Paula Ajuria

La ley del más fuerte

Los «insuficientes» en asignaturas académicas auguran la posibilidad de suspender un curso. Pero un bully puede continuar sus estudios con plena impunidad. No nos extrañe entonces, que el bullying esté al orden del día en el ámbito laboral

Cuando yo llegué a mi nuevo colegio, con 10 años, había un niño en mi clase al que todos llamaban «el gallino». Era tímido, de piel muy blanca casi trasparente, con ojos grandes, y la mirada triste. Delgado y algo encogido, como si tuviera frío. Recuerdo su chaqueta de lana marrón hecha a mano, con coderas y zurcidos. Todos le llamaban «el gallino», por su voz gentil, por su delicadeza al hablar, y porque tenía una mirada humilde y curiosa. Todos le llamaban el gallino. Y yo, también.

Los niños susurraban cosas hirientes en su presencia, para que él las oyera, y reírse de él. Le ponían la zancadilla y se burlaban de su ropa.

De vez en cuando los profesores les llamaban la atención. Pero no pasaba nada.

Todos pasábamos de curso, y a veces: él también. A menudo le veía llorando.

Qué fue de él me pregunto. Y por qué nadie me cogió del brazo y me dijo a mi o a cualquier otro estudiante: Mira, como vuelvas a llamarle «gallino», o te rías de este chico y no le ayudes a integrarse, te ganarás un «insuficiente» en conducta social, y suspenderás curso.

Los «insuficientes» en asignaturas académicas auguran la posibilidad de suspender un curso. Pero un bully puede continuar sus estudios con plena impunidad. No nos extrañe entonces que el bullying esté al orden del día en el ámbito laboral.

Pero como bien declaró el escritor Émili Gautier en el siglo 19, la evolución ha de medirse en términos de cooperación y no de competencia. Porque si cooperamos entre nosotros y con nuestro entorno, conviviremos mejor. Y porque si seguimos compitiendo a este ritmo no sobreviviremos. Una sociedad avanzada, por su propio progreso, ha de practicar la inclusividad, porque la pluralidad es un bien y necesitamos otras formas de ver.

A lo largo de los años he pensado lo mucho que debió sufrir aquel chico el rechazo a su ser: a su ternura, a su mirada observadora, y a su delicadeza. Pero ese rechazo a él era también miedo a descubrir o explorar maneras de ver y ser diferentes en nosotros mismos.

Porque desde hace ya demasiado tiempo es cool ser parte de un rebaño que practica el despego y el mirar hacia otro lado. Donde se aplaude al que más brilla, el éxito académico y los «sobresalientes», pero no la reflexión ni el pensamiento, ni tan siquiera la inteligencia. Aquí la bondad y la sensibilidad no vale, y las personas que no encajan en el rebaño son repudiadas. Es la ley del más fuerte.

Pero en la aparente debilidad de aquel chico y la vulnerabilidad inflingida en él por el grupo, residía una fuerza mayor: la del coraje. Porque él, con su soledad, y con su silencio, se presentaba con gran valentía cada día en el colegio. Y se merecía por su conducta y sin duda, un «sobresaliente».

Cuanto daría hoy por ser niña de nuevo, solo para poder tenderle la mano a ese chico, –sin miedo de lo que dijeran los demás–, y decirle lo mucho que valía como persona. Porque él con su otro mirar que todos repudiabamos, con su otro ver, y con su mirada meditativa, seguro que vio y sabía cosas que nosotros nunca vimos, seguro que tenía mucho que contar.

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