Iñaki Egaña
Historiador

Hablemos de terrorismo

La ofensiva del Estado profundo y de los nostálgicos del aguilucho de los reyes llamados católicos y recuperado por los franquistas a cuenta del terrorismo no encuentra descanso. Cuando una ofensiva se convierte en costumbre, solemos relatarla como un acontecimiento sistémico. Y así es. Porque la última andanada, a través de ese juez-portavoz de los sectores arriba mencionados, en la que se tipifican casos de desobediencia civil como actos de naturaleza terrorista, no deja de ser una más. Puigdemont y cientos de activistas y voluntarios catalanes son los penúltimos de una ristra desgraciadamente inacabada. Vendrán más, porque el concepto de terrorismo en España tiene una interpretación tan amplia, por no decir interesada, que en su seno cabría la Vía Láctea.

La idea del terrorista se la inventaron los patronos ingleses para definir a los obreros y mineros que exigían, a través de protestas y huelgas, sus derechos laborales. Poco después, llegaron los anarquistas que, para diferenciar, se auparon al término, añadiendo una coletilla: terroristas revolucionarios. Hasta que el nazismo y el fascismo se apropiaron del uso. Los combatientes contra el apartheid, contra la ocupación, contra el pensamiento único, eran todos apestados terroristas. España, como no podía ser de otra manera, pasó a denominar terroristas a los que antiguamente y durante siglos había llamado bandidos. Hasta hoy, con el agravante de que el concepto se ha hecho tan amplio que un huelguista, un pacifista, un animador cultural, un cantautor... se han trasmutado, por la gracia de ese organismo especial que es la Audiencia Nacional, en terroristas. Singularidad que no comparten los vecinos. Por ejemplo, Batasuna y Segi eran organizaciones legales en Francia y terroristas en España.

Chomsky ya nos habló que el terrorismo es el arma de los poderosos. Edward S. Herman, el de "Los guardianes de la libertad", dejó una reflexión atractiva, la de que son considerados terroristas los grupos que matan al por menor, mientras que los que lo hacen a gran escala, como es el caso de varias potencias mundiales, no entran dentro de esa categoría. Que se lo pregunten a los voluntarios de ETA que procesaron en Burgos en 1970, a los que el tribunal calificó de terroristas porque «intentaban desprestigiar a la nación española y a sus instituciones históricas fundamentales». Un escarnio para un régimen, aliado del nazismo, que dejó decenas de miles de ejecutados en cunetas y lomas, aún en búsqueda.

Desde hace décadas, los amos del capital sufrieron la molestia de sus súbditos. Los proyectos antipopulares, pensados para enriquecer a unos cuantos en detrimento de la mayoría, sobrellevaron, asimismo, el despecho de los afectados. Si un joven de Valladolid o Écija lanzaba piedras o quizás hasta un coctel molotov contra un banco (de esos que este año pasado han declarado los mayores beneficios de su longeva historia), era juzgado por desórdenes públicos. Cruzando el Ebro hacia el norte geográfico, el castigo era diferente, terrorismo. Si un médico de buena familia violaba y mataba a una estudiante, salía por la puerta de atrás del presidio a los pocos años. Atenuantes como los del tricornio del teniente coronel de Intxaurrondo. Quemar una sucursal de una entidad bancaria de Barakaldo sin víctimas, sin embargo, era terrorismo y, con un código penal a la medida, 15 años de prisión sin posibilidad de redenciones. Hasta el diccionario inventó palabros antes de que los jueces percibieran la presión cuartelera: terrorismo de baja intensidad, terrorismo periférico...

Pero hubo más. Hasta convertir a España en esa singularidad que luce con orgullo, al igual que su fiesta «cultural» (los toros), la sangría y el sol en propiedad. Los atentados salafistas del 11S en EEUU fueron la ocasión. Entonces, Washington extendió la que llamaron «guerra contra el terrorismo». Y abrió una espita que encandiló a Madrid. Aznar aprovechó la ocasión para pedir una «alianza por las libertades», e incluir el conflicto vasco en la ecuación mundial. La primera medida fue de la Unión Europea que, por primera vez desde su creación, acuñó una definición, con un apartado al gusto hispano: «Obligar indebidamente a los gobiernos o a una organización internacional a realizar un acto o a abstenerse de hacerlo». El agresor se podía convertir en víctima.

Entre las nuevas medidas adoptadas por el Gobierno de EEUU se encontraba la lista de «grupos terroristas» que anualmente elabora el Departamento de Estado. ETA había sido introducida en 1997. Ese año de 2001, con la orden ejecutiva 13224, eran 22 las organizaciones mundiales incluidas, entre las cuales estaba nuevamente ETA. Un nuevo objetivo: el control sobre posibles fuentes económicas. El secretario del Tesoro Paul O’Neill, lo explicó: «Los bancos extranjeros que sigan manejando dinero de terroristas se arriesgan a que congelemos sus actividades o a que les prohibamos operar en Estados Unidos».

La novedad de la orden 13224 refería, por vez primera, a la introducción en las listas de nombres. Se trataba de «Terroristas Globales Especialmente Designados». Y en esa primera lista mundial era notoria la mano de Madrid: de 35 señalados, 21 eran acusados de vinculación con ETA, aunque algunos de ellos pertenecían a otras estructuras como Ekin o Jarrai. El resto eran libaneses, kuwaitíes y saudíes. En 2001, la población mundial era de 6.100 millones de personas. La vasca, en cambio, unos tres millones. Y resultaba que la mayoría absoluta de los «terroristas» eran de origen vasco. Una desproporción ilógica, un delirio.

El hecho tiene sus consecuencias. En veinte años, la lista fue engrosando con más vascos que, por cierto, muchos de ellos se encuentran en libertad. Sin embargo, sus derechos están restringidos. Entre otros, no pueden tener una cuenta en entidades financieras por la amenaza de Washington de retirar la licencia al banco que la abra. ¿Alguien da más? España, siempre a la cabeza.

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