Antonio Alvarez-Solís
Periodista

La desaparición de los ciudadanos

En la reunión de Davos se ha hablado, con gran despliegue de orquesta, de la cuarta revolución industrial ¿Y en qué consiste esa magnífica revolución que incrementará vertiginosamente, según sus teóricos y dirigentes, la riqueza universal aunque al final genere nuevamente, no nos engañemos, el mismo mundo de dueños y siervos?

Pues, sencillamente, esa revolución que llevará al mundo a su orto consistirá en la desaparición definitiva de los ciudadanos –a ser posible, una desaparición física– como fuentes de soberanía. Rotundamente, la cuarta revolución industrial se basa en la eliminación de más del 50% de la población del planeta, que ahora supone un peso muerto para manejar multiplicadamente los grandes intereses dadas dos realidades: la innecesariedad del actual costo humano en una producción al límite de su automatización y la irrelevancia consecuente de su consumo como individuos. En suma, una producción al alza y un consumo empobrecido y cuesta abajo con trabajadores sometidos a la paradoja del trabajo sin empleo digno de tal nombre. Hace poco contemplé una fabricación de automóviles en cuya cadena de montaje trabajaban afanosamente una serie de robots y dos trabajadores que ponían unos tornillos finales. La última época del capitalismo, la cuarta como postulan los poderes atrincherados en Davos, no tiene ya capacidad para un desarrollo horizontal que implique, con espíritu de crecimiento, a esos tres mil o cuatro mil millones de seres humanos en un empleo dignificante.

Perdida, pues, la consideración de esos seres como expresión, aunque corrompida, de la jaleada soberanía humana con todos sus valores –¿soberanos sobre qué?– el Sistema estima que no tiene sentido alguno mantener esas masas como ficción de un protagonismo ciudadano multidimensional. Esa concepción espiritual del hombre como protagonista de toda la existencia ha sido radicalmente amortizada. La clase rectora no precisa ya de barnices. El trabajador clásico es hoy el nuevo mendigo que, sin aportar nada significativo a la contabilidad de los poderosos, aumenta una serie de gastos irritantes tanto en la educación como en la sanidad, por ejemplo. Parece obvio, por tanto, que esas masas vayan siendo destruidas rápidamente con diversas herramientas –desde la guerra al hambre– como restos infecciosos que impiden el vertiginoso desarrollo de una ecología monetaria con protagonistas cada vez más limitados.

La democracia como alma colectiva ha sido devorada por el Sistema. Sólo son ciudadanos los que puedan auparse al ágora que ya no es la de Pericles. Fuera de ese fingido tipo actual de ágora lo que existe es un amasijo de restos de un fenomenal naufragio moral ¡Fuera, por tanto, la chatarra! El hombre actual debe ser, a la vista de todo lo indicado, dado de baja en la vieja nómina productiva. El mundo ha dejado de ser radicalmente la herencia común de los siglos, que esa sí hay que salvar con los sacrificios que sean menester. Más ¿quién queda en la militancia fraternal? Hasta los militantes del precariado se reúnen con frecuencia junto al que huele a despedido para vestir su tronada capa laboral. Hasta un socialismo convertido en verdugo de multitudes se ha transformado en ejecutor –supuestamente moderado– de la monstruosa doctrina capitalista que aloja el más criminal de los proyectos. ¿Hablamos, pues de un holocausto, que es término mucho más amplio del que ahora se usa? Cada cual pregunte a su conciencia. Al menos que expliquen a los españoles unos políticos como Felipe González, José María Aznar y otros tantos por el estilo, en qué consiste un gobierno «reformista y progresista», que se piensa evidentemente como la herramienta idónea para la aniquilación aséptica de las masas que ahora ya no sirven siquiera como vivero de una fuerza de trabajo esclavo.

Observando con cuidado el actual paisaje humano se llega a la conclusión de que nos movemos en aguas moralmente fangosas al carecer del elemento espiritual que actuaba, bien que mal, como fiscal o estímulo purificador. Sin la prevalencia del espíritu son vanos todos los intentos de libertad o de democracia que tratan de encubrir las actuaciones escandalosas de una economía cínica e íntimamente desnuda de valores. Una sociedad como la presente nos plantea como remedio de tantos males el árido y complejo materialismo actual, que fabrica con admirable ostentación individuos abandonados por completo a sí mismos. Seres amojamados para una aventura que carece de hoja de ruta y de destino y que plantea una existencia sin ningún tipo de justificación.

Quiero subrayar que no estoy hablando de una espiritualidad disuelta en imaginaciones que desbordan el mundo real hasta secar las raíces del árbol existencial del ser humano.

En una visión simple del problema: hablo de la espiritualidad como sustancia que genera o conserva lo colectivo como el único ámbito que contiene el ADN de la decencia para salvaguardar la gran herencia del mundo, la vida heredada o heredable. Pienso en un espíritu que anime y proteja lo material y lo haga soporte de un ser destinado a ennoblecer la multitud como portadora de la igualdad y la fraternidad. Cuando uno habla del materialismo hay que resguardarlo con sumo cuidado de cualquier degradación presuntamente filosófica. La revolución se hace siempre con el espíritu, que no es una simple sobreestructura soñada por la imaginación sino el marcapasos salvífico de la verdadera acción.

Ni reformismo falsario –nada gana lo inicuo, y sí corremos el riesgo de empeorarlo, si se le añade una supuesta reforma–, ni progresismo preñado de contabilidad intervenida. Cuando un modelo de sociedad se agota debe darse paso a un modelo distinto, repleto de esperanza, si se pretende reavivar la sociedad adormecida. En estos últimos días he sentido la náusea que produce ese reformismo en que coinciden los Sres. Aznar y González cuando parecen renovar la oferta satánica de «todo esto que ves te daré si, postrado ante mí, me adoras». ¡Carajo con los catequistas! Hasta a San Mateo, recaudador de impuestos –hacienda somos todos–, debemos aprovechar en la izquierda para entrar con un mínimo de eficacia en Davos. Marx difícilmente puede llegar a la ciudad suiza tal como ha dejado el asunto el eurocomunismo.

Echando mano vulgar a frases que han funcionado en la sociedad como una gigante roja, diría que el reformismo es el opio del pueblo. Es difícil, lo admito, poner el reformismo sobre la platina de un microscopio que haga eficazmente visible el cáncer que supone para una sabiduría coherente. El reformismo tapa una grieta, pero disimula la gran avería de lo fundamental y conduce la óptica popular a una visión que confunde la realidad con su sombra. Repetidamente llego a la conclusión urgente –sencilla, pero evidentemente difícil de percibir– de que los reformistas no reforman el funcionamiento de las cosas sino que reforman y degradan al propio individuo que maneja o gobierna esas cosas de acuerdo con unos intereses degradantes. Y a eso, repito, hay que hacer frente con una robusta dialéctica del espíritu y una decidida intervención popular que se oponga a la simple idea de una eficacia de gallinero institucional.

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