Antonio Alvarez-Solís
Periodista

¿Hasta cuándo los bueyes han de soportar el yugo?

Un yugo muy pesado, consistente en la agresión y el abuso constantes representados por la monarquía, en unos gobernantes a su servicio y en una jerarquía eclesiástica que colabora con ese estado de las cosas. Hasta cuándo, se pregunta el veterano periodista, y por qué -utilizando la misma metáfora que Miguel Hernández- «los bueyes» han de soportarlo.

Hasta cuándo los ciudadanos españoles han de soportar una monarquía que venida de la falsedad es la mentira? ¿Hasta cuándo los ciudadanos han de sufrir la agresión de los poderes? ¿Hasta cuándo los gobernantes han de servir escandalosamente a quienes esquilman al pueblo? ¿Hasta cuándo los partidos que dicen representar la democracia han de constituir el biombo que solapa todas las insidias? ¿Hasta cuándo hemos de seguir creyendo que la riqueza es obra de los poderosos? ¿Hasta cuándo las leyes deben ser concebidas desde la moral de la represión? ¿Hasta cuándo los jueces y los fiscales seguirán hundiendo sus raíces en el contaminado humus de la minoría? ¿Hasta cuándo la angustia y la desesperación han de constituir el más duro de los impuestos? ¿Hasta cuándo hemos de creer el catecismo de los que han podrido la realidad con los títulos de una estólida sabiduría? ¿Hasta cuándo el orden ha de consistir en el silencio? ¿Hasta cuándo esos católicos aupados a la jerarquía del gobierno seguirán sin realizar el mandato de que los pobres poseerán la tierra? ¿Hasta cuándo el indignado grito de rebeldía frente a la opresión constituirá un delito? ¿Hasta cuándo el hambre seguirá siendo una fatalidad inevitable? ¿Hasta cuándo la majestad será honrada bajo el palio hecho con la piel de los que nada pueden? ¿Hasta cuándo la santidad seguirá constituyendo el remedio para la impotencia? ¿Hasta cuándo durará el espolio de los que, como cantaba el poeta, tienen «los pies y las manos presos»? ¿Hasta cuándo el miedo constituirá el abono de la ignorancia? ¿Hasta cuándo la palabra «libre» excitará la represión del que maneja el poder? ¿Hasta cuándo exigir justicia constituirá un atentado? ¿Hasta cuándo el poder nos herirá protegido por el velo de los argumentos escritos en lengua que no entiende el pueblo?

Sí. ¿Hasta cuándo?

Por qué un rey puede burlar sus deberes con la simplicidad de un engaño menguado? ¿Por qué hemos de asistir inmóviles al nefando espectáculo de una Cumbre que secreta barro sobre la llanura en que trabaja un pueblo derrotado? ¿Por qué los representantes de la nación se envilecen actuando, según clamó el santo caballero ya vencido, como servidores de «señores que en gusanos se convierten»? ¿Por qué empecinarse hasta el escándalo moral en ocultar la partida de nacimiento de una monarquía que no fue proclamada por la calle? ¿Por qué una reina, destrozada como mujer y soberana, decide huir hasta donde no la alcance la luz turbia de la Corona? ¿Por qué tantos ciudadanos confiesan su pecado monárquico sin propósito de enmienda? ¿Por qué los ministros, los banqueros y quienes les ponen la mesa para el solaz diario se limitan a jugar al ajedrez con las vidas sin más propósito que prolongar su lujuria de poder? ¿Por qué el escándalo que esparce la tormenta augusta alborota a la razón mientras las masas son invitadas a portar la leña para su propio sacrificio? ¿Por qué se desprecia al pueblo sacralizando de nuevo al ser que reclama a Dios como su padre? ¿Por qué, como en los siglos del poder absoluto, hay que susurrar calladamente el escándalo de las dos Cortes? ¿Por qué no se puede someter al juicio popular la existencia de una monarquía en un siglo que precisa redimir su espíritu de la injuria del fascismo? ¿Por qué la obligación de tantas cargas ha de amortizarse en el clamor de la indignación callada? ¿Por qué nada de lo que se dice desde el poder concuerda con la verdad sin que los cimientos del país se conmuevan? ¿Por qué el empobrecido ciudadano ha de pagar tantas horas viciosas sin ser suyas? ¿Por qué hacen que los corazones honrados que quedan en una nación sin brújula hayan de llorar por la muerte de un elefante? ¿Por qué tan disparatado circo con equilibristas sobre la cuerda floja de una existencia agotada, domadores de ciudadanos adormecidos, tramoyistas de la realidad fingida?

Sí. ¿Por qué?

¿Qué pretenden de nosotros, apaleados por todas las instancias y en todos los momentos? ¿Qué pretenden prolongando la existencia de un mundo que sirve de trituradora de todo bienestar? ¿Qué pretenden de las masas que deambulan por los días con la brújula perdida? ¿Qué pretenden decir cuando hablan de salvar el estado del bienestar, que hace tiempo yace como la chatarra al borde del camino? ¿Qué pretenden con su vacío lenguaje solemne? ¿Qué pretenden mantener?

Sí ¿Qué pretenden?

Es la hora de formularse las grandes y pequeñas interrogaciones en campo abierto, a socaire de la ley de innúmeros y viles brazos; el momento de hacernos esas preguntas sin temor en la lengua ni restricción en el pensamiento. De hablar sin aprensión alguna. Si no hubieran destrozado groseramente la cultura humanística que hizo del hombre nacido de la Ilustración algo admirable podríamos demandar con el místico, y sin temor a la burla grosera que campea en la tremenda ignorancia actual, aquello de «pon en mi boca palabra verdadera y firme, y desvía lejos de mí la lengua cautelosa». Pero ¿ha llegado la hora del valor honrado, del sentido del deber social, de la decisión sin recaudos pobres? Si no ha llegado esa hora, si no somos capaces de protagonizarla a campo abierto, de ocupar la vida en todo su significado, el horizonte se ennegrecerá por días. Y a medida que la luz disminuya, los que han concitado la tormenta con sus avaricias y sus desmanes aumentarán sus acusaciones contra el pueblo; acusaciones que una parte ya sustancial del mismo ha asumido con ese maldito espíritu de la posmodernidad que ha fabricado un mecanismo de autocrítica que, como las malas armas, hiere al usuario con su retroceso. No, no es momento de autocrítica del discurso popular, sino de establecer las responsabilidades de quienes tienen la sartén por el mango y el mango también. La ruina que vivimos la han producido ellos; la negativa al remedio correcto, que lo hay, se apoya en la aversión a reconocer su inmensa concupiscencia. Cuando contemplo a diario los encontronazos entre «populares» y socialistas, me pregunto con perplejidad por qué se acusan con triste y escandaloso cinismo de una situación que corresponde a los dos en un proindiviso trágico. Aznar la alentó, Zapatero quiso aprovecharla.

Ahora parece intentarse el último acto de esta obra de enredo, acto en el que se pretenderá salvar los muebles: fabricar con urgencia un príncipe de porte prudente frente a un rey agotado por sus excesos. Es decir, reinventar por segunda vez una monarquía que arrastra un insuperable pecado original. Y en esa segunda transición puede enfangarse por los jugadores a dos paños el advenimiento de la tercera república. Creo que esa república hay que gestarla con mucha decisión y un infinito cuidado, sobre todo por parte de los pueblos que han de liberarse con ella, porque de la vieja España, tan presente en la hora actual, habrá de hablar una España nueva, si es que ha aprendido la lección de la historia. Una república que no se tema a sí misma, que confíe en la calle, que se entusiasme con la libertad, que haga frente a los poderes que secularmente la han malogrado. Una República que olvide el «hasta cuando» de sus males seculares, que responda, por fin, con decisión y nitidez a los «porqués» de sus interminables desgracias y que sepa con claridad «qué pretenden» los ciudadanos españoles en su presunto deseo de ser libres y vivir en una democracia constituida férreamente por «trabajadores de todas clases».

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