Jonathan Martínez
Investigador en comunicación

Héroes del silencio

El próximo martes se cumplen cuarenta años de la muerte del doctor Esteban Muruetagoiena y el Ayuntamiento de Oiartzun, a petición de su hija Tamara, ha celebrado unas jornadas de homenaje y reconocimiento en las que he tenido la ocasión de participar. Supongo que el caso resulta cada vez más familiar y que poco a poco se ha ido despejando la larga bruma de la desmemoria. Estos días hemos vuelto a contar su historia, la historia del médico que en 1978 curó las heridas de dos miembros de ETA y que cuatro años después, cuando ya había demostrado su inocencia ante la Audiencia Nacional, terminó detenido y empujado a un periplo de comisarías, incomunicación y malos tratos que iban a costarle la vida.

Ayer fue día de solemnidad institucional. No es ni será la primera ocasión que las autoridades municipales rinden honores ante la placa del centro de salud que lleva el nombre de Muruetagoiena. El viernes, sin embargo, hubo tiempo para la reflexión en torno al fenómeno de la tortura, su naturaleza y sus implicaciones. En el salón de plenos del consistorio guipuzcoano, el forense Paco Etxeberria repasó los números de la escabechina, alrededor de cinco mil casos confirmados en Euskal Herria. Todo esto, claro está, a la espera de que las indagaciones avancen en Nafarroa y con la certeza de que no todos los casos podrán ratificarse. Todavía necesitamos desatar demasiados silencios.

Etxeberria rememoró su experiencia en el Instituto Vasco de Criminología y desgranó los avatares del informe que ha elaborado para el gobierno autonómico. Contó que una víctima de la tortura había tratado de suicidarse cuando estaba a punto de aportar su testimonio a la investigación. Cuesta trabajo medir el peso de una experiencia tan traumática, el pozo de la indefensión, la detención y el aislamiento, ¿pero cuánto cuesta desembarazarse de su yugo? ¿Qué seísmo se desencadena en las entrañas del torturado cada vez que se siente obligado a rememorar el trance, cada vez que intenta poner palabras a lo que no puede pronunciarse?

Allí donde habla el tormento, la víctima solo puede guardar silencio. La tortura, dice Elaine Scarry, es en sí misma un lenguaje. Un lenguaje que consigue, a través del dolor, destruir el lenguaje del torturado, deconstruirlo hasta rebajarlo a un prelenguaje inarticulado de llantos y gemidos. Diana Taylor, que examinó los métodos inclementes de la dictadura argentina, entiende la tortura como una escritura ejecutada en la página en blanco del cuerpo de los detenidos. La anatomía torturada se convierte así en un texto, en un mensaje remitido al mundo exterior. Quien sepa entenderlo, lo entenderá.

El jueves pasado, durante las jornadas de Oiartzun, acompañé a Tamara Muruetagoiena en su búsqueda de la verdad. Javier Buces, de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, presentó el evento. Una vez más flotó en la sala la idea del silencio. Por una parte, queremos respetar el derecho a callar a sabiendas de que hablar exige un precio que no todo el mundo está dispuesto a pagar. Por otro lado, aceptamos que muchos de nuestros padecimientos son el resultado de no haber entablado un mínimo diálogo. “Yo respeto el silencio”, dice Tamara, “pero a mí el silencio no me ha servido de nada”.

Quiero pensar que estos encuentros en torno a la memoria abren una vereda terapéutica. Incluso un grito en el vacío puede resultar liberador cuando nadie esta dispuesto a escucharnos. Pero cada vez más gente nos escucha. “¿Tú eres periodista?”, me dice un vecino de Oiartzun. “Te voy a contar uno de mis pasos por el cuartel”. Y me cuenta un interrogatorio con un poli bueno y un poli malo y un bote de gas lacrimógeno vaciado en el gimnasio. “Las baldosas de este ambulatorio me recuerdan a la comandancia del Antiguo”, me dice otra vecina. Sanar las heridas de la tortura, pienso, es una responsabilidad colectiva porque cada pequeña baldosa contribuye a explicar el dibujo completo del mosaico.

Ahora recuerdo que el año pasado por estas fechas me sumergí en la documentación que existía en torno a la muerte de Esteban Muruetagoiena y tuve que zigzaguear entre las falsas misivas, las fechas equivocadas y los testigos nebulosos. El propio shock de la tortura impidió que el doctor de Oiartzun prestara un testimonio fidedigno de su calvario. En medio de la desorientación, en el poco tiempo que medió entre su liberación y su muerte, sus palabras nos dejaban pistas escasas de lo que ocurrió durante aquellos nueve días en que se lo tragó la tierra.

Si no fuera por los registros de la época y por las declaraciones de algunos supervivientes hoy no podríamos reconstruir el itinerario de aquella barbarie. Y es necesario reconstruirlo para garantizar a los allegados de la víctima su legítimo derecho a la verdad, a la reparación y a la justicia. Por muy escandaloso que resulte, me temo que podemos olvidarnos de sentencias y condenas. El grado de impunidad que ha protegido a los funcionarios del martirio es tan inamovible que la justicia de unos parece la utopía de otros. Tampoco creo que la reparación vaya a llegar de Madrid; en la taxonomía oficial de las víctimas se han establecido categorías y Esteban Muruetagoiena ha quedado relegado a las últimas filas. De momento, un buen taco de formularios sigue su curso en los despachos de Lakua.

Hay silencios que queman y hay palabras que curan. A veces hace falta abrir la boca para cerrar las heridas por mucho que los malos recuerdos regresen y el daño vuelva a salir a flote como la réplica de un terremoto. Es verdad: la marca del dolor nunca termina de desvanecerse. Pero siempre es peor morir con heridas que sobrevivir con cicatrices.

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