Iker Casanova
Militante de Sortu

«La Guerra es la Paz»

Tras la caída de la URSS y el final de la I Guerra del Golfo, en el marco del proclamado fin de la historia, EEUU se quedó sin enemigos de entidad. Una orfandad que amenazaba algunos de los pilares del sistema imperial-autoritario que sostenía al capitalismo global.

Ejércitos, empresas de armamento, servicios de inteligencia… todo el emporio securócrata (incluido el papel keynesiano de la industria armamentística –«el complejo industrial-militar»– en la economía de EEUU) estaba en peligro por la falta de una amenaza real. Esta temporal carencia de enemigos tenía otra vertiente peligrosa para el sistema. Los movimientos alternativos (internos y externos) no podían combatirse con el argumento de que trabajaban para una satanizada potencia enemiga. Nada une tanto a una sociedad en torno a un gobierno autoritario como un malévolo enemigo exterior que se había esfumado.

Hollywood fue reflejo de la crisis y en los 90 tuvo que tirar de los cárteles de la droga, de generales rusos nostálgicos y hasta de Corea del Norte para construir unos Malos que justificaran la pervivencia del cine bélico y de espionaje y de sus homólogos reales. Pero en 2001 todo cambió. Apareció un nuevo enemigo, creíble y amenazador. El ex freedom fighter (Reagan dixit) Osama Bin Laden, sitúa a los EEUU en su punto de mira. Llega el 11-S. Y llega la guerra. La guerra contra el terror. Una época dorada para los fabricantes de armas, la CIA, la NSA y los grupos mercenarios. Las guerras contra Afganistán e Irak marcaron la primera década del s. XXI y abrieron las puertas a una etapa de militarismo y restricción de derechos. Cuando la situación se estabilizó mínimamente, tras años de guerras, millones de víctimas y dos países destrozados, EEUU comenzó su repliegue. Con Bin Laden en el fondo del mar, el costo económico y político de las guerras coloniales ya descontrolado y la independencia energética que el fracking otorgaba a EEUU, auguraban una mayor contención en la acción armada exterior.

Entonces estallaron las primaveras árabes. Los movimientos en Túnez y Egipto fueron básicamente de naturaleza endógena, y derribaron gobiernos afines a EEUU a través de la movilización social. Las protestas se extendieron a Libia, con un componente interno social y tribal. Pero en el momento en que Gadafi estaba neutralizando la rebelión armada, la OTAN, agentes mercenarios y yihadistas derrocaron el Régimen y sumieron al país en el caos. A continuación, las teocracias del golfo, que apadrinan la corriente más extremista del islam, atacaron a Siria para debilitar al pujante bloque chií liderado por un Irán que caminaba hacia su rehabilitación en la esfera internacional y que había sumado a Irak a su órbita. Y lo hicieron aplicando el esquema ya muy perfeccionado de utilizar protestas más o menos espontáneas para articular un golpe externo contra un enemigo incómodo. Los países de Occidente se sumaron al carro y solo la intervención in extremis de Rusia en septiembre de 2013 evitó la repetición del caso libio.

Brando-Kurtz (Apocalypse Now) relata desde el corazón de las tinieblas cómo la lógica de la guerra llevada a su culminación desemboca en «el horror… el Horror». En el vacío generado por el caos impuesto en Libia, Irak y Siria, el ISIS se ha constituido en el Horror mismo, que quiere imponer un monstruoso sistema regresivo, inhumano y patriarcal a golpe de tortura y degollamientos. La práctica del ISIS queda fuera, muy fuera, de cualquier límite comprensible, especialmente en relación a los territorios y las personas, mayoritariamente musulmanas, a las que somete y castiga. En este contexto llegan los ataques de París. Las víctimas inocentes de estas masacres, injustificables y rechazables sin matices, requieren solidaridad y apoyo.

No critico que, por cercanía geográfica y cultural, la solidaridad con París sea en Europa mayor que en otros casos. Pero todo tiene un límite. No se puede despreciar la muerte de personas de otras culturas como si sus vidas no valieran nada. No se puede acusar de ser responsable de estas muertes a toda una religión a la que pertenecen la mayoría de las víctimas del ISIS y prácticamente todos los que le combaten. No se puede centrar el debate en los refugiados cuando los atacantes son ciudadanos europeos. No se puede hablar de terror importado cuando hay más europeos sembrando el terror en Siria en las filas del ISIS que a la inversa. No se puede combatir el fanatismo con fanatismo, el integrismo religioso con integrismo cultural, la destrucción de vidas inocentes con la destrucción de más vidas inocentes. No se pueden restringir las libertades en nombre de la democracia. No se puede proponer la guerra como solución.

Alan Moore, en el prólogo de su célebre ‘V de vendetta’ aceptaba «cierta ingenuidad en la suposición de que haría falta algo tan melodramático como un conflicto nuclear para conducir a Inglaterra hacia el fascismo». Escuchando las noticias provenientes de París, la reflexión de Moore cobra actualidad. La derecha autoritaria está tratando de usar el clima de fragilidad emocional para colar una legislación draconiana al ritmo de La Marsellesa. Primero nos arrebataron los derechos sociales y las grandes decisiones económicas y políticas. Ahora van a por las libertades civiles. La palabra dictadura tiene su origen en la antigua Roma y se refiere a la atribución de plenos poderes a una persona para hacer frente a una grave crisis. ¿Y qué mayor crisis que una guerra? Parece que para algunos lo importante es estar siempre en guerra, temer al enemigo exterior y a su quinta columna. La guerra parece convertirse en un mecanismo con la finalidad intrínseca de fomentar la industria armamentística, hacer tolerable el control social, restringir libertades socio-políticas que podrían usarse para la crítica y la transformación y fabricar un chivo expiatorio sobre el que proyectar el malestar que genera la situación económica.

El yihadismo es el enemigo perfecto para ese militarismo securócrata. No puede vencer pero es casi imposible de derrotar. Es un enemigo gaseoso, indetectable, potencialmente ubicuo. El enemigo está fuera, pero está dentro. Interceptar sus comunicaciones obliga a escanear internet, Twitter, WhatsApp, Facebook… y hasta la Play Station. Un militar en cada esquina, un oído tras cada comunicación. Todos somos sospechosos, y los críticos, casi culpables. Y sin perspectiva de que esto termine en muchos años. Si el enemigo se debilita, una mano invisible echará gasolina sobre los rescoldos. Es la Guerra Perpetua, reverso oscuro del sueño de Kant. «La Guerra es la Paz», proclama el Ministerio del Amor en el militarismo totalitario de la pesadilla de Orwell.

Con la «guerra contra el terrorismo» las acciones de las empresas de armas suben como la espuma y los securócratas del mundo reciben nuevos poderes y recursos. Señores de la guerra blancos y con corbata. Ataques como los de París obligan a tomar medidas de precaución. Nadie quiere que estalle una bomba mientras toma un café. Pero la visión puramente belicista es un error. El camino debe ser otro. Primero, defender la democracia y los derechos civiles. Después privar al Horror de sustento material, armamentístico y económico (que a estas alturas todo el mundo sabe de dónde proviene); ayudar a quien le confronta sobre el terreno; evitar dañar a inocentes con acciones precipitadas y propagandísticas. Posteriormente, y sin la ingenuidad de considerar que es una tarea fácil, tratar de articular en Libia, Siria e Irak un debate democrático protagonizado por sus pueblos para decidir sin injerencias su futuro, renunciando a tratar a estos países como piezas del gran juego geo-estratégico local y global. Finalmente afrontar las desigualdades y bolsas de marginación en nuestras sociedades y buscar el desarrollo del mundo islámico. Más democracia, más derechos, más diálogo, más convivencia, más justicia, más solidaridad. Menos guerra.

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