Olga Saratxaga Bouzas
Escritora

Esclavas por los siglos de los siglos...

La hipocresía es un pozo sin base y subyace de manera específica en la indolencia de los Gobiernos ante una de las formas más humillantes de violencia estructural hacia la mujer: la prostitución. Legalizarla era hace no demasiados años actuar en defensa de quienes la ejercían; un acto democrático, progresista que abogaba por equipararlas en derechos (con obligación fiscal) al resto de profesionales, incorporándolas al sistema legal de trabajadoras en regla.

Para algunos sectores, este parecía ser el remedio de todos los males soportados por las prostitutas. Sin embargo, el trasfondo que esconde una posible legalización tiene más que ver con perpetuar su esclavitud y justificar un hábito consumidor de derechos que con liberar a la mujer de la explotación machista. Estructurar protocolos médicos especiales dentro del sistema de salud para este colectivo en ningún modo garantizaría su seguridad física ni el final de su explotación. Continuaría siendo una práctica del poder masculino tutelada, esta vez por el Estado, que garantizaría su aportación tributaria a las arcas públicas. Una torpeza más convertida en reto.

De formalizarse esta presunta homologación «profesional», diferenciar las prostitutas voluntarias de las forzadas sería tan imposible como vano, porque, en cualquier caso, seguiría ejerciéndose sobre ellas el dominio hegemónico del capitalismo, y este representa la sombra del patriarcado. Las mafias de los proxenetas seguirían campando a sus anchas. Pasaporte legal de servidumbre: ellos los jefes de las barracas y ellas arrendatarias sumisas de cuerpos y sueños maltratados (bienaventuradas dispuestas para el acto de opresión) por un puñado de monedas.

Según datos oficiales de la ONU, el estado español es uno de los mayores consumidores de prostitución a nivel mundial; tradición que pretende mantener, vomitando su mierda en las gargantas profundas de las mujeres.

El putero, gracias a su posición jerárquica, pertenece a la categoría de consumidor y violador de mujeres a cambio de dinero; sin distinción de clase social, ideología (aquí las izquierdas no pasan el filtro) ni estatus económico. Nada diferencia (en el estricto lenguaje de compra) el putero de Las Cortes de Bilbao del putero de élite; el común denominador –más allá de la disponibilidad económica para realizar la transacción– es la invasión a la intimidad y libre elección sexual de la mujer en el desarrollo de su derecho inherente a ser sujeto de propia voluntad.

Al mismo tiempo que urge actuar pedagógicamente en la sociedad, el recurso más inmediato pasa por perseguir a las organizaciones criminales que trafican con niñas y mujeres y las sirven en bandeja al macho humano predador. Estigmatizar al cliente y no a la agredida. Sin demanda no hay respuesta de servicio. Sin clientes no hay putas.

Muchas son las contradicciones y cadenas que banalizan y dejan en stand by el desenlace político para erradicar los abusos a los que son sometidas día tras noche las víctimas del sexo social. Un largo periplo de argumentos sin consenso, sobre las pautas a considerar para establecer decisiones en este ámbito, viste de impunidad el continuo sometimiento de la mujer, naturalizando su cautiverio.

Mientras tanto, de nuevo por los siglos de los siglos, la desigualdad de la mujer en el punto de mira de una sociedad esclava de sus propias carencias y vergüenzas.

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