Sasi Alejandre

«Fui a África a ayudar» y otros cuentos sobre misantropía disfrazada de filantropía

El concepto de lucha no solo no es arcaico, sino que es, quizás, más necesario que nunca, por lo que no hay que confiar en quienes aboguen por su anulación y por su olvido, pues, sin lugar a dudas, sirven a una agenda política que es todo menos revolucionaria.

Hipsters y billonarios, por igual, tienden a concordar en que el secreto de cómo salvar al mundo yace en el «granito de arena», el cual consiste, obviamente, en manejar un Tesla, votar por el candidato menos fascista, desayunar quinoa con tofu, hacer yoga y viajar a África a tomarte doscientas fotos con niños hambrientos.

Pero, mientras que el concepto de «salvar al mundo» ha existido, quizá, desde el inicio de las mismas sociedades económicamente jerarquizadas, lo que separa al panorama actual de los pasados es que el modus operandi contemporáneo parece ser el de salvar al mundo cada quien por su lado y cada quien con su propia cartera, puesto que la concepción actual del cambio es aquella de rebelarse consumiendo y, a su vez, desechando palabras como revolución y conceptos como el más allá del capitalismo. De ahí, la retórica del «granito de arena», la cual hace referencia a los minúsculos actos individuales e individualistas que, según estos profetas burgueses del siglo XXI, deben constituir al «cambio del mundo», variando desde usar pajitas de metal, comprarle unas patatas fritas a una persona sin casa (y documentarlo en instagram) o compartir un hashtag en tu muro al estilo #salvemosalastortugas. Una praxis fragmentada en todos los sentidos, ya que esta no solo se debe llevar a cabo individualmente, sino que de igual manera, las problemáticas que se pretenden «resolver», también deben estar arbitrariamente distanciadas unas de otras. Así, si alguien osa decir que el hambre y el cambio climático son, ambos, fenómenos propiciados y propulsados por el capitalismo (y, por ende, la verdadera manera de «cambiar el mundo» es acabar con tal sistema), serás amablemente tildado de «autoritario estalinista», y ellos, los hipsters y billonarios a la par, se autodenominarán los verdaderos salvadores del mundo. Sin embargo, esta patología «fragmentalista» es el alma del capitalismo tardío, más aún que en presentaciones anteriores de este mismo sistema, pues el capitalismo actual, a diferencia de sus predecesores, está logrando la permeación del individualismo hasta en las clases más marginales, y a rápida velocidad, erradicando toda clase de comunidad, empezando por la laboral, con la creación del gig economy (economía del autónomo`), la cual actualmente alcanza a más de cincuenta y siete millones de trabajadores tan solo en EE. UU., y encargada de plataformas como Uber, Ubereats, Deliveroo, etc. Son empresas en las que los trabajadores ni siquiera conocen a sus jefes y mucho menos a sus compañeros, lo que convierte la lucha por la sindicalización en una misión casi imposible. Así se logra dejar a los trabajadores completamente sometidos a la explotación, viviendo bajo comisión de una cifra menor a la del salario mínimo en la mayoría de los países, sin protecciones y con políticas restrictivas, como no poder reportarse enfermo, porque «no hay jefe» pero al mismo tiempo verse despedido por efectuar tarde una entrega.

Todas estas problemáticas de la clase trabajadora en países desarrollados son las que los filántropos y volun-turistas de almas caritativas no se han preocupado por «resolver» (o, como les gusta decir a ellos, «ayudar»). Porque la idea de ir y salvar al mundo reside precisamente en el ir, en viajar a un lugar salvaje, incivilizado y «salvarlo» de sus desgracias. El reconocer que la pobreza, el hambre y la marginalidad son fenómenos mundiales y sistémicos, que están presentes tanto en el mundo entero, como en tu ciudad, en tu país y, quizás, hasta a un par de minutos de tu hogar, implicaría una cierta cercanía al fenómeno, la cual iría directamente en contra del espíritu neoliberal de estas prácticas, que explotan la alienación. La experiencia de ir y salvar al mundo es precisamente eso, una experiencia, que se compra, sabiendo que durará un cierto tiempo y que, cuando acabe, tú regresarás a tu casa con la única diferencia que ahora podrás contestar a la pregunta de qué hiciste durante el verano con un solemne «fui a salvar a África».

Sin embargo, no se puede condenar a estos individuos como «el problema», porque no son más que las personificaciones del ethos neoliberal, representantes de la profunda alienación que caracteriza a las clases privilegiadas actuales, las cuales están viviendo en la más profunda división entre burgueses y marginales, y que, muchas veces, no solo no se dan cuenta de tal alienación, sino que la propician y perpetúan. Una alienación que es intrínsecamente nihilista, pues estamos viviendo en el epítome del período de «Dios ha muerto», en el que se comprueba que este no solo ha muerto, sino que se ha llevado con Él la fe y la esperanza del imaginario colectivo. El «fin de la religión», que muchos ven como emancipador, ha terminado siendo el arma con la que se nos ha subyugado de nuevo, pues el nihilismo en el que vivimos no es más que una nueva religión, excepto que ahora sin las pocas virtudes del cristianismo arcaico, como la unión en comunidad, la noción de sacrificio por una causa mayor y la humildad que solía provenir de la creencia en la existencia de un poder superior, que, aunque pudiera sonar como algo inherentemente opresivo, tenía alguna virtud que no tiene el exagerado narcisismo que vivimos ahora. Un narcisismo marcado por la concepción de que no se ha de creer en nada que no sea uno mismo, algo que acaba siendo mucho más opresivo, ya que tiene como objetivo intrínseco, precisamente el propiciar las condiciones para que la noción de comunidad y de revolución parezcan maniacas y hasta inconcebibles. Por mucho tiempo el capitalismo sobrevivió al propagar sentimientos de orgullo profundo, por tu país, por tu ideología, por tu trabajo, todos principios basados en la acción y el compromiso y sustentados por una fe por conseguir y mantener «la buena vida», también conocida como el american dream, sin embargo, ahora que se ha perdido toda la fe en la meritocracia, en el nacionalismo y en la ideología, la nueva estrategia de supervivencia del capitalismo, es la de propagar la idea del realismo, esta noción de que «no hay nada más allá», de que si sales a explorar el vasto mar, no te encontrarás más que con una inmensa planicie, hambrientos krakens y violentas y escamosas femmes fatales, muy al estilo medieval.

Lo que vivimos ahora, quizá por primera vez en la historia, son los conceptos más vitales e inherentemente humanos, hundiéndose en lo abstracto. La alienación es tal, que todo se percibe como lejano, no solo uno mismo, el trabajo, ni las demás personas, sino también las ideas, conceptos que desde el inicio de la historia permeaban el mundo material, y que ahora se encuentran en lo más oscuro del socavón hiperabstracto. Como en un cuadro de Magritte, se nos arrebató la pipa y se dejó en su lugar tan solo la imagen de la pipa, algo que nos posiciona en un lugar profundamente cómodo, pues si nada tiene sentido, si nada tiene trasfondo, si todo es tan solo una versión diluida de lo que era antes y si nuestro deseo innato por «salvar el mundo» ha sido reducido a algo fácilmente ejecutado en acciones como pedir tu café sin pajita, hacer un viaje de tres días a un país en subdesarrollo y fingir que construyes una casa o comer soya en vez de carne, entonces se pierde el sentido de la lucha verdadera.

Pero la verdad es que el concepto de lucha no solo no es arcaico, sino que es, quizás, más necesario que nunca, por lo que no hay que confiar en quienes aboguen por su anulación y por su olvido, pues, sin lugar a dudas, sirven a una agenda política que es todo menos revolucionaria. Como no lo es el abogar por los «granitos de arena», algo que no solo es incompatible con la izquierda sino que es inherentemente conservador, pues aspira a la conservación de la comodidad y del espejismo de paz, aún así que esto implique sacrificar la libertad. No podemos permitir que la revolución sea reducida a acciones apaciguadoras, que busquen cambiar el espectáculo, en vez de eliminarlo por completo.

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