Iñaki Egaña
Historiador

La agenda del Reino

La vuelta a las urnas en este contexto tiene el significado de lograr un gobierno de concentración.

Hubo elecciones a Cortes españolas a finales de abril de este año, y nos vamos a su repetición el 10 de noviembre próximo. Un tipo como Pedro Sánchez, que ganó las primarias internas de su partido frente a la nomenclatura, orientando un cuidado discurso izquierdista, propone una gestión derechista a la que los ultras barajeados en Vox, PP y C’s, por razones coyunturales y de protagonismo (ego) aún no han aceptado. Habrá que esperar dos meses más.

Así que, vilipendiando a quienes están a su izquierda y desdeñando a los no-nacionalistas hispanos, esos que alguien ha llamado nacionalistas periféricos, el tal Sánchez vuelve al ruedo para dar una segunda oportunidad a la derecha. Tal y como lo había propagado el Círculo de Empresarios, es decir el gobierno real de España. Por eso, después del 10 de noviembre, sea cual fuere el resultado, estaremos peor que antes del 10 de noviembre. El poder económico tendrá más poder, y quien alcance la Moncloa, con los apoyos que lleguen, menguará aún más su sombra y sus actos de besamanos se multiplicarán por las autonomías, los juzgados y los cuarteles.

El Partido Socialista ha buscado, y no hace falta tener conocimientos especiales para percibirlo, ese «sentido patriótico» con el que envolvió su discurso para continuarle presidente a Mariano Rajoy. Entonces, la «salvación» de España estaba por encima del resto de cuestiones, algo que nos asombró a quienes ya no nos debería asombrar casi nada. Tal y como fue percibido también en algunos sectores internos del PSOE, los mismos por cierto que auparon en las primarias a Pedro Sánchez. Porque entonces, la derecha española, recordarán, transitaba ya camino del monte donde se echaría definitivamente con las primarias que dieron la dirección a Pedro Casado.

España está en una de las más graves crisis de su historia peninsular. Que como sabrán es reciente porque sus colonias y conquistas se han ido desanexionando y creando, excepto en el caso marroquí si no estoy equivocado, repúblicas. La crisis no solo fue la económica de la burbuja inmobiliaria y bancaria, sino también otra tan profunda como la de su propia naturaleza, la territorial. Una crisis también de confianza que aleja de las urnas sistémicamente a uno de cada tres ciudadanos (un hecho, por otro lado, no imputable únicamente a la crisis hispana sino al sistema representativo. En las últimas presidenciales en Túnez, la participación ha sido del 45%, en las municipales de Rusia de la semana pasada, la participación no ha superado el 21%).

Hay un componente permanente que forma parte de la naturaleza hispana. Y de quienes se lucen en sus escenarios. El de la corrupción. Un mecanismo que supera etapas históricas, formaciones políticas y sindicales, instituciones y demás. La corrupción, con todos sus derivados, desde el nepotismo hasta el clientelismo, es uno de los signos, sino el que más, de la identidad española. En cualquiera de las esferas que el lector escoja, grande, pequeña, mediana. Lo extraordinario es hasta qué punto la sociedad española ha interiorizado la corrupción y los amaños, hasta qué punto ha aprendido a convivir con y de ella.

La corrupción hizo caer un gobierno durante la Segunda República española sin aparentes problemas estructurales, porque dos años después los corruptos se levantaron en armas y recuperaron el poder. No les importó retroceder económicamente varias décadas. Durante el franquismo fue el quid para que la dictadura cohesionara a todas sus tendencias. Mientras todos pillaban tajada, las disidencias fueron minimizadas. Desde entonces, como si fueran minucias literarias ya descritas en los textos de Cervantes, esta descomposición se difumina en razones de picaresca.

Por tanto, ningún caso de corrupción, por espectacular que fuera, será punto de partida para una involución, incluida alguna con tintes progresistas. El hoy rey emérito, el «más demócrata en la historia de España» según el relato oficial, fue sacrificado y no sucedió más que un estiramiento en la oralidad tertuliana. Todos y cada uno de los gobiernos españoles y sus actores desde aquel de 1934 que cayó por el llamado estraperlo (con la excepción del de 1936 que no tuvo tiempo para entramparse) han tenido implicaciones en la corrupción.

Por eso creo que la crisis que pone históricamente a España al borde del precipicio es la identitaria, que es decir la territorial. La desaparición de ETA ya destapó decenas de postureos y falsas posiciones democráticas, con la excusa de la llamada «lucha contra el terrorismo». Desaparecido el origen de todas los «males» que lastraban el desarrollo democrático español, incluida la poca vocación fiscal de empresarios, actores y otros miembros de la farándula, la identidad hispana se ha disparado, como un castillo de fuegos artificiales.

Y no ha habido un atisbo de revertir su sentimiento histórico. Como ya dijo hace un siglo Josep Pla, «lo más parecido a un español de derechas es un español de izquierdas». El procés catalán ha desempolvado toda la caspa aún presente en la clase política española, la misma cuyo aliento hemos sentido en Euskal Herria en las últimas décadas: represión, cárcel, fake news, guerra sucia… y construcción de un relato propio de escribanos medievales de literatura fantástica.

La vuelta a las urnas en este contexto tiene el significado de lograr un gobierno de concentración, algo que ya estuvo en la mesa cuando el hoy rey emérito fue arrojado del palacio real. Un gobierno de «salvación», es decir que la derecha no ejerza a través de un partido supuestamente de izquierdas, sino directamente. Que el Ibex, los empresarios, los banqueros, el poder judicial y militar, tengan la seguridad de que, de una forma u otra, no van a tener fisuras en la forma de gobernar. Porque el enemigo de veras es el separatismo. Y ya lo dijo el líder de la derecha, Calvo Sotelo, en la campaña electoral de las últimas elecciones en las previas de la llegada del franquismo: «antes una España roja que rota».

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