Maitena Monroy
Profesora de autodefensa feminista

La fuerza, la valentía y la ternura como compañeras de viaje

Dice un viejo dicho que «es el amor el que mueve el mundo». Y es cierto que cualquier sentimiento intenso podría ser un motor para la acción, pero dudo mucho que el motor de los líderes planetarios sea el amor, ni siquiera sé si es deseable que sea el amor lo que nos mueva. El amor no es como nos contaron, un modelo que cabalga entre la sobredimensión que se le concede y la tergiversación que vacía de sentido para manipular a través de los afectos. El amor patriarcal cuya matriz es la idealización que nos ciega, pero que tendrá como contrapartida la resolución de todos y cada uno de nuestros males: «dale amor contra el odio», «vence con amor sus inseguridades, «dale amor para que cambie». A la vez, nos presentan un amor que «conquista, que arrasa, que te nubla, que te doblega, que te impide luchar contra lo que sientes», y así una larga lista de los supuestos beneficios del amor.

Si el amor no es como nos lo vendieron, la fuerza y la valentía tampoco. En la misma medida que nos toca, desde el feminismo, desmilitarizar el amor, nos toca feministizar la fuerza y la valentía como cualidades humanas que no tienen nada de bélicas y que deben de estar presentes en nuestro proceso de despatriarcalizarnos, a las que, además, deberíamos sumar la ternura. La fuerza y la valentía se han definido como características vinculadas con asumir riesgos, retarnos, no asustarnos frente al enemigo y afrontar la vida desde los retos de superación, pero, ¿de qué estamos hablando? ¿Quién es el enemigo? ¿Cuáles son los retos? Los adolescentes creen vergonzoso mostrar públicamente los afectos y, sin embargo, aprenden que es rasgo de valentía mostrar la crueldad de su hombría. Los abusadores tienden a ver como legítima defensa, la invasión, la idea de «no me quedó otra opción», que les eximiría de responsabilidades posteriores. En un plano internacional es lo que les ocurre a Israel y a la Comunidad Internacional que conceden al terrorismo de Estado el título de «legítima defensa». Tenían muchas opciones para buscar la resolución de un conflicto que la propia comunidad ha generado al impulsar que Israel diseñara como reto implantarse, invadir, saquear y masacrar a la población palestina. Israel no ha emprendido una legítima defensa o una guerra contra Hamás; ha continuado lo que llevaba tiempo maquinando, un genocidio contra el pueblo palestino. Nos toca exigir el fin de la guerra, de los exterminios, de una violencia que asume como legítimo el derecho a acabar con la vida ajena. La culpa colectiva por el genocidio nazi no puede usarse como eximente del genocidio sionista.

Definir la fuerza y la valentía como elementos que mantienen y sostienen la vida es parte de saber acompañar los procesos en los que la violencia se impuso a la dignidad humana. Vestigios de humanidad que la Comunidad Internacional o, al menos nuestros líderes y representantes, parecen haber abandonado. En este juego de palabras, transforman lo mínimo que se podría exigir en un logro, y calman sus culpas planteando la apertura de un corredor humanitario y una conferencia de paz en seis meses. Una comunidad que debería de mostrar su fuerza, valentía y ternura por un pueblo palestino con el que situarnos desde la empatía compasiva que supone poder entender el lugar del otro y acompañar sin apropiarse del mismo. Evidentemente, yo no soy palestina, pero soy consciente de la responsabilidad que sobre este genocidio tenemos todas las personas que lo estamos viendo en directo. No necesitamos amar al pueblo palestino para entender el sufrimiento desgarrador que supone esta matanza en aras a una patria, a una legítima defensa que vuelca sobre las víctimas la responsabilidad de los ataques indiscriminados, ¿pero es que hay algún ataque que no lo sea? Atacar, invadir, no tiene nada que ver con la legítima defensa.

Fuerza y valentía también es desobedecer como han hecho los sindicatos belgas y negarse a transportar las armas para el genocidio.

Estar en el mar y recoger a personas moribundas o, directamente, los cadáveres que deja el expolio, es parte de esa fuerza y valentía. Globalmente, no estamos librando una guerra entre el capital y la vida. La vida solo intenta subsistir, incluso bajo condiciones de mercantilización, de violencia, en esa huida que emprenden muchas personas desde sus lugares de origen. Travesías que acaban no en meras tragedias, sino en asesinatos, porque los gobiernos europeos saben lo que ocurre, tienen los medios para pararlo y no lo hacen.

Quienes se quedan a cuidar, aun en las situaciones más vulnerables, quienes siguen buscando las vías para la paz, quienes no renuncian, no por inconsciencia, sino por imposibilidad de renunciar al cuidado de los vestigios de la humanidad son las personas verdaderamente fuertes y valientes.

En una encuesta reciente se señalaba que el voto femenino es el que está parando, internacionalmente, a la ultraderecha. Yo diría que es el voto feminista, que son las mujeres feministas las que están frenando la deshumanización a la que nos arrastran las políticas neoliberales. Son mayoritariamente las mujeres, algunas por mandato de género, otras por posición política, las que se quedan acompañando los procesos de mediación, de acercamiento de los pueblos, las que sostienen y cuidan la vida, las que han trabajado por una cultura de la paz que es opuesta a la militarización global.

Nos toca exigir a nuestros representantes políticos fuerza y valentía para defender la vida, no desde las armas, no desde la violencia, solo desde la ternura de sabernos parte de la dignidad humana que nos demuestran cada día los millones de personas desplazadas forzosamente, las refugiadas en campamentos masacrados, las que no renuncian a dar la mano para acompañarnos y comprender que cualquiera podríamos estar del otro lado. Ahora mismo, quienes estamos de este lado, debemos exigir «no en mi nombre», y no porque sostener la vida sea una esencia o un mandato de la femineidad, sino porque es una propuesta de la política feminista frente a la barbarie.

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