Jonathan Martínez
Investigador en Comunicación

La música del azar

Lo peor del azar es que casi siempre intentamos subsanarlo demasiado tarde

En el número 147 de la calle Feria de Sevilla, adherida al mármol de un edificio añejo, hay una placa que recuerda a Jesús de la Rosa porque fue allí donde nació y vivió y se dejó prender por el duende de la música. Era el compositor y cantante de Triana, un grupo de rock progresivo que surgió en las postrimerías del franquismo y que se extinguió una madrugada de 1983 en el Hospital de la Seguridad Social de Burgos. Volvían de Donostia. Habían tocado en un festival solidario con las víctimas de las inundaciones. Un accidente de tráfico se llevó por delante a Jesús de la Rosa cuando tenía 35 años.

Todos los veranos, en las fiestas de Bilbao, me acuerdo de la riada. Y digo que me acuerdo no porque conserve recuerdos propios de aquel suceso sino porque he incorporado a mi memoria los recuerdos de los demás, sus testimonios y relatos, las fotografías de la prensa, los vídeos devastadores que emite la televisión año tras año para recordarnos que llevamos en la sangre el gen invencible de la supervivencia. Sé que hubo muertos y desaparecidos, que el agua arrastraba los coches como si fueran de juguete y que Bilbao, la ciudad donde yo acababa de nacer, quedó convertida en un cenagal de barro, chatarra, escombros y maniquíes arrancados de los escaparates.

En el álbum fotográfico de mi familia hay una estampa de aquellos tiempos. La he visto tantas veces que a menudo tengo la impresión de que yo también estaba allí, arrimando el hombro junto a los muchos voluntarios que salieron a la calle pertrechados de palas y de un generoso sentido de comunidad. En la fotografía veo a varias personas que no puedo identificar. Llevan botas de goma y están despejando las inmediaciones de la tienda de ropa donde trabajaba mi madre. Es el Casco Viejo de Bilbao. Ahora me inquieta pensar que toda esa gente vivía en una rutina sin sobresaltos hasta que un día, de la noche a la mañana, todo lo que habían dado por sentado empezó a tambalearse.

El escritor Paul Auster ha rememorado en más de una ocasión un episodio que cambió su vida para siempre. Debía de tener trece o catorce años cuando lo enviaron a pasar un verano a un campamento del norte de Nueva York. Un día que los jóvenes caminaban por el bosque se puso a llover. No era una llovizna mansa ni un aguacero inofensivo sino una tormenta furiosa de rayos que caían como espadas. Uno de los excursionistas sugirió que solo estarían a salvo si se alejaban de los árboles, de modo que caminaron hacia un claro y comenzaron a pasar de uno en uno bajo una alambrada de púas metálicas. Entonces, cuando le tocó el turno a un muchacho llamado Ralph, todos pudieron ver el destello del rayo homicida. Auster ha meditado mucho sobre la lotería de la vida y la muerte. El mismo azar que había matado a su compañero lo había perdonado a él.

Hay una anécdota del mundo del cine que habla de la lluvia y el azar. En el invierno de 1913, tres hombres viajaban en ferrocarril por el estado de Arizona. Eran Cecil B. DeMille, Jesse Lasky y Samuel Goldwyn, el futuro fundador de la Metro-Goldwyn-Mayer. Se dirigían hacia la modesta ciudad de Flagstaff porque querían rodar un western y estaban convencidos de que allí encontrarían el clima más propicio. Sin embargo, cuando el tren estaba a punto de detenerse, descargó una tormenta tan violenta que los hombres decidieron proseguir su viaje en busca de un lugar más seco. Alguien les había revelado que si continuaban hasta California hallarían un emplazamiento discreto llamado Hollywood donde los precios eran módicos y el clima soleado. Así es como un azar meteorológico situó la capital del cine en Los Ángeles.

La historia de la humanidad se ha debatido siempre entre la defensa del libre albedrío y la aceptación resignada de que existe una fuerza sin control que guía nuestros rumbos y que unos llaman Dios y otros destino. Maquiavelo teoriza sobre el papel de la fortuna y la compara con uno de esos ríos que se embravecen y derriban árboles y casas y desplazan la tierra y ponen a todo el mundo a huir en estampida. No obstante, aunque las tempestades sean inevitables, está en nuestras manos disponer diques y reparos para que los estragos de las crecidas no sean tan avasalladores. La mala fortuna, dice Maquiavelo, se dirige contra aquellos que no han sabido tomar precauciones en épocas de calma.

Cada vez que veo las imágenes de los voluntarios en las inundaciones de 1983 me acuerdo de otros milagros del trabajo comunitario. La práctica del auzolan se remonta a siglos inmemoriales y lo mismo ha servido para abrir veredas a golpe de guadaña que para reparar un caserío arrasado por un incendio. Es el mismo espíritu fraternal que ha bordado complicidades durante una pandemia, pero también es la capacidad vecinal de erigir una muralla humana frente a un desahucio. Allí donde el azar abre muescas de destrucción siempre hay un pueblo que construye colectividad por encima del mito liberal del beneficio individualista.

A los defensores del lucro privado, por cierto, no les molesta la idea del trabajo gratuito y ensalzan la épica de la ayuda mutua en tiempos de incertidumbre. Adoran privatizar las ganancias cuando todo va como la seda y socializar las pérdidas cuando pintan bastos. Por eso culpan al azar de las crisis económicas o de los desastres sanitarios pero entre riada y riada no tienen inconveniente en despiezar la sanidad pública o en alentar las mismas prácticas especulativas que nos han conducido una y otra vez a la catástrofe laboral y financiera.

He vuelto a ver la última entrevista a Triana en ETB. Le plantean a Jesús de la Rosa por qué decidieron participar en el festival solidario de Donostia. «Nos preguntaron si podíamos venir y nosotros desde luego encantados». Ahora escucho en mis auriculares su voz de ultratumba y trato de imaginar cómo habría transcurrido la historia de la música si los ríos vascos no se hubieran desbordado hace ahora treinta y nueve años. Lo peor del azar es que casi siempre intentamos subsanarlo demasiado tarde.

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