Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Falla el suelo, no el edificio

No hay manera de que piense. Es un producto de la España que ilustran los negados a toda ilustración. Empiezan los silogismos por la segunda consecuencia y hasta Joaquín Costa les parece rojo. O extremista. O radical. O antisistema. Oye misa sin accionar el audífono, cree en el teatro de los hermanos Alvarez Quintero y habla sin entender el subjuntivo. Con ustedes, Mariano Rajoy, presidente del Gobierno, recortando el problema catalán.

El Sr. Rajoy acaba de ponerle otra vez la vieja aguja al agotado tocadiscos: «Todo es posible dentro de la ley y nada es posible fuera de la ley». ¡Franco, Franco, Franco! La ley es metafísica, apodíctica y enigmática; esdrújula y endógena; eufótida y eupéptica. ¡Carajo con la ley, que el registrador ha bajado de la montaña santa! ¿Y qué ha de hacer el ciudadano? «Puede convocar elecciones, pero no romper la ley ni una Constitución tan avanzada como la española». ¿Y para qué sirven unas elecciones con las que no se puede cambiar lo que en ellas se discutiría? Mire usted Sr. Rajoy; decididamente lo suyo no es el derecho constitucional y, mucho menos, el sentido común, al que me refiero ya en pleno agotamiento de la sensatez. En cuanto a eso de la «Constitución avanzada», no hubo en España más que la de la II República, que los constitucionalistas de muchos países ponían en paridad con la de Weimar. Y con la que sus antecesores ideológicos hicieron una montera picona en un festival de muerte.

Pero una vez más vayamos al meollo de lo que traemos entre manos, asunto sobre el que usted ha puesto el zapatón fascista. Aquí no estamos hic et nunc ante un problema constitucional suscitado en el marco de una nación indiscutible. En este caso la cuestión estriba en saber si hay una nación solamente o dos naciones concretas y perfectamente diferenciadas. Incluso los catalanes que miran con secreta aversión la independencia, como es el caso del simple Sr. Durán i Lleida, hablan de su catalanidad como algo muy diferente a la españolidad que espumajean esos españoles que han perdido todo imperio menos el que defienden feroz e inicuamente en el interior de la península. No hablamos, pues, del edificio constitucional, que en España es cosa de España, sino del cimiento nacional de ese edificio, que en Catalunya es cosa de catalanes.

Lo que se trata de aclarar, en conclusión, no es si los españoles desean un cambio constitucional, sino de establecer sólidamente si los catalanes se creen españoles. Si es así, hablar de una constitución que impida el proceso del pensamiento –¡del pensamiento, Sr. Rajoy, del pensamiento!– es entregar las más íntimas cuestiones vitales a un contrato donde la letra, redactada en tiempos del cólera, condena al alma y anula el «ser». Y para evitar ese inmenso cataclismo de la razón hay que preguntar a los interesados, que son los catalanes, qué opinan de la situación, ya que no basta que usted diga que los catalanes son españoles por haber convivido durante quinientos años. Al parecer el problema catalán arrastra quinientos años no de convivencia sino de sumisión muy alborotada, aunque en la anterior monarquía «lo rei» fabricara condes y marqueses con los telares catalanes o los altos hornos vascos, digamos de pasada. En cualquier caso no se puede negar que la convivencia hispano-catalana tiene aspectos muy violentos. Y eso tiene más fondo que una reflexión limitada alegremente a lo constitucional.

Hay que revisar en Catalunya el cimiento antropológico y cultural del edificio llamado español, Sr. Rajoy, porque es en el cimiento de ese edificio donde las goteras están agrietando la presunta españolidad de Catalunya. Vivir juntos no produce derecho alguno a retener un bien territorial por parte del autodenominado propietario. Hay que afinar mucho el origen, trayecto y mecanismos de ese supuesto «milagro» jurídico. En derecho diríamos que estamos en presencia de un impropio derecho de propiedad, ya que en realidad España no ha pasado de un «facto» de posesión. Usted, Sr. Rajoy, debería tener muy en cuenta, como registrador, la correspondiente distinción entre posesión y propiedad. E incluso analizar bien las posibles causas por las que se puede pasar de una forma a otra de dominio.

Dejando aparte este farragoso discurso, lo cierto es que la «convivencia» no genera siempre auténticas fusiones antropológicas y culturales. Además hay que considerar, aunque se hubiera dado una compenetración verdadera –que evidentemente no la ha habido nunca– en qué ha acabado esa dinámica de vida en común. Hasta en la «inerte» geología cambian mucho los perfiles de un país. Y nadie se atrevería a decir que con una Guardia Civil constitucional –que tampoco se ha dado siempre– puede corregirse un corrimiento político de tierras. Valga esta nota ecológica para incitar la verdadera reflexión entre diputados, ministros, periodistas y ciudadanía de los imeils patrióticos en la prensa madrileña, ya que echar mano de la inteligencia propiamente tal no parece muy productivo en España.

Sé que hablar como estoy hablando no servirá de nada frente al español alzado ante todo, menos ante sus demoledores caudillos, pero confío en que los párrafos anteriores puedan tender un puente con los españoles, también, que han poblado de sacrificios, talento y libertad una historia plagada de gestos dolorosamente dignos.

Entre esos españoles que fueron maldecidos en la historia de los heterodoxos no están obviamente sus gobernantes actuales, sean «populares» o socialistas, ahora en búsqueda de una alianza frente a la calle asfixiada por un aire de campamento espeso y caliente en el que falta de todo, empezando por el pensamiento. No está, por ejemplo, el presidente del Gobierno, que por fin ha decidido izar tout court la bandera de combate –ya no le quedaba más entre tanta derrota en tantos campos– para sentar su decidida voluntad de no dar paso a un debate generoso y elegante en la cuestión nacionalista. Ahí está la promesa jarifa y desmelenada: «Estén tranquilos… no se va a romper la soberanía nacional… ningún catalán que viva ahora en Cataluña perderá su condición de español y europeo». Se acabó el debate.

El presidente no quiere acogerse a lo que cree una anfibológica elegancia política. Hablar de independencia es perverso. Pero… ¿está seguro de que esa simpleza suya da seguridad a tantos y tantos catalanes o todo lo contrario? ¿Está seguro de que prometer la intangibilidad de la soberanía española en Catalunya no constituye una agresión a millones de catalanes? ¿Está seguro de que ser español tal como usted resulta ser europeo? Quizá hoy, en el cielo de ese celtismo en que nunca muere la historia, lloren los irmandiños. Sr. Rajoy, podía haber callado, a fin de mantener abierta la última ventana, esa amenaza de que su «ejecutivo está preparado para cualquier problema que pueda surgir en el futuro», porque el problema no es cosecha para el futuro sino presente tempestuoso: el problema es usted.

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