Aitxus Iñarra
Doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación

Exiliados de la naturaleza

Transitar de la disociación que implica el exilio de lo próximo a una actitud más sana nos lleva al desarrollo de una relación más consciente, a una actitud de receptividad. Este aprendizaje que implica desarrollar la percepción de la observación y la escucha hacia las criaturas vivas de la fauna y la flora, las fuerzas naturales, la tierra y el cosmos en general.

Belleza desnuda de la flor marchita,
desterrando cánones y poder sensorial.
Insólito esplendor
que derramas en el ojo vidente.

El desarraigo que padecemos con respecto a la naturaleza es un exilio. Un extraño exilio, íntimamente próximo y a la vez lejano. Es como el exilio que uno puede sentir en su mismo país puesto que aún viviendo en él uno se siente distante. De esta forma, siendo participes de la naturaleza, la vivimos como eso que está ahí fuera. Y sin embargo, omnipresente es ella en nuestra vida cotidiana.

El lenguaje de la mitología ha sido la forma habitual de nombrar y narrar la naturaleza, divinizarla, antropomorfizarla convirtiéndola en seres antagónicos, espantables o protectores, Apofis o Panacea, que a veces eran ambas cosas como Vulcano, dios del volcán y de la fragua. Es el momento de la naturaleza personificada como generadora o madre: Gea, Amalur. Son estas divinidades ubicuas, terráqueas, cósmicas, a menudo indiferentes al devenir humano que posteriormente pasarán a ser objeto del escrutinio y el progresivo desmontaje científico. La naturaleza, puesta bajo la lupa intelectual o física, es convertida en objeto. Es fragmentada para su estudio como una cosa, un fenómeno separado del ser humano y, en definitiva, a su servicio. A pesar de lo cual, lejos de haberla colonizado, no cesamos de nombrarla y significarla desde nuestros códigos e intereses convirtiéndola en hechos, acontecimientos, ciencia, poesía, beneficios, ritos, crueldad, depredación, protección, amor… Ella continúa siendo tan escurridiza como lo es nuestra propia naturaleza.

La especie humana ha dado diferentes sentidos a la naturaleza que emanan de las diversas cosmogonías. Así algunos de los filósofos presocráticos establecían que el origen de la naturaleza correspondía a algún elemento natural: el agua, el fuego, el aire y la tierra. Mientras que la visión sobrenatural del Génesis judeocristiano, es decir el discurso y su propuesta: la creación de Yahvé del mundo en siete días, han sido los más extendidos en nuestra cultura. En otras culturas, en cambio, se da la ausencia de un dios o diosa y no hay un sujeto creador, siendo la creación un acto que se produce por sí mismo. Así por ejemplo, en la cultura japonesa tal como afirma H. Nakagawa en “Introducción a la cultura japonesa”: en el “Kojiki” o la “Crónica de las cosas antiguas” (siglo VIII) se narra la creación sin intervención exterior, creación espontánea del universo. «En el momento en que el cielo y la tierra se desarrollaron por primera vez, el nombre de dios que se hizo en los campos era Ameno-Minakanushi-no-Kami. Después vino Takamimusubii-no-Kami. Después vino Kamumimusubi-no-Kami. Estos tres dioses son los dioses solitarios que se crearon y luego se escondieron».

Es evidente que el punto de partida de las diversas cosmogonías muestra perspectivas diferentes que invitan a reflexionar sobre las consecuencias en cuanto al tipo de relaciones que se establecen entre los seres vivos y el mundo natural. Destacan en el Génesis el sentido teológico en la creación del mundo. Una de sus consecuencias es la legitimación de una relación jerárquica y piramidal entre el dios Yahvé y sus criaturas, cuando este adjudica al ser humano un rol de gestor y dominador con respecto al resto de la creación. Estas relaciones de subordinación contrastan con las de un universo, en donde bien sea un elemento natural la causa del origen como en el caso de los antiguos filósofos griegos o bien la espontaneidad y la ausencia de agente instructor como lo es en la versión japonesa, nos sugieren un mundo de relaciones más próximo a lo natural. No quizás más fácil pero si más cercano a la horizontalidad, muy a la manera de Francisco de Asís.

Sin embargo, actualmente es un hecho constatable y omnipresente la destructividad de la naturaleza en sus múltiples aspectos: medioambiental, de hábitat, decrecimiento de la biodiversidad, calentamiento global, crecimiento demográfico desmedido. Todo un suicidio ecológico que manifiesta la relación estúpidamente depredadora del humano con su entorno natural. Tal abuso y desequilibrio se fundamenta en un prejuicio antinaturaleza que se justifica en la supremacía de lo útil, siendo su idea básica la atribución a la naturaleza de un carácter primordialmente funcional: la naturaleza tendría como fin la satisfacción de los intereses y deseos del individuo. Todo lo cual se traduce en indiferencia, en dureza o en coraza hacia lo vivo no humano. De esta manera se ignora o se depreda, o bien se justifica su destrucción.

Más minoritaria es la actitud consciente a sentirla, pensarla e intuirla en un intento de armonizarse con el proceso de su fuerza creadora. No es posible pasar de lado sin recordar que somos polvo de estrellas, construidos de naturaleza, y que los humanos estamos interaccionando ininterrumpidamente con el resto de las criaturas, la tierra y el cosmos. Somos partícipes de ese sistema natural, dinámico, de energía e información que se trasforma sin cesar, y la naturaleza es ese fondo mutable al que asignamos unos tiempos y espacios. Ahí donde lo que llamamos la creación y lo creado en un proceso vivo, asoma y comunica su actividad inteligente. Así la hallamos resonando en nuestro interior a través de la percepción de nuestros sentidos en sus variadas expresiones: un juego infinito de movimiento, colores, formas, olores y sonidos.

También podemos preguntarnos qué seríamos sin su refugio o intemperie, o cómo se desarrolla ese juego de alteridad e interacción con ella en ese dinamismo que nos trasforma y la trasformamos. Además de qué relaciones nos pueden acercar y poder entrever su complejidad recóndita. Pues a pesar de estar constreñidos mentalmente por una cultura que incita a las desensibilización de lo natural, es un hecho que pertenecemos a ese universo y que somos descendientes de lo natural, de ese sistema organizado e inteligente.

Entonces transitar de la disociación que implica el exilio de lo próximo a una actitud más sana nos lleva al desarrollo de una relación más consciente, a una actitud de receptividad. Este aprendizaje que implica desarrollar la percepción de la observación y la escucha hacia las criaturas vivas de la fauna y la flora, las fuerzas naturales, la tierra y el cosmos en general, es sencillo en la infancia y más arduo según crecemos. Dicho aprendizaje posibilita la apertura a una actitud más sensible que disuelve la frontera de la fría distancia. Y va más allá del lenguaje y la interpretación comportando un conocimiento integrado también en el sentir y el apreciar lo vivo de ella y despertándonos a su estética natural. Porque la naturaleza no es sólo objeto de la ciencia, lo es antes de la sensibilidad poética, comienzo de todo conocimiento.

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