Oskar Fernandez Garcia
Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación

«Especie clave» en el orden social de los homo sapiens

Hasta donde alcanzan alumbrar los registros e investigaciones históricas, mediante las diferentes disciplinas científicas, la vida del ser humano a lo largo de los milenios y siglos ha estado sistemáticamente sometida y doblegada a una exclusiva forma de entender, interpretar, organizar y dominar las diferentes colectividades humanas.

En febrero del año 2018, se publicaba un libro de divulgación científica, "Las leyes del Serengeti", escrito por Sean B. Carrol, biólogo evolutivo, autor, productor ejecutivo estadounidense, profesor de Biología Molecular y Genética en la Universidad de Wisconsin y Vicepresidente del Departamento de Educación Científica del Howard Hughes Medical Institute. Uno de los grandes científicos de la biología actual.


Las leyes del Serengeti. Cómo funciona la vida y por qué es importante saberlo». Está considerado «uno de los ensayos más embriagadores de los últimos tiempos».

Tomando como referencia el libro de Carrol, ese mismo año del 2018, se estrenaba el documental británico «Serengeti rules» profusamente premiado y ensalzado internacionalmente. En él se recogían las experiencias de cuatro científicos y una científica, que con sus trabajos en diferentes ecosistemas del planeta tierra cambiaron completa y absolutamente la forma de ver y observar la naturaleza y de cómo intervenir en ella.


En los primeros compases de este año 2020, concretamente el 12 de enero, la BBC News Mundo publicaba un artículo recordando las investigaciones llevadas a cabo –desde la década de los años sesenta del pasado S. XX– por cinco eminentes, relevantes y extraordinarios científicos y una científica –Mary Eleanor Power– que mediante sus excelentes y sorprendentes trabajos de investigación no solo revolucionaron la forma de entender las leyes que rigen la naturaleza, sino que empíricamente demostraron cómo actuar y qué hacer ante los diferentes hábitats naturales, y tal vez lo más maravilloso y extraordinario es el legado que han dejado a la humanidad; una visión científica de cómo conservar el planeta y nunca rendirse ante lo que aparentemente pueda parecer una irreversible calamidad medioambiental.


Esta apasionante historia reciente de la ciencia ecológica, biológica, zoológica... comienza con el Dr. Robert T. Paine –nació en 1933 en Massachusetts y hasta su muerte, en 2016 en Seattle, fue profesor emérito de Zoología en la Universidad de Washington– él fue quien llegó al concepto de «Especie clave» para explicar las interrelaciones que se dan en los ecosistemas.
n la década de 1960 Robert Paine se trasladó al noroeste de Estados Unidos, al estado de Washington, concretamente a la bahía de Makah –muy próxima a la frontera con Canada– para estudiar la vida en las pozas de marea.
Paine pensaba que en la cadena trófica los depredadores cumplían otra función a parte de la evidente: comerse a los herbívoros. Para ello recurrió a un entorno que empíricamente permitía poner a prueba su hipótesis. 


En las pozas de marea coexistían quince especies diferentes. De una de ellas extrajo todas las estrellas de mar –grandes depredadoras, que comen mejillones, percebes... son unas grandes devoradoras– en otras pozas fue extrayendo especies diferentes, y siempre dejando las estrellas de mar, tal y como estaban.


En poco tiempo comenzó a percibir los cambios negativos que se estaban originando en la poza donde se habían extraído las estrellas de mar. «Los mejillones empezaron a multiplicarse, mientras otras especies fueron desapareciendo».

Al cabo de unos años solo quedaban mejillones todas las demás especies, trece, habían desaparecido completamente. Algo que no ocurrió en las otras pozas de marea, donde se mantuvieron las estrellas de mar.

La conclusión era evidente, esas estrellas de mar no solo actuaban como auténticas depredadoras, sino que contribuían a mantener la biodiversidad en ese hábitat específico.


Robert Paine, tras constatar que en la coexistencia que se da en determinados ecosistemas algunos animales son más importantes que otros, designó a los que eran imprescindibles como «especies clave», ya que si ellas desaparecían todo el sistema de biodiversidad colapsaba. En estos hábitats de marea las estrellas de mar eran «la especie clave», sin lugar a dudas.

Había establecido las bases que con el tiempo consolidarían unas leyes, mediante las cuales percibir e intervenir en el medio natural bajo un prisma nuevo e innovador.

Pero lo que había constatado y observado, ¿era una excepción, una peculiaridad o una regla o ley de la naturaleza?


El trabajo científico de otras personas constataría el pleno y satisfactorio acierto de sus hipótesis e investigaciones.

James A. Estes –nació en Sacramento (California) en 1945– escritor, divulgador científico y profesor emérito de Ecología en la Universidad de Santa Cruz del mencionado estado, «muy conocido por sus estudios sobre sobre la nutria marina y la ecología de los bosques marinos», ha dedicado una parte fundamental de su vida a la docencia y a la investigación.
n una ocasión mientras se hallaba al sudoeste de Alaska en las islas Aleutianas, concretamente en Amchitka, recibió la vista del bueno de Robert Paine y éste le comentó que en lugar de observar el bosque de algas marinas como soporte de las nutrias, por qué no analizaba el aporte de las nutrias a esos bosques. 


«Ese fue el principio del resto de mi vida», cuenta James Estes en el mencionado documental.

En una isla cercana a Amchitka, en Shemia, en donde no existía ninguna población de nutrias, al introducir su mirada escrutadora en las aguas del Mar de Bering, James A. Estes se quedó perplejo y asombrado; en lugar de encontrarse con un bosque frondoso y lleno de vida, pudo observar un desierto marítimo plagado de erizos. 


Las nutrias comen erizos y éstos grandes cantidades de algas. Sin depredadores el bosque submarino no podía existir. 


«La especie clave» para mantener ese ecosistema marino era la nutria.


Las hipótesis, del genial Robert Paine, se iban materializando y cumpliendo a medida que las investigaciones y las experimentaciones a lo largo y ancho del planeta y en diferentes ecosistemas se iban realizando.


Mary Eleanor Power, nacida en 1949, profesora de Ecología –perteneciente al Departamento de Ecología Integrativa de la Universidad de Berkeley– fue alumna de Robert Paine. Desarrolló sus investigaciones en diferentes ríos de Oklahoma durante la década de 1970.

Pudo constatar que en algunos ríos se habían formado embalses, piscinas estériles de agua, sin resquicios de vida; sin embargo en otras, de un vibrante color esmeralda, la vida fluía en todo su esplendor. 


Tras la observación, investigación y experimentación comprobó que la diferencia se debía a la presencia o no de la perca atruchada o americana. En esos ecosistemas acuáticos de agua dulce ese pez era y se constituía en «la especie clave».

La hipótesis de Robert Paine iba ganando terreno y consolidándose. Lo que parecía una certeza en los hábitats acuáticos había que experimentarlo en tierra firme.


John W. Terbogh, nacido en 1936, ecólogo y biólogo –profesor de Ciencias Ambientales en la Universidad de Duke, Carolina del Norte, y una autoridad en ecología de aves y mamíferos en bosques tropicales– llevó a cabo sus investigaciones en las islas que habían surgido en el enorme lago Guri en Venezuela, como consecuencia de la creación de una presa en el río Caroní. En la mayoría de aquellas islas no había depredadores, pero sí unos espléndidos, frondosos y maravillosos bosques.

Transcurridos varios lustros Terbogh se quedó sorprendido, horrorizado y desolado, algunos de aquellos verdes bosques se habían reducido con el paso del tiempo a auténticos escombros verticales. 


Las hormigas cortadoras de hojas se habían reproducido incontroladamente ante la ausencia de hormigas guerreras, defoliando una y otra vez los árboles hasta su extinción total. Este pequeño himenóptero, la hormiga guerrera, era «la especie clave» en ese ecosistema.


Las teorías e hipótesis de Robert Paine se iban confirmar una vez más –en uno de los espacios más emblemáticos, maravillosos e icónicos del planeta tierra, en el Parque Nacional Mara–Serengeti en Tanzania– a través de las investigaciones y estudios realizados por una de las grandes mentes internacionales de las Ciencias de la Ecología, el profesor emérito de Zoología en la Universidad de Columbia Británica, el Dr. Tony Sinclair, nacido en 1944. Es una autoridad líder en ecología, dinámica de poblaciones y estructuras comunitarias de grandes mamíferos.


Cuando Sinclair comenzó a trabajar en el mencionado Parque Nacional –asentado en su gran mayoría en Tanzania y una pequeña parte en Kenia, que es la conocida con el nombre de Mara– no se dio cuenta pero el parque estaba muy degradado. Había sufrido una enorme epidemia de peste bobina que había diezmado considerablemente a los animales y en particular a los ñus. 
a enfermedad se había desatado a finales del S. XIX, concretamente en 1898, y durante décadas y décadas los veterinarios se vieron incapaces y sobrepasados por la magnitud y extensión de la epidemia. Hasta la década de 1960, del pasado S. XX, no pudieron erradicar la enfermedad en la mayor parte de África.


Cuando llegó Sinclair al Parque Nacional el conjunto de ñus era aproximadamente de un cuarto de millón. Transcurridos ocho años la población de esos bóvidos había llegado al increíble número de 1,4 millones de ejemplares. Las alarmas rojas se encendieron entre la comunidad científica, desatando predicciones apocalípticas: se iba a poner en peligro a otras especies, se iba a generar un desequilibrio manifiesto en todo el sistema de la cadena trofica, que su desarrollo era insostenible...

Sinclair y su equipo lograron convencer a las autoridades del parque para que no interviniesen en contra de la reproducción de los ñus y que confiasen en las propias leyes de autorregulación de la naturaleza y concretamente en el enorme hábitat que supone ese gran Parque Nacional.
ranscurridos cuatro años, sorprendentemente para el mundo, no para Sinclair, el número de ñus era exactamente el mismo, 1,4 millones de ejemplares. «El sistema se había nivelado por sí solo y no había daños al medioambiente». «El sistema se estaba reparando así mismo». En el parque comenzó haber más de todo: más pájaros, más ejemplares de todas las especies de aves, más depredadores, más herbívoros, más mariposas, mayor número de insectos, más abundancia de pastos y de comida, mayor número de árboles, muchos menos incendios. Había «más y más y más de todo».
a vida había explosionado en una hermosa y maravillosa sinfonía de colores y diversidad. «Me di cuenta –comenta Sinclair– que el ñu era «una especie clave» y que, contrariamente a lo que Bob Paine había asumido, a que la especie clave era siempre un depredador, en realidad podía ser un herbívoro».

A pesar de que esa «especie clave», los ñus, durante setenta años habían sido muy exiguos en el parque, la capacidad de recuperación del ecosistema no se había agotado ni mucho menos.
sa capacidad innata e inherente a la naturaleza se comprobó que también se daba en otros ecosistemas que estaban dañados, degradados o considerablemente afectados.
n el parque nacional más famoso de los Estados Unidos de Norteamérica, en Yellowstone, que se extiende a lo largo de tres estados, principalmente por Wyoming y también por el estado de Montana e Idaho, los bosques estaban bastante degradados, algunas especies de animales habían desaparecido del parque y otras estaban en franco retroceso. ¿Las causas? La ausencia de lobos. Los bosques necesitan a los lobos. 

Durante más de un largo y dilatado medio siglo, exactamente setenta años, los lobos no existían en la fauna del parque. Los alces, en ausencia de ese imprescindible depredador, habían proliferado de tal forma que habían ido paulatinamente diezmando los recursos forestales y con ello empobreciendo la biodiversidad del parque. 


Hace más de veinte años, y mediante la intervención del ser humano, se repobló la población de lobos. 


Mediante la introducción de este carnívoro «los sauces se recuperaron, los álamos prosperaron, los castores regresaron y los osos se expandieron».

Transcurridas varias décadas, desde los primeros experimentos llevados a cabo por Bob Paine, eminentes ecologistas «compararon experiencias y quedó claro que esa es la forma en la que la naturaleza funciona en todas partes». 


Aquellos pioneros junto con la Dra Mary Eleanor Power habían revelado las reglas por las que se rigen los diferentes ecosistemas y el propio planeta tierra.


Ahora, al contemplar «esos paisajes degradados en vez de quedarnos en comentarios negativos, pesimistas y fatídicos, podemos preguntarnos: ¿Estamos condenados? ¿Está sellado el destino para esos lugares y especies? Y en muchos casos la respuesta es: no. La naturaleza es «muy resiliente» señala Sean B. Carrol, con el convencimiento y la seguridad que dan la experiencia y la investigación.

Siguiendo el paradigma científico expuesto por estos investigadores, y aplicándolo al ámbito de las ciencias sociales se podría colegir que en los ámbitos y en los ecosistemas habitados por esa especie mamífera, tan peculiar, designada como «Homo sapiens», irrefutablemente algo falla estrepitosamente, desde los mismísimos y remotos tiempos en que esa especie abandona su sistema de alimentación, basado en la recolección, para volverse o transformarse en sedentaria, con el descubrimiento del cultivo de plantas y la domesticación de otros animales, también mamíferos.
esde aquellos lejanos tiempos prehistóricos, en la vida de esos mamíferos bípedos –que formaron los primeros núcleos estables geográficamente, temporalmente e interrelacionalmente– el desequilibrio manifiesto, las desigualdades tiránicas e insoportables, los tratos vejatorios e inhumanos, la falta absoluta de armonía, equidad, proporcionalidad, comprensión y empatía entre los individuos y componentes de los primitivos clanes, constituyeron y fueron las características prevalentes de aquellas sociedades y de todas las posteriores.


Hasta donde alcanzan alumbrar los registros e investigaciones históricas, mediante las diferentes disciplinas científicas, la vida del ser humano a lo largo de los milenios y siglos ha estado sistemáticamente sometida y doblegada a una exclusiva forma de entender, interpretar, organizar y dominar las diferentes colectividades humanas, siempre bajo la mirada y mentalidad de una sociedad terriblemente heteropatriarcal; imbuida e inmersa en un secular androcentrismo, que hundiría sus profundas e inamovibles raíces, muy probablemente en los remotos tiempos en los que algunos primates comenzaron su andadura evolutiva por las extensas sabanas africanas.
n esos ecosistemas sociales tan increíblemente degradados, se hace necesaria, imprescindible e insoslayable una inmediata intervención. Probablemente no es necesario introducir ninguna otra nueva especie, sino más bien empoderar, proyectar, permitir... que esa mitad de las personas que conforman esas colectividades ocupen el mismo papel –en todos los ámbitos de vida– que los hombres han tenido y tienen en exclusividad, prácticamente, para ellos.

Por lo tanto en estos ecosistemas sociales «la especie clave», se convierte en «el elemento clave»: la mujer, sin el más mínimo resquicio de duda.


Ha llegado la hora de devolverle todo el protagonismo social que le fue arrebatado; la importancia que le fue sustraída; la consideración, equidad y empatía que le fue negada, restaurada.

Las aberrantes injusticias que contra ellas se cometieron reparadas; los crímenes de lesa humanidad que sobre ellas se desataron reconocidos, la cruel y brutal opresión sobre ellas ejercida resarcida; las múltiples, diferentes y sistemáticas violencias sobre ellas ejercidas eliminadas y erradicadas.
 Habrá que dejar de ver como normal, habitual, y supuestamente consustancial e inherente a las mujeres todo un interminable e inabarcable listado de injusticias, ignominias, vejaciones, discriminaciones constantes, y abominables conculcaciones de sus legítimos e irrenunciables derechos.

No es normal, ni asumible, sino absolutamente repudiable y execrable que, tras siglos de una supuesta civilización, de los 194 países soberanos e independientes, reconocidos por la ONU, solamente en diez de ellos, la máxima autoridad, esté ejercida por una mujer.


No es normal que ese 50%, que representa al conjunto de las mujeres del planeta, en los órganos de máxima decisión, sólo haya alcanzado un ridículo y escandaloso 5,15% de representación, y si embargo ese otro 50% de la población acapare, inadmisible y aborreciblemente, el 94,84% de representación en los mencionados órganos.


En estos tiempos de pandemia planetaria, originada por el SARS-CoV-2, las primeras ministras, presidentas, jefas de estado y cancilleres de siete países de esos diez, concretamente de: Alemania, Taiwán, Nueva Zelanda, Dinamarca, Islandia, Finlandia y Noruega han dado un ejemplo, internacional paradigmático; en la gestión, planificación, tratamiento, prevención e implementación de medidas: sanitarias, sociopolíticas, económicas, laborales, de comunicación...

«Han conseguido un mejor control de la enfermedad y menos fallecimientos; y así lo avalan los datos registrados».

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