Mati Iturralde, Rakel Peña
En nombre del grupo de opinión «Enbor Beretik»

España no es Inglaterra

El conflicto continúa y, por tanto, continuará la represión. Por eso, seguirá resonando en sus juzgados y sus cárceles nuestra voz desobediente, y seguiremos brazando y sonriendo a quienes entren, y a quienes salgan

Conculcar es quebrantar una ley, obligación o principio. Según esta definición del diccionario, el Estado español a través de sus poderes ejecutivo, legislativo y judicial ha conculcado y conculca leyes, obligaciones y derechos.

Todas las personas, solo por serlo, tenemos derecho a ser tratados igual ante la ley. Debiera suponer lo mismo ser rico o pobre, creyente o ateo, forofo del Madrid o de la Real, nacionalista español o nacionalista vasco, empresario o albañil,… pero no lo es. Siempre hay unos más iguales que otros. La desigualdad de trato no es exclusiva de España. Casi todos los estados que se dicen democráticos tienden a discriminar por credo, convicciones o nivel social. Pero «Spain is different», porque solo a los poderes españoles se les ocurre cambiar las reglas del juego en mitad de la partida y, además, aplicarlas retroactivamente para alterar el resultado.

A eso en lenguaje común se le llama trampa, y en el cono sur americano, república bananera. Lo que está ocurriendo con la llamada Doctrina Parot y la sentencia del Tribunal de Estrasburgo es, por varias razones, un verdadero escándalo.

Es un escándalo que España haya retenido en la cárcel a decenas de personas conculcando la legalidad aplicando una sentencia del Supremo que adquiere rango jurídico de doctrina. Es un escándalo que, además, alardee de esa conculcación de derechos y que, enmendados por Estrasburgo, osen insultar a los juristas internacionales, anatemicen toda crítica o posición diferente e impongan la obligación de comulgar con las tesis de la extrema derecha, so pena de imputar delitos tan poco calificables jurídicamente como la humillación o la exaltación. ¿Es acaso delito que un preso sonría tras recobrar la libertad? ¿Es un delito que su familia y amigos le abracen, le besen o le aplaudan tras pasar en la cárcel más de media vida? Sabino Arana estuvo en la cárcel, el socialista Largo Caballero también, el sindicalista Marcelino Camacho, insumisos y abortistas, presos de muchas condiciones, y todos salieron orgullosos entre abrazos y aplausos de su gente. Otros tuvieron menos suerte y nunca consiguieron traspasar la puerta de salida.

Los únicos que nunca han aplaudido han sido ellos, la caverna, la derechona más rancia. Y no lo ha hecho porque nunca ha tenido esa necesidad, porque ellos no pisan la cárcel durante demasiado tiempo, porque ellos nunca han tenido que demostrar que la cárcel es vencible, que tras 27 años entre rejas una persona puede ser invicta, emulando al gran Mandela. La derecha nunca aplaude porque, directamente, indulta o excarcela a sus Galindos, Mario Condes, o Bárcenas de turno.

Lo que está ocurriendo es paradigmático de lo que hay: el déficit democrático del Estado español. Tal y como está configurado, ni quiere ni puede dar valor a los contenidos democráticos al uso en Europa. Por eso Fernández Díaz pretende impedir los recibimientos, Ruiz Gallardón amenaza con ilegalizar Sortu, Aznar quiere encarcelar a los independentistas catalanes y Almunia quiere echar de la UE a Escocia si se independiza del Reino Unido.

Los tics autoritarios y la conculcación de derechos aparecen por doquier y, en tanto en cuanto persistan, persistirán también los conflictos. En el Estado han cambiado muchas cosas, pero otras no, y no ha cambiado la disposición negativa a afrontar en clave democrática la solución a los conflictos nacionales en Catalunya o Euskal Herria. Esta es la única realidad verificable.

Así las cosas, hablar de fase resolutiva solo puede entenderse en clave mediática, como sustitución de la actividad política del día a día por la comunicación especulativa. Hoy por hoy, el divorcio entre la correlación de fuerzas electorales y la implicación social es tan patente que se torna improbable la generación a corto plazo de un proceso resolutivo, al menos en Euskal Herria. Eso lo sabe el Estado. Y como lo sabe, se prepara como siempre lo ha hecho: combinando el palo y la zanahoria.

El palo se traduce en la presión ideológica para criminalizar el independentismo. La «brunete» mediática atizando en todas direcciones: amenazas, intoxicación, desprestigio, mentiras, persecución… Es sintomática la equiparación de la desobediencia civil con atentados  a la autoridad, o el endurecimiento de las penas por protestas pacíficas, la limitación del derecho de huelga u otras medidas tendentes a quitarle a la sociedad instrumentos de participación y contestación a las políticas del Gobierno.

La zanahoria no deja de ser lo raquítica que ha sido siempre, es decir, un limitado margen de participación en la estructura autonómica del estado con un cada vez más limitado poder de gestión. La Lomce, la armonización fiscal, el control presupuestario del gasto social,  y otro tipo de medidas dan la talla de lo que el Estado está dispuesto a compartir, pero, aún y todo, siempre aparecerán los dispuestos a dejarse querer en ese idilio desigual.

En definitiva, todo sigue básicamente donde estaba. Todo cambia, pero solo la derechona franquista permanece. España no es Inglaterra. No puede serlo. Inglaterra, sin complejos, abordó el conflicto irlandés, y ahora quiere seducir a Escocia con las bondades de la Jack Union. España, acomplejada, avasalla y sigue empeñada en vencer y no en convencer, porque no cree en la democracia, porque no ganaron una guerra para esto.  

La imposición es más satisfactoria y les da más frutos. Así pues seguiremos viendo desfilar por los juzgados a independentistas, seguirá más penado tirar una tarta que robar mil millones, seguirán insultándonos y acosándonos sin compasión, vivir con dignidad será delito y no arrodillarnos un ultraje…

Es lo que hay. Ni nos van a regalar nada, ni ninguna conjunción cósmica va a crear nuevas condiciones. Los procesos políticos no se decantan, sino que se construyen, y estos por definición son dinámicos, nunca estáticos. Apostar por una solución externa implementada por factores ajenos es, sencillamente, negar el valor de la acción política propia, y al pueblo como sujeto de cambio.

Las condiciones las creamos las personas con nuestro trabajo y tesón, y es labor de la política articularlas y actuar sobre ellas. El resultado de esa implicación tiene el precio tasado de antemano: un precio de compromiso y represión.

El conflicto continúa y, por tanto,  continuará la represión. Por eso seguirá resonando en sus juzgados y sus cárceles nuestra voz desobediente, y seguiremos abrazando y sonriendo a quienes entren, y a quienes salgan, porque, como decía William Henley en su poema “Invictus”: «No importa cuán estrecho sea el camino, ni cuán cargada de castigos la sentencia, soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma».

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