La estupidez artificial
«De la vieja fuente bebo agua fresca» (Dicho de Sakana)
Se quejaba amargamente un maestro de la brecha mental (quizás diríamos digital, pero este concepto se utiliza para otros menesteres) que ha venido a disociarle de algunos alumnos de la época en ciernes. Al verlos, piensa: «Oteando a los profesores, es como si vieran dinosaurios». ¿Para qué necesitamos la verborrea y mediocridad de un viejo carcamal –se pregunta el alumno; para un adolescente viejo es cualquiera que se le ponga delante investido de saber o autoridad– cuando tenemos una pantalla mágica que lo sabe todo?
No se trata de una angustia sectorial, propia de enseñantes o escolares. El cambio de mentalidad, de costumbres, referentes, formas de trabajar, relacionarse y ligar, asomarse al mundo emerge por todas partes. Los dinosaurios somos los de nuestra edad.
Como indiqué en un artículo anterior (“Nuestros valores y las nuevas tecnologías”, 15.3.2018), este fenómeno se percibe también en el terreno del conflicto nacional y la lucha por la independencia en esta tierra vasca. Si damos la vuelta a la desmoralizada frase del maestro portugués, no es que nos hayamos transformado en dinosaurios, sino que, como en su día al Homo neanderthalensis, al sapiens nos está desplazando una nueva subespecie homínida, el «pantallensis».
Como el fenómeno es universal, y probablemente estemos ante una mutación tan enérgica e imprevisible como la propiciada por la invención de la imprenta, no abundaré en esta reflexión, que para eso están los expertos, antropólogos, filósofos, desde luego los publicistas, y si me apuran hasta los teólogos, por la cuenta que les trae.
Pero el conflicto nacional de Euskal Herria no está resuelto, ni disuelto, ni finiquitado. Y no serán los influencers, ni los programadores, ni las fake news con su capacidad de sugestión, quienes solventen el tema. Durante siglos, a pesar de la pérdida del Estado propio, la violencia, la colonización… Euskal Herria ha conseguido sobrevivir por su fuerza de voluntad y la persistencia de su identidad; es decir, la conjunción de lengua-voluntad-cultura. Nuestro pueblo, despojado de instituciones propias, ha permanecido por la fortaleza de una cultura comunitaria que se reconocía en sus gentes, en su forma de ser y actuar en el mundo. No es una frase hueca. La cultura pirenaica de que provenimos (y de la que han surgido reinos, leyes, fueros, costumbres…) se ha construido alrededor de unas fórmulas que, ancestrales en origen, se han ido readaptando a los tiempos y las necesidades. Es una cultura política basada en el batzarre, el auzolan y el comunal (como forma de «propiedad» de la tierra, de relacionarse con ella, pero a la vez con los vecinos, con la comunidad). Esta forma de ser, sentir y actuar nos ha permitido conservar nuestra colectividad a pesar de las crisis, las invasiones y resistir a las peores dictaduras. El éxito de la pervivencia del euskara, las cooperativas, las ikastolas, la resistencia de tantos siglos… avalan la eficacia de esta cultura política, esta fortaleza comunitaria.
Como decía el recientemente fallecido Joxe Azurmendi, «frente a los poderes (políticos, eclesiales…), que siempre hablaban otra lengua, el euskara ha sido el idioma del amigo, del vecino, de la solidaridad». Esta reflexión sugiere toda una filosofía de vida, una cultura de resistencia, una fórmula de colectividad.
Y, sin embargo, toda esta re-existencia se queda en el camino con el advenimiento de ese sujeto «pantallensis». La mentalidad que ve dinosaurios donde había maestros se está forjando en un individualismo brutal (algo que va en consonancia con el neoliberalismo que nos impone el marco global). Este modelo humanístico comporta menos vínculos personales, menos contacto directo, menos habilidades sociales, menos implicación personal…, menos complicidad; menos compromiso; nula militancia o concesión a la acción colectiva. Se impone una vida cada vez más despersonalizada, porque la pantalla como vínculo social quita a las personas reales de la interfaz.
Lo que en una época fue batzarre, o asamblea vecinal, o de fábrica… hoy no tiene correlato en la sociabilidad.
No podemos ser dinosaurios. No podemos pretender que la juventud educada en pantallas y ordenadores nos vea como presuntos héroes épicos de una lucha pasada ni como portadores de esencias ancestrales. Las cosas cambian y cada generación debe matar al padre; es ley de vida, debe superar a la generación anterior. Pero hemos de acertar en la transmisión de una cultura libertaria, una tradición asamblearia, una voluntad de militancia y una vía de acción –no dejación ni delegación–.
El batzarre, la asamblea obrera, el movimiento civil o social, cada uno en su época, han sido el instrumento colectivo de acción y decisión, de forja de una voluntad y una conciencia colectiva. Tenemos rasgos comunitarios en nuestro ADN cultural; activémoslos. Necesitamos el debate interpersonal, sin pantallas de por medio; la militancia; el impulso a la participación. Sepamos valorar todo ello; conozcamos la cultura de nuestro pueblo y busquemos la vía para transmitírselo a nuestra juventud para que esta encuentre su propio camino al futuro que –siempre– está por construir. En libertad y cooperación.