Jose Mari Esparza Zabalegi
Editor

Gora Errigora

Ocho años, 100.000 cestas, millón y medio de euros para los euskaltzales más marginados del país

Los intentos de armonizar la Ribera con el resto de Navarra vienen de antiguo. Desde que el romano Tito Livio separó el Ager Vasconum del Saltus y Prudencio llamara al Ebro «río vasco» a su paso por Calahorra, esa diferencia brutal entre las dos Vasconias la hemos arrastrado hasta la actualidad, ora como riqueza, ora como maldición.

Cuando en el siglo X se forma lo que Lacarra llama la «Navarra nuclear», la muga pasaba por la línea Tafalla-Estella. Al sur, los árabes acentuaron la diferencia. En el siglo XII la Ribera fue conquistada, pero su «navarrización» fue lenta: en 1237, Tudela seguía enviando emisarios «a Navarra». A partir de entonces, la Ribera abrazó el imaginario colectivo navarro. Primero fue su resistencia a la conquista; luego participó en la idea vasco-cantabrista que blasonaba su antigüedad y justificaba sus Fueros. Gran honor: Tudela, Tafalla o Estella, fundadas por Tubal, nieto de Noé, el primer euskaldun.

En el siglo XIX siguió viva esa identidad y basta leer a sus cronistas y literatos o asomarse a la Gamazada para comprobarlo. El Estatuto fue la esperanza para armonizar los avances sociales y la antigua autonomía. Las masacres del 36 alteraron la sociología ribera. En el camino quedaron aquellas cooperativas de los nacionalistas o de republicanos como David Jaime, dedicadas a vender los excedentes agrícolas en Bizkaia y Gipuzkoa.

Tras el franquismo renació el ideal de engarzar la Ribera con el proyecto vasco común. Mario Gaviria volvió a señalar el Ager como despensa de las superpobladas provincias vascongadas. Pero el travestismo político, el apartheid de la Ley del Vascuence y otros factores contribuyeron al alejamiento de las dos navarras. La pérdida de conciencia vasca, lo dijo Campión, acarrea la pérdida de conciencia navarra y abre paso, añado yo, a la derechización política. Nada que no dijera el Frente Popular en 1936.

En la actualidad, parecía que iba a cumplirse la sentencia que Urabayen hizo en 1920: la Ribera es «teatro de una sorda lucha de costumbres y en modos de ser entre Navarra por una parte y Castilla y Aragón por la otra, y en la que éstas últimas parecen llevar la ventaja». Y con estos pesimismos andábamos cuando aparecieron unos visionarios.

Sorprendentemente, no hacían discursos políticos, ni pretendían convencer sobre la idiosincrasia vascona de los riberos. Simplemente, se liaron a hacer cestas llenas de productos de calidad de la Ribera y de primera necesidad en cualquier hogar vasco. Llenaban una cesta en Ablitas, pagaban al productor un precio justo, la vendían en Lekeitio y dejaban el 25% para promocionar el vascuence. Soberanía alimentaria, auzolan y euskara, el orden de factores no altera la cesta.

Ocho años, 100.000 cestas, millón y medio de euros para los euskaltzales más marginados del país. Felices los de Amoroto porque comen bien y hacen país. Felices los de Arroniz porque tienen asegurada la venta. Cientos de agricultores implicados; veinticinco empresas productoras y transformadoras; doscientos puntos de reparto en los siete territorios; relación consumidor-productor sin más intermediario que el euskara; diversidad productiva y ecológica. ¿Se puede pedir más?

Con Errigora el aceite parece más virgen; las pochas más ecológicas; los espárragos más cojonudos. Pero no es eso, ni los beneficios que acarrea al euskara, lo importante. Lo grande del proyecto es que devuelve la ilusión; une el Ager y el Saltus; planta cara a la globalización con imaginación y eficacia. Errigora no es solo una genial idea. Es un camino.

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