Iñaki Egaña
Historiador

Eva, 10 años en nuestra memoria

Y serán algunas de esas mujeres, precisamente, las que sirvan de cobertura a los jóvenes vascos que, camuflados en un sótano de la calle Claudio Coello, harán estallar el coche habitado por el recambio del tirano, su delfín Carreo Blanco, ya presidente del Gobierno filo fascista. Eva volvió a prisión.

Buceaba en recortes antiguos para preparar un trabajo sobre presos vascos cuando inesperadamente me encontré con una noticia del “The Times” de 1962 que refería la detención de dos mujeres en Madrid por no pagar una multa de 25.000 pesetas. En aquellas fechas, numerosas fábricas en Asturias y Bizkaia habían salido a la huelga en demanda de subida de unos míseros salarios de hambre. Y en Madrid, frente a la temible Dirección General de Seguridad, en la misma Puerta del Sol que hoy sirve de escenario para los indignados de diversas causas, 70 mujeres se habían manifestado silenciosamente en solidaridad con los obreros en huelga.

Me ajusté las gafas de cerca para leer la letra pequeña y, con parsimonia, fui descendiendo por las líneas del artículo. Las 70 mujeres, algunas de ellas con los maridos en prisión o en el exilio, habían sido detenidas. Y multadas con la cantidad indicada. Quedaron en libertad y pusieron un recurso a la multa, pero en el momento de hacerlo debían satisfacer parte de la misma. Dos no lo hicieron, Dolores Medio, una reputada escritora que había ganado el Premio Nadal de Literatura unos años antes, y «la esposa del dramaturgo español Alfonso Sastre».

Continué destripando el reportaje, hasta que en las últimas líneas llegaba la confirmación: «la segunda detenida es Eva Sastre (los ingleses son muy dados a evitar el apellido de soltera), madre de dos niños de corta edad, el menor de los cuales tiene dos meses de edad». Se trataba de nuestra Eva, Eva Forest. Y el periodista inglés había errado. El segundo hijo había nacido en 1958. Eran ya tres. Juan, Pablo... y el recién nacido era, en realidad, recién nacida. Eva también. Eva Sastre Forest, con quien la madre pasó el mes al que fue sancionada en prisión.

Aquellas mujeres no tuvieron espacio en los libros de historia, apenas reconocemos algún nombre que otro. Al parecer, resistir, como aquella famosa marca de un licor durante el franquismo, era «cosa de hombres». Mujeres se manifestaron cuando los mineros asturianos fueron deportados en masa a Extremadura, mujeres salieron a la calle a defender a sus compañeros de Bandas de Etxebarri, mujeres se enfrentaron a la Guardia Civil en Beasain cuando los huelguistas de Indar, CAF, Etxeberria, Bernedo, Aristrain, caminaban ya exhaustos. Mujeres crearon en Madrid el primer comité de solidaridad con los vascos a cuenta del Juicio de Burgos. Y serán algunas de esas mujeres, precisamente, las que sirvan de cobertura a los jóvenes vascos que, camuflados en un sótano de la calle Claudio Coello, harán estallar el coche habitado por el recambio del tirano, su delfín Carreo Blanco, ya presidente del Gobierno filo fascista. Eva volvió a prisión.

Mujeres de fuego, mujeres de nieve, de esas que estremecieron en un poema memorable recitado por Silvio Rodríguez, lucero de la Nueva Trova cubana. De esas que agitaron nuestras conciencias, que mantuvieron la senda del compromiso abierta, que hicieron de la transmisión oral y escrita una obsesión. Juntando letras que componían párrafos, llenado hojas que alimentaban ideas, crónicas, relatos, denuncias, convicciones para alcanzar, de manera callada, la forma de libros. Una de ellas era Eva, Eva Forest. La misma que nos dejó hace ahora diez años. La misma que hace ya tanto que la memoria apenas me alcanza, entró en prisión por vez primera, tras solidarizarse con los mineros asturianos y los obreros vascos del acero, tal y como narraba al comienzo del artículo.

En prisión, Eva recordó que somos humanos. Que las piedras no sufren, que las medusas no comunican, al menos que sepamos, que los árboles no se desplazan. Escribió sobre el dolor, pero también sobre la ternura, con esas emociones que no sé por cual sepultada razón, nos cuesta lanzar al exterior. Y se las contó a sus hijos, la obra maestra de cualquier historia, real o literaria: «Hace sol y en la habitación hay una enorme luz, demasiada para mis párpados cansados y mis ojos que desean la penumbra. ¿Por qué ocultaros que he llorado mucho?».

El repaso del pasado me guarda una pequeña carpeta sobre Eva, en algún lugar recóndito, dicen que del cerebro. Pero no me fío ni de biólogos ni de anatomistas del recuerdo, porque ese espacio es, como mostró Miguel Bonasso, de los que inflaman. Si la memoria donde ardía necesita de ilustraciones, letras, dibujos, fábulas y grabaciones en esos casetes que ya ni siquiera interesan a los museos, invocaré a Eva que de eso nos dejó una herencia espectacular. Y volveré al poema de otro viejo trovador cubano, retornarán los libros, las canciones que quemaron las manos asesinas y renacerá mi pueblo de su ruina. La memoria de Eva es una memoria activa, viva. Inflamada.

Su pueblo era el vasco, al igual que el cubano, que admiró, amó y en el que se difuminó, con humildad (¡cuántas veces la recuerdo haciendo paquetes de libros, envolviendo papeles, enviando notas de denuncia a sus amigos universales!). Eva fue el paradigma de las mujeres comprometidas, pero también, con permiso de aquellos que establecen límites, mugas y espacios vallados, el de Euskal Herria como refugio. Wilhlem Liebknecht, el padre de aquel Karl que dio nombre a un batallón vasco durante la guerra contra el monstruo azul, dicen que fue el primero en utilizar el concepto: internacionalismo proletario. El mismo que 90 años después amparó a Eva y a su compañero Alfonso Sastre a asentarse en los bordes de la República del Bidasoa.

No era un pedazo de tierra más sombrío que el resto peninsular, ni el susurro del viento del Cantábrico al acariciar las caderas de Jaizkibel, ni siquiera el lóbulo doblado de las hojas del roble, lo que hizo a Eva y a otras y otros como ella a buscar refugio al pie de los Pirineos. No fue la huella histórica más o menos profunda, más o menos nerviosa, sino el apuro de cambiar los cosas de aquel puñado de jóvenes que se atrevieron a subvertir lo más sagrado de la esencia española: su naturaleza, su patria y hasta su ideología, a derecha e izquierda, atrapada en un corsé pertinaz. Eva salió de la prisión de Yeserías y eligió a Euskal Herria como refugio.
 
Una elección que hicieron también otros ilustres como José Bergamín que, en declaraciones a “Egin”, señalaba: «He venido al País Vasco a pelear con los que pelean». Eva y Alfonso fueron detenidos nuevamente en octubre de 1980, en una operación policial sin precedentes. Ese día tenían que recoger el Euskadi de Plata, al libro más vendido en la feria del ramo de Donostia. Estuvieron varias horas en comisaría y quedaron en libertad, sin cargos. Porque Eva, al margen de su militancia, de su labor como editora (Hiru), escribía. Recogía, sobre todo, testimonios.

Unos testimonios que, años después, tienen una validez extraordinaria. Presos, torturados, represaliados, contextos. Vienen ahora a contarnos que hubo algún hecho excepcional, alguna oveja negra en el rebaño, pero que la transición española fue pulcra como el honor de su monarquía, la virginidad de sus madres religiosas. Mentiras. Gracias a Eva, a ese trabajo de futuro que en ocasiones no somos capaces de calibrar, en esa batalla del relato que nos quieren enfrascar falsarios y negacionistas, tenemos argumentos de peso para decir que antes fue el huevo que la gallina. Que para cuando algunos asomaron la cabeza del agujero ya habíamos recibido tantos golpes que apenas manteníamos la consciencia.

Eva dejó un ingente legado que sirve, de hecho está sirviendo, para mantener en pie la radiografía de aquel modelo represivo que ya analizó su abogado, Miguel Castells. Un modelo sureño, al estilo de los amos que utilizaron con los esclavos del algodón, donde la protesta ya era símbolo de subversión. Y ya sabemos, gracias también a Eva y a otras como ella, que subversión, por este orden, es tortura y cárcel. Y ya sabemos, gracias también a Eva, que hay que perseverar. Que perseverano llegará la victoria que le debemos a tanta gente que nos ha precedido.

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