residían... ¿Requirieron previamente la aprobación de todos y cada uno de los componentes de su familia, valoraron el supuesto enfrentamiento que, al parecer, se suscita en su seno o simplemente comunicaron fecha y hora? No hay más preguntas, señoría.

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