Aitor Aspuru y Omar Lopez

Euskal Herria, la corrupción del antiimperialismo al servicio de Rusia

El 11 de marzo, Askapena, Bardenas Ya y NATO eta EUren Aurkako Ekimena convocaron una manifestación contra la OTAN y la Unión Europea bajo pretensiones antiimperialistas, que, tomando como base el propio texto de la convocatoria, se trataba más de una adhesión por omisión a la agresión de Rusia contra Ucrania y una validación de su narrativa bélica supuestamente antifascista, que de una denuncia de las nefastas consecuencias del imperialismo. Las banderas de la Federación Rusa –algunas con emblemas zaristas– que ondearon en la movilización, aunque para algunos mera anécdota, no hicieron más que constatar de un modo significativo ese hecho evidente.

Bastaba leer el llamamiento a la manifestación para llegar a la conclusión previamente expuesta, en tanto que en su invocación de un contexto urgente y necesario para salir a la calle contra el imperialismo, no había una sola mención expresa a la guerra en Ucrania, lo cual podría ser, precisamente una de las mayores y más lamentables novedades en el tétrico panorama mundial. Lejos de poner sobre la mesa un conflicto que puede degenerar en guerra nuclear, solo se deslizaba una pincelada solidaria sobre Donbass y una única y aséptica referencia a la Federación Rusa: «la hegemonía económica, política y militar de Estados Unidos está cambiando. China, y en menor grado Rusia, están aumentado su influencia económica y política en el mundo, y es por ello que las potencias atlantistas están desarrollando una ofensiva hacia el Este para mantener su control».

Esta elocuente y obscena omisión dibujaba una realidad paralela en la que, aparentemente, Rusia no invadió Ucrania en febrero de 2022. Una agresión que supera en mucho el apoyo a las Repúblicas del Donestk y Lugansk y que ha tenido terribles repercusiones mundiales –entre otras, el incremento de solicitudes de ingreso en la alianza atlántica de paises históricamente reacios a ello–.

Si bien es innegable que la presencia de la OTAN se ha multiplicado en las últimas décadas en torno a Rusia, la decisión definitiva de extender la guerra más allá de Donbass –y arrasar ciudades e infraestructuras básicas– responde en última instancia a Vladimir Putin. Una opción que conlleva que en los frentes de batalla y en las retaguardias del Este de Europa estén siendo martirizadas las clases populares de ambos países en beneficio de las oligarquías ucraniana y rusa, la industria armamentistica y, cómo no, Estados Unidos, el bombero pirómano de la ecuación.

Por tanto, la descripción de la situación mundial que ofrecían los convocantes de la manifestación, que contiene alguna que otra grosera inexactitud más, como los trazos gruesos sobre Siria, ha puesto de manifiesto la perversión con la que una parte de la izquierda aborda el término antiimperialismo, absolutamente desnaturalizado de su acepción original y completamente orientado a afirmar que solo existe una potencia imperial en el mundo –Estados Unidos–, por mucho que otros actores internacionales se lancen a aventuras bélicas o a condicionar, inmiscuirse e intervenir completamente la vida política de países vecinos –sean Georgia, Irak, Líbano o Ucrania–.

En esencia, el concepto de imperialismo tal y como lo maneja esta izquierda, de alguna manera, nació para denunciar los orígenes de la Primera Guerra Mundial, pero en una espiral degenerativa y netamente posmoderna se convierte un siglo después en la retorcida justificación de una agresión militar imperialista. Una evolución que hace buena la sentencia de Marx: «La historia se repite dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa».

Para evidenciar esta corrupción de las ideas, baste recordar que en el prólogo posterior que Lenin realizó a su propio obra "El imperialismo, fase superior del capitalismo", confesaba que, debido a la censura zarista, no se había podido expresar políticamente con libertad y explicaba: «la guerra de 1914-1918 fue una guerra imperialista (es decir, una guerra anexionista, depredadora y de rapiña); una guerra por la división del mundo, por la partición y el reparto de las colonias y de las esferas de influencia del capital financiero». Una lectura perfectamente aplicable a la situación actual, punto por punto, no solo en Ucrania, por supuesto, pero también ahí.

Es más, en el propio texto su autor describía otra situación que admite el paralelismo con los hechos presentes: «es consustancial al imperialismo la rivalidad entre varias grandes potencias por hacerse con la hegemonía, es decir, para apoderarse de territorios, no tanto directamente para ellas mismas, sino para debilitar al adversario y minar su hegemonía». Y es que, por mucha insistencia que se le imprima a la afirmación, la OTAN no tiene ningún interés en acoger entre sus filas a Ucrania, en tanto que una agresión rusa implicaría militarmente de un modo directo a numerosos países que prefieren contemplar la devastación de Ucrania y Rusia mientras arrojan alegremente gasolina al fuego. En esa medida, a los líderes del eje atlántico les es mucho más cómoda la configuración actual, en la que el envío de armas corre por cuenta occidental y la sangre que se derrama es del pueblo ucraniano y del de la Federación Rusa exclusivamente.

Así que, efectivamente, la crítica a la naturaleza y funciones de la OTAN sigue tan vigente como siempre, de la misma manera que la crítica a la Unión Europea, que en plena crisis bélica ha dado muestras de su criminal y racista política de acogida de personas refugiadas, entre otras cuestiones.

Sin embargo, denostar a estas dos organizaciones internacionales obviando la responsabilidad de la Federación Rusa en la turbulenta situación actual no es algo que se pueda relacionar con el antiimperialismo, sino con la toma de partido por uno de los bandos contendientes en algo tan grave como una guerra imperialista, un conflicto armado nacido para reforzar las oligarquías y el status quo de las partes en liza a expensas de las clases populares. Es decir, una postura que poco tiene que ver con los orígenes del antiimperialismo y sí con la vocación perversa de generar confusión y capitalizar, en la medida de lo posible, la efeméride de marzo de 1986, en la que la voluntad política y popular en las urnas de Hego Euskal Herria rechazó formar parte de la OTAN.

Pero más allá de la constatación de esta maniobra y de la ligereza con la que el término antiimperialista se utiliza para ubicarse del lado de Rusia, también se pone en evidencia la desorientación de una parte de la izquierda para encajar los movimientos de las potencias internacionales y regionales después de la invasión de Irak –con una hegemonía estadounidense en declive– y la guerra en Ucrania en un discurso que no se limite a la crítica –siempre pertinente- a la Unión Europea y la OTAN.

De facto, cuando la justa crítica a estas instituciones, organismos del capitalismo global que dirigen al mundo hacia su propia extinción al galope, se utiliza tan a la ligera para posicionarse del lado de otro bloque en pugna por la hegemonía geopolítica, lo único que se consigue es cosechar el descrédito para un discurso cargado de razones, que acaba enturbiado y puesto en entredicho en la medida en que se maneja solo para enarbolar banderas espúreas.

En ese contexto, entre la totalidad de siglas que respaldó la manifestación y en los discursos paralelos que la han acompañado, no se puede por menos que apreciar la coherencia y falta de dobleces de algunos grupos –desde plataformas antifascistas, hinchadas futbolísticas y colectivos de apoyo a regímenes autoritarios y corruptos como el sirio o el iraní– que mantienen una postura claramente prorrusa, nostálgicos de la URSS y herederos de una particular forma de ver la política a través de la geopolítica de bloques de la Guerra Fría. Estos colectivos, atiborrados de geopolítica, son quienes han dado la bienvenida al esbozo de orden multipolar que ha activado a numerosos actores regionales o mundiales como los antiguos imperios chino, ruso, otomano (turco), persa (iraní) o a aspirantes a líderes regionales como Arabia Saudí, Qatar o Marruecos.

Eso sí, esta alegría por el nuevo orden mundial naciente solo nace de un esfuerzo ímprobo en ignorar que este escenario multipolar, de naturaleza netamente capitalista y autoritaria, no surge para romper con las lógicas explotadas por las potencias atlantistas, sino que son simplemente una continuación con actores de otro tipo, que igualmente participan en el incendio de Siria, Libia, Yemen, Bahrein, Irak o la República de Artsaj, cada uno con una agenda propia. Un análisis fruto de una suerte de nostalgia comunista sin comunismo ni pueblos soberanos, pues toda realidad que les desagrade se reduce a una maniobra de la OTAN.

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