Antonio Alvarez-Solís
Periodista

La gran coalición

El autor apunta que, en contra de lo que pudiera parecer, la evolución política del Estado español, incluyendo la repetición electoral, allana el camino a la gran coalición formada por PP, PSOE y «esa extraña rueda de repuesto de la derecha» que es Ciudadanos. La última prueba: el acuerdo sobre la Mesa de la Diputación Permanente.

Cuando se constituyó el actual Parlamento del Estado español, secuestrado rápidamente por el Ejecutivo, señalé que la propuesta de una gran coalición –hablemos más exactamente de un gran reparto– formada por el Partido Popular, el PSOE y esa extraña rueda de repuesto de la derecha que es Ciudadanos, ya se había puesto en marcha subrepticiamente con el nombramiento del Sr. Patxi López para presidir la Cámara de Diputados. De tal forma, la jefatura del Gobierno seguía en manos del PP, y de la tercera jerarquía del Estado, con capacidad de actuar sensiblemente sobre los diputados, se hacía cargo el PSOE. Cruzando ambos datos se percibe que la acumulación de poderes en el mismo espacio político tiende a crear un gran punto único del mismo. La aparición duradera de un Sistema –siempre adormecedor de la democracia– depende precisamente de esta inevitable mecánica de fusión ideológica, al menos en las cuestiones determinantes. Por ello, quizá, resulte asimismo inevitable que las revoluciones, o sustitución radical del Sistema, no tengan su principio y su desarrollo en una sede parlamentaria, lo que perjudicaría a esa unión esencial en que se aprietan y dictan su ley los sujetos económicos y sociales dominadores de lo cotidiano sin que tengan necesidad verdadera de artilugios parlamentarios. La experiencia actual con el Sr. Rajoy certifica lo que digo: un gobierno que ya no lo es dispone y ejecuta con más poder que nunca. Esto con plena ausencia además del poder moderador de la Corona. Añadamos ante lo que va a venir que todo lo expuesto hace que los llamados gobiernos de concentración no creen vida civil sino simplemente se dediquen a conservar el poder estático o de pensamiento único. Son gobiernos de caja de cerillas perfectamente sustituibles unas por otras.

De acuerdo con la teoría apuntada, el Sr. López no perdió el tiempo y comenzó seguidamente una navegación a bandazos que culminó aproando de inicio a barlovento para virar inmediatamente a sotavento. Esto es, orientó en principio el velamen de su presidencia hacia donde se dirigía el viento popular salido de las urnas, el viento de la «fiera», para reorientarse de inmediato hacia el punto de donde soplaba el viento del poder o viento del domador. A esto se llama barloventear. Echo mano de tal lenguaje porque los vascos son buenos navegantes y ya habían observado años atrás la agilidad marinera con que el Sr. López desplegó todo el trapo para ocupar la lehendekaritza en alianza con el PNV y UPyD, con lo que salvaguardó un punto sistémico de poder.

Pues bien, el pretérito que tenían esos vascos en su memoria del manejo político unificador vuelve, de alguna manera, a funcionar. El Sr. López torna a practicar la misma o parecida maniobra que en las elecciones vascas del 2005. Aceptar en principio el pluralismo para habilitar el posterior camino de la concentración de poder en el Sistema. Esto sucedió, más o menos, hace unos días, cuando el presidente de la cámara contribuyó a la expulsión de Podemos de la mesa que dirigirá la diputación permanente que llevará las riendas del Parlamento durante el periodo electoral que apunta, que da para muchas cosas. Otro paso súbito, pues, hacia la gran coalición entre el PP, el PSOE y Ciudadanos. La política del Estado español está anillada sólidamente por los partidos del Sistema, aunque parte notable de la ciudadanía haya abierto ampliamente la puerta a formaciones nuevas como Podemos, a sus aliados y al verdadero nacionalismo catalán y vasco, que han sacado su artillería a la calle. Pero ante estas formaciones calificadas como «radicales y extremistas» por el Sr. Rajoy –¡ah, la dogmática del orden público!–, el tridente formado por Rajoy, Fernández Díaz y Margallo, se ha lanzado a la recuperación de un franquismo muy elemental, pero desnudamente represivo y ajeno a toda ley y respeto a la democracia. Desde luego el PSOE ha renunciado abiertamente ya a la intentona, si es que la pretendía, de resucitar un cierto socialismo de puro cartel electoral, para lo cual se apresuró a movilizar desde sus auténticos y lejanos centros de decisión a figuras como Felipe González, «el tenebroso Fouché», como dijo Stefan Zweig del auténtico Fouché napoleonico. Ahora ya no se trata de montar una nueva Transición más o menos a la americana sino de restaurar la que nos encalló en los bajíos del autoritarismo mediante los perversos procederes que atormentan crecientemente las almas de muchos jueces y servidores del Estado. Anotemos que en este juego hace de provitamina del Sistema ese joven Telémaco que es el Sr. Rivera, dedicado a distraer a los ciudadanos con sus juegos escolares en el recreo informativo.

Frente a este paisaje ¿qué cabe hacer por parte de los demócratas que pretenden una verdadera democracia? Algunos veteranos de la observación política –y que luchamos políticamente por la sustitución del modelo social en tiempos no lejanos– insistimos mucho en que Podemos se afirme en la cotidianeidad y con los partidos liberados ponga en marcha una sociedad extrainstitucional –ahí juega bola valiosa la IU de Garzón– para crear un segundo estrato político caracterizado por su papel activo en la denuncia de las injusticias y la oferta seria de normas y procederes de sustitución para hacer del Estado español algo decente. Este aparato político ha de constituir una red activa y constante con expresión cotidiana en todos los ámbitos de la vida colectiva. No se trata ya de encabezar hervores circunstanciales sino de estructurar un parlamentarismo paralelo, severo y constante. Bien, si tanto se habla de las dos Españas con acento de fracaso puede darse vida, una vida potente y creativa, a la segunda de esas dos Españas. El voto fracasado en parlamentos enrejados ha de cobrar vida generosa en ese otro parlamentarismo que cubra pueblo por pueblo y barrio por barrio. La política hay que extenderla con dignidad y en todas direcciones. Se trata, en resumen, de poner un espejo visible para que la participación popular proyecte verdadera democracia hacia un parlamento formal que no promete sino nuevas sumisiones y desengaños. Se trata, por tanto, de multiplicar los centros populares de debate y de presión. La vida de la ciudadanía no puede seguir dependiendo de poderes agusanados por el secretismo, incluso marcados por sangre tantas veces, ni de acuerdos que por ahora sólo puede airear una policía que ya ha empezado a sentir la injuria de la invasión política.

Sí, hay que ampliar el ámbito político a fin de lograr, si el parlamento es el poder del Sistema, que la calle sea la oposición real a esa estructura institucional de explotación humana. El ciudadano tiene el deber de serlo cada hora y cada día. Cuando los progres consumen su vida para negar la existencia del milagro trascendente ­–y es buena su función porque la vida es cosa del hombre– no pueden aceptar cotidianamente el milagro de una soberanía institucional que nace en fuentes que envenenan tantas veces el río. Un milagro hecho además de soberbia, fatuidad y desdén.

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