Kepa Tamames
Escritor

¿Idiotas para siempre?

A uno le queda la esperanza de que todo esto sea una suerte de idiocia comunitaria pasajera, de que más pronto que tarde despertaremos, y de que el dinosaurio no estará ahí.

Niegan de súbito que alguna vez hubiera Comité de Expertos, aunque fueron «esos expertos» quienes sugirieron el confinamiento –vulgar eufemismo para «arresto domiciliario»– durante meses. Negaban en su momento la utilidad de las mascarillas, y ahora son la clave para salir de esto (¿de qué, exactamente?). Liberadas ya las manos de guantes, olvidamos que en primavera íbamos todos cuales cirujanos en plena faena. Las cuentas de «afectados», de «fallecidos con/por», de «enfermos», de «asintomáticos» o de «distancia social» no cuadran. ¿Es que ni sumar o restar sabemos ya? Conectados todo el santo día a la pantalla, que nos escupe una catarata de datos, contradatos, metadatos, intradatos... pero somos incapaces de contar, de ordenar nuestras ideas en su estrato más elemental, de aplicar al escenario –al de cada cual, personal e intransferible– una dosis mínima de sen‑ti‑do‑co‑mún, ese que tan útil nos resultó siempre, desde nuestros albores como especie. Supongo que por tan terrible carencia nos fijamos con aviesa mirada policial en quien va libre de mascarilla por la calle, mientras pasamos en modo zombi ante una caterva de fumadores y bebedores en animada tertulia al aire libre.

Nos dijeron que debido a su excelencia protocolaria habían salvado 450.000 vidas. ¡Con un par! Y aquí no pasó nada sustancial. Los mass media ni preguntaron a los gestores por detalles de tan maravillosa fórmula, más que nada por aplicarla al resto del mundo, que por entonces no llegaba a tamaña cifra de fallecidos. Y me pregunto: dada la prodigiosa habilidad de «salvar» a tanto ciudadano, ¿qué les impidió «salvar» a medio millón, ya puestos, siendo así que no tendríamos ahora baja alguna? Llámenme simple, pero yo no alcanzo a comprender que sin apenas despeinarse salven al 90%, y no sean capaces de hacer lo propio con el 10% restante...

A quien manifestó en enero que por estos lares apenas habría «uno o dos casos» se le regalan programas de máxima audiencia –allá ella– donde pavonearse y exhibir sus dotes físicas y cuitas personales, que a un servidor le importan un bledo, pero que al parecer entusiasman a no pocos. Y afirma el fulano que ya entonces «trabajaban a destajo, hasta catorce y dieciséis horas diarias». ¿No es eso mucho trabajar para luchar contra «a lo sumo, un par de casos»? Y nuestro rostro sigue presidido por una medio sonrisa acartonada. Nos rompemos las manos aplaudiendo a quienes –siempre con las honrosas excepciones– se niegan a atender a sus pacientes cara a cara, pero sacan tiempo para la coreografía del show pasillero, porque aquí el autobombo y el exhibicionismo adolescente lo tomamos a granel. Y convertimos en héroes icónicos a los miembros de un grupo profesional compuesto de gente chapeau e indeseable en la correspondiente proporción, como en todas partes. Pero ya tienen su premio bajo el brazo. Y seguimos con la sonrisa boba tras el bozal...

A uno le queda la esperanza de que todo esto sea una suerte de idiocia comunitaria pasajera, de que más pronto que tarde despertaremos, y de que el dinosaurio no estará ahí. Pero me punza al tiempo la realidad, y contemplo entre horrorizado y apático la posibilidad de que nos hayamos vuelto «idiotas para siempre». De ser así, y aunque nada más que un poquito, yo sí creo que nos lo merecemos. Esto, y lo que venga.

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