Entitativa vacuidad
Moeller ya acusaba a la filosofía de Sartre de que en la misma «conocer» consistía en «nihilizar» el objeto conocido.
De vacua existencia nos habla el filósofo Jean-Luc Marion analizando la suspensión, el tedio, la vanidad y la melancolía – especialmente cuando trata del segundo de los conceptos al que el sueco Lars Svendsen le dedicara un ensayo repleto de referencias literarias. Como «reverso de la vanidad», Marion utiliza al menos estas cuatro categorías anímicas y/o espirituales donde el «ente vacuo» para nada se asimila con aquél pretérito Ser y nada sartriano –ahora que tan de moda parece estar criticarle en su dimensión más pública como señera figura de la fracasada intelectualidad–. El error del intelectual tal vez no esté tanto en lo que dijera y defendiera, aun en el equívoco, desempeñando el papel de comprometido activista, cuanto en el que, al menos desde las instancias del poder, nunca se les hiciese caso alguno. Al fin y al cabo, no otra cosa cabría esperarse de ello, tal y como reseña el teólogo belga y crítico literario católico Charles Moeller, cuando para el filósofo existencialista el hombre ya constituyera una «pasión inútil». Actitud que bien pudiera conducir a tomas de posición, en lo público y en lo personal, cercanas al nihilismo y a la anihilación.
Para su necesaria evitación, es por lo que el papel de la caduca intelectualidad, vino a ser sustituido profesionalmente, de forma ineludible a través de la corporación académica cuyo mandato obra por delegación de quienes la hacen posible, fundamentalmente financiándola, en la figura del consejero especialista del ámbito sectorial que le corresponda ejercer en pura lógica y dinámicas meritocráticas. Cuestión que ya sucediera con anterioridad en la tradición de toda Institución relacionada tanto con la creencia como con la ciencia, el generalista conocimiento y deliberado desempeño del Poder, necesitado de contar con una o varias verdades.
La presunta horizontalidad del acontecer diario fruto presente del añorado impulso debido a la filosofía del «Nuevo Hombre» ha hecho que de manera imperceptible pero progresiva, vayamos perdiendo esa jerárquica preeminencia que la figura del «Ser» otorgaba al humano sobre el resto de entidades por debajo, eso sí, de Dios. Constatándolo, el teólogo belga no ahorró comentarios ni calificativos contrarios al pensamiento del filósofo francés.
«Sartre –nos dirá– se llama a sí mismo el ateo perfectamente lógico. Sus escritos literarios constituyen uno de los más repugnantes escaparates de obscenidades que conozco. Los slogans que el autor de Les Mouches ha puesto en circulación son desesperantes: la libertad de hombre no sirve «para nada»; conocer no es más que envolver lo real con una «virola de nada»; el hombre se agota en la búsqueda de una síntesis imposible que debería hacerle Dios; el, ya mencionado, del hombre es una pasión inútil; se pierde en vano; los otros, he ahí el infierno...» Si bien, reconociendo posteriormente el dudoso mérito de que: «Sartre ha contribuido a curarnos de hipocresía; para la masa incontable de los ateos modernos, para todos los que no creen ya en la mística de la ciencia y del progreso, para todos los que han descubierto la formidable trapacería del marxismo, Sartre ha sido una especie de profeta de la grandeza desesperada. El humanismo de la desesperación que esbozaba Sartre por esta época flotaba en el ambiente de entonces. En la voluntad de lucidez sartriana había una grandeza real» –según dejó escrito–.
Valoración esta última a la que parecen resistirse críticos posteriores como Bernard-Henri Lévy, pero que realmente demuestra el que no fuera tan mal pensador, como ahora gusta tanto decirse, cuando una tras otra la realidad presente constata lo acertado de muchas de aquellas, diríase, revelaciones. No obstante, para el teólogo belga, en buena lid, el fracaso de Sartre, así como su pecado original, tiene otra causa: la de la negación de lo sobrenatural.
Si lo que afirma el teólogo de lo dicho por el filósofo es correcto, este último no anda en nada distanciado, sin ir más lejos, con la realidad que ahora mismo se pretende como promesa ideológica transhumanista, al no contar ni con el aquí ni con el ahora del fenómeno humano. Una suspensión espacio temporal que tan sólo debe su sometimiento a la permanente actualización corporativa de los sistemas de mantenimiento y recambio, convenientemente homologados y homogeneizados, de presunta atemporalidad como simulación de lo eterno en la condición física e intelectual, virtualidad real, por otro lado, subyacente de alguna manera en los intersticios de las religiones del Libro (judaísmo, cristianismo e islamismo) bajo promesa de un ajardinado paraíso. Por ejemplo, como cuando Marion menciona al Eclesiástes, el Oolehet judío, donde se tiene muy en cuenta el papel a desempeñar en la vida espiritual por el hastío tan presente en nuestras vidas y nuestros días. Y que por otra parte me ha sorprendido también encontrarlo de manera casual en el ensayista francés Henri Atlan, biólogo molecular, hace de ello unas décadas, relacionado con el tiempo creador regido por los ciclos lunares frente al imperativo determinismo solar que corrobora la expresión popular de aquel «no hay nada nuevo bajo el sol» en todos los hijos de la Luminaria: iluministas e iluminados.
Es así como con tanto esfuerzo presuntamente vulgarizador por parte de aquellos, asistimos a una época donde el hacerse entender por mor de las nuevas tecnologías ya no requiere del esfuerzo intelectual al que antaño todo conocimiento nos sometía, consiguiendo hacer que el teólogo rebaje su saber al de una filosofía de andar por casa –en el mejor de los casos–; y el filósofo se camufle bajo el aspecto de un sociólogo de la idea bien sea política o social, cuando no practique el modo procedimental de aquella hibridación policial fusionada de cierta brigada al servicio de cualquier tipo de Orden de lo establecido.
A este respecto, Moeller ya acusaba a la filosofía de Sartre de que en la misma «conocer» consistía en «nihilizar» el objeto conocido. Por tanto, afirmaba bajo este supuesto el que «la conciencia es, pues, «el poder de no ser lo que se es y de ser lo que no se es»; la conciencia se agota en la imposible tentativa de coincidir consigo misma y con los objetos.» La nada objetiva del No-Dios, del No-Hombre, de la No-Cosa, traída esta última a colación por el filósofo Byung-Chul Han, así como aquellas nadas del No-tiempo, denunciado por Marion como la realidad constitutiva de pasado y futuro, y, del No-Lugar en la antropología de Marc Augé y el No-Mundo, finalmente, de Markus Gabriel. Una «nadería», si no fuera por la situación que de todo ello se deriva para el natural comportamiento de ese ente en apariencia carente de esencia en que se está convirtiendo el ser humano.