Es la política
Se dice que conviene no olvidar el pasado para no repetirlo, pero a la vista está que dicho axioma no se lo cree nadie. De hecho, la resignificación que se pretende con los Caídos no es original. En la llamada transición democrática ya se resignificó ni más menos que el franquismo. Se comenzó llamándolo dictadura; después, autocracia y, más tarde, régimen autoritario. Los golpistas fueron resignificados en demócratas de toda la visa. Y, al hacerlo, se impidió que se los juzgara como criminales de guerra. ¿Es lo que pretende la resignificación de Los Caídos? ¿Equiparar víctimas y victimario, mediante un ejercicio de memoria tan inicuo como ofensivo?
Apelar a la memoria para justificar el mantenimiento del edificio es acrobacia verbal ingenua. Ni los 31 años que España dedicó a guerras en el siglo XIX, ni el genocidio de Hiroshima y Nagasaki o los campos de concentración de Auschwitz y Mathausen han ayudado al mundo a comportarse según la paz perpetua imaginada por Kant. Justificar el mantenimiento del edificio para no olvidar los crímenes que cometieron los golpistas y no repetirlos, olvida que la historia enseña mucho, pero no sirve de nada. El ejemplo más trágico lo tienen en Netanyahu.
Confundir todavía un edificio de exaltación fascista con un campo de concentración o una cárcel donde se violó, torturó y asesinó, solo revela un mapa cerebral plano. Los edificios de exaltación fascista son incompatibles con una democracia y deben ser destruidos. Los campos de exterminio y las cárceles de tortura pueden servir para esa gente que, si no ve con sus ojos el horror o su plasmación concreta, jamás creerán en dicha barbarie. Pero, ojo, de ahí no se deriva que un desalmado nazi o un criminal vaya a cambiar porque visite Auschwitz. Si Dios fue incapaz de parar la avalancha asesina del 36 de quienes se decían más creyentes que un converso, ¿lo va a hacer un edificio resignificado?
Si se quiere que esta tragedia no se olvide –olvidar, que no repetir, este es un «desiderátum» tan utópico como fantasioso–, exijamos que el sistema educativo lo integre en su currículum. La enseñanza de la historia ha sido hasta la fecha un fracaso en su compromiso ético de transmitir un conocimiento pragmático que contemple en sus textos el asco a los golpes de Estado, la exaltación de militaristas iluminados y a reyes y jefes de gobierno, auténticos criminales de guerra...
Si algo demuestra la historia es que somos penosas contradicciones ambulantes. Y ridículas. Dignos de risa. Nada hemos aprendido de los millones de muertos producidos por las guerras y, aun así, pretendemos que un edificio nos devuelva la cordura perdida. No solo no hemos aprendido del pasado, sino que nos enredamos en las mismas tramas falaces que utilizó el franquismo para condonar el pasado de sus criminales, sino que aceptamos que haya edificios que, si no los exalten, figuren como Bienes de Interés Cultural. Y ello para que nos reconciliemos retrospectivamente con quienes asesinaron a nuestros familiares.
Se defiende el mantenimiento de los Caídos, pero «eliminando u ocultando su simbología o recuerdos franquistas, para que todos puedan aceptarlo y se dedique a fines culturales y sociales». ¿Ocultar sus símbolos? ¿Para desempolvarlos cuando vengan más años malos y nos hagan todavía más ciegos? Menuda estrategia esta de la ocultación.
Mienten cuando dicen que «si hubieran destruido Auschwitz ahora no habría un testimonio real de lo sucedido». Recuerden que ni PSN, de Geroa Bai, de Bildu, protestaron cuando demolieron la cárcel de Pamplona, los hitos que configuraban el Fuerte de Ezkaba como penal y lugar de sacas de represaliados republicanos; la ocultación de los Escolapios como lugar donde la Junta de Guerra Carlista organizaba sus sacas y mantenía su Tercio Móvil asesino. Quienes defienden una «memoria reconstituyente» y presencial, ¿por qué no exigieron mantener estos lugares del horror, en lugar de aplicarles la ley del silencio, lo más parecido a una «omertá» mafiosa, tan bien ejecutada en la transición?
Para conocer la naturaleza criminal del golpismo no hace falta convertir los Caídos en una biblioteca de Alejandría contra el mal. Ni hacer del edificio un centro de memoria para la reconciliación. Es un imposible metafísico. ¿Reconciliarse? ¿Con qué? ¿Con quiénes? Aquí solo se conocen víctimas concretas y un victimario que jamás ha dado la cara.
En Navarra sigue habiendo personas que, por su biología, simpatizarán sine die con los golpistas, sin que hayan visitado jamás el monumento. ¿Para qué? No lo necesitan para seguir siendo fieles a la memoria de sus abuelos carlistas o falangistas. Del mismo modo que no lo necesitamos quienes pedimos la demolición del citado engendro. Se odia el golpismo y el fascismo, porque son instancias criminales. Lo mismo que aquello que las representa resignificadas o no. Son intrínsecamente antidemocráticas.
Es paradójico condenar la ideología de quienes defienden su demolición, pero no la de quienes defendieron su construcción y la de quienes, ahora, abogan por su mantenimiento reciclado. Los primeros son talibanes; los segundos, ¿qué son, discípulos de Ictino, el del Partenón? No. Defienden a un golpista llamado Eusa, de quien solo recuerdan su faceta de arquitecto, olvidando que fue miembro activo de una Junta de Guerra carlista, tan golpista como Mola y Rodezno.
Nadie necesita saber quién fue Hitler, Leopoldo III o Franco para repudiar el fascismo. Si la permanencia de los Caídos ayuda a reconciliarse a la sociedad, demuéstrese. Hasta ahora ha sucedido lo contrario. Es y será elemento de discordia y de división social tal como está o con sus vergüenzas tapadas irrisoriamente. El fascismo no está en el cemento, sino en el cerebro, ese lecho procustiano que llenamos individualmente con mierdas golpistas o utopías democráticas. No hay otra alternativa; ni semántica, ni jurídica, sino política. Animales políticos, decía Aristóteles que somos. Lo primero, seguro; ¿lo segundo? Está por ver.