Iñaki Egaña
Historiador

Hombres y mujeres inútiles

La invisibilización, con el consiguiente descargo a la inutilidad de clases anteriormente productivas, asciende inexorablemente.

El fenómeno literario de Yuval Noah Harari con "Sapiens" y "Homo Deus", le ha llevado a editar un trabajo menor, "21 lecciones para el Siglo XXI", en el que incide en algunas de las cuestiones que nos preocupan sobremanera. Nos preocupan en la medida que están ligadas al futuro de la humanidad, de nuestra civilización.

Entre ellas, y de manera reiterada, Harari hace hincapié en una idea que no es nueva y que incluso, se ha dado en todas las fases de la historia. El previsible incremento hasta unas cotas extremas de una clase que llama «hombres inútiles». Desconozco si la traducción mengua el concepto que nosotros equipararíamos a «hombres y mujeres inútiles».

En resumen, se trataría de una franja de la población mundial cuyo rendimiento económico, en términos de extracción de plusvalía o susceptibilidad de consumismo notable, se acerca al cero. Quedarían borrados de las estadísticas, y su interés para el neoliberalismo sería nulo.

El origen de estos cientos de millones de desvalidos absolutos tiene ya su cepa en los avances tecnológicos. Harari le llama «disrupción tecnológica», que comprendería el auge de la inteligencia artificial y la bioingeniería. Entre los ejemplos que cita, rescato uno: las decenas de miles de esclavas que tejen desde Bangladesh o la India, malpagadas y en condiciones de trabajo lamentables, tienen, al parecer, los días contados. Un código de barras descargado en el teléfono móvil, una impresora 3D o un telar en una tienda especializada de Bilbao, Chicago o Estocolmo, permitirán que la ejecución se haga fuera de los talleres esclavistas, incluso a más bajo coste y a mayor velocidad.

Como las tejedoras de Bangladesh, que se convertirán en «mujeres inútiles», el futuro nos avanza en la desaparición de millones de puestos de trabajo. La inteligencia artificial, los algoritmos, se desplazarán a velocidad de vértigo y la vida dejará de ser tal y como la hemos conocido durante milenios. Y no es ciencia ficción. Las elites se comprimirán aún más y como ya viene siendo tendencia en las últimas décadas, los ricos serán más ricos y los pobres cada vez más necesitados.

En la mitología hindú, los parias eran aquellos apestados a los que las clases superiores ni siquiera podían tener contacto con su sombra. Marginados y rescatados en la traducción de "La Internacional" que hicieron los anarquistas al castellano: «Arriba parias de la tierra». El original, sin embargo, cita a los condenados de la tierra» («Les damnés de la terre»). Una clase o casta irrelevante, inútil religiosa y económicamente.

Cuando el periodista polaco Ryszard Kapuściński llegó a África a cubrir las revueltas independentistas y anticolonialistas de la década de 1960, también utilizó un término similar al de «hombres inútiles». Su recorrido, publicado con el título de "Ébano", nos dejó un reguero de sensaciones brutales. Recuerdo sus citas a la «existencia miserable» de millones de africanos, considerados por los europeos en la época de la colonización y el esclavismo como «no hombres». Hasta el punto que cuando los ingleses acordaron la construcción de la línea del ferrocarril entre Mombasa y Kampala, echaron mano de hindúes que trasportaron desde otro continente. El obrero africano no entraba en los cálculos: pura y simplemente porque no existía. Aquellos «hombres inútiles».

Desde nuestra hipocresía actual, la expansión de esos hombres y mujeres inútiles que han estado desperdigados en los continentes colonizados, después de evacuarlos de nuestras conciencias, no ha sido relevante. La cuestión se engrandece, precisamente, cuando la relevancia llama a nuestras puertas. Hoy, mañana a lo más tardar, los hombres y mujeres inútiles han podido nacer en Otxarkoaga, Altza, Arrotxapea, Zaramaga o Saint-Esprit de Baiona. Incluso, si son pensionistas, en cualquier otro barrio de mayor pedigrí urbanístico.

Es precisamente en el orden de la llamada «pobreza anclada», la expresión acierta expresamente en su significado, que las diferencias se han agrandado y se agrandan cada vez más, a medida que pasan los años. Gaindegia nos recordaba hace poco también que los barrios más ricos cada vez están más despoblados y contienen a más opulentos y los pobres cada vez más pobres y más saturados. ¿Saben que Irún, Barakaldo y Donostia son las poblaciones vascas con mayor índice de pobreza anclada? Sí, han leído bien. Lo ha dicho recientemente la consultora AIS Group. Esa ciudad, la capital guipuzcoana, en trance de ser vendida a las multinacionales, ya ha ejercitado un camino enorme, para regocijo de los turistas. Esa pobreza alimenta el baúl de los «inútiles» para el sistema, los que son un «estorbo» permanente.

Supimos, asimismo, con el inicio del curso escolar, que más de 60.000 familias pasan penurias para acomodar a sus hijas e hijos en el pupitre. Los gastos extras superan a sus ingresos. Más de 125.000 pensionistas vascos están por debajo del límite de la pobreza. Las mujeres son mayoría, 79.700. ¿Para qué aumentar su pensión a límites dignos?, se preguntarán las elites económicas (Confebask entre ellas) avaladas por sus representantes políticos. Su esperanza de vida concluye, su consumo es mínimo… No son interesantes para el sistema. Son también inútiles.

La corriente neoliberal ha retroalimentado estas cuestiones. Materias similares en las décadas anteriores. Pero cuando la marginalidad ha llegado a los propios trabajadores, a los jóvenes recién salidos de la universidad que ingresan la lista del paro, ¿qué reacción han generado las elites económicas? Ninguna. Por el simple hecho de que la constricción de la «clase útil» es parte de su relato. No tienen necesidad de modernizar su estatus porque los ingresos les van llegando de sus propios sectores, corporativistas y defensores de su medio. Cada vez menos útiles y más inútiles.

En estas reflexiones también ha recalado en un espacio similar. La reciente conferencia en Donostia del sociólogo Manuel Castells deslizó un titular contundente: «la crisis del modelo de democracia liberal es tan profunda que no puede sobrevivir». Una idea compartida en otros foros, desperdigados por el planeta. El desencanto en los partidos, en las instituciones, en el propio sistema (neo)liberal que sus próceres han intentado implantar en los cinco continentes, en ocasiones a golpe de misiles, ha provocado acontecimientos inéditos. No se trata del fin de las ideologías, como afirmó Francis Fukuyama a la caída del Muro de Berlín, sino de la transformación profunda entre las élites de poder y el pueblo, la ciudadanía que se dice ahora.

Los puentes han sido quemados y el salto de una clase a la otra es de semejante magnitud, que situaciones como las «descontroladas» de los chalecos amarillos en el Estado francés, no son sino paradigmas de estos cambios profundos que van camino de asentarse en nuestra sociedad posmoderna. Centenares de miles de hombres y mujeres cuya aspiración es la de recuperar su estatus anterior a la crisis financiera y a las consiguientes reformas, tomaron las calles para manifestar su descontento. Sé que es complicado simplificarlo en un par de líneas, pero ese recorrido tiene, asimismo, sus días contados. No habrá recuperación. No habrá marcha atrás. El Antropoceno puede estar, incluso, tocando a su fin.

La invisibilización, con el consiguiente descargo a la inutilidad de clases anteriormente productivas, asciende inexorablemente. No llega, espero, el apocalipsis, aunque la hipótesis no es descartable por eso del colapso ecológico que poco a poco, aunque nos pongamos las pilas, se está convirtiendo en irreversible.

Negar a pensionistas, a jóvenes universitarios, a mileuristas, a precarios, a marginadas por el sistema, su visibilización, convertirlos en «inútiles del sistema», y paradójicamente intentar integrarlos en el mismo, a través de su abstención electoral, la única que les da permiso para ser considerados humanos, no tiene futuro. La baraja va camino de romperse más pronto que tarde.

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