Sasi Alejandre
Periodista

La política de carcasas o cómo no embalsamar a un movimiento

Todo empieza con uno de los héroes absolutos de la mitología griega, capaz de derrotar amazonas, centauros, hasta al propio minotauro: Teseo. Excepto que no nos interesa él, sino su barco. Como el símbolo de su heroísmo, el barco en el que Teseo volvió de derrotar al minotauro, fue erigido en Atenas como monumento. Su legado, sus valores, su valentía, encapsuladas en ese gran pedazo de madera, que, para mantener su gloria intacta, había que, irónicamente, tocarla bastante. Reemplazar las viejas partes, cada que se humedecían, se desquebrajaban o se miraban enclenques. Todo, hasta que con los años, siendo sus piezas reemplazadas y reconstruidas poco a poco, ya no quedaba ni una sola de las originales. Algo como el cuerpo de Lenin, preservado en un mausoleo desde su muerte en 1924 y hasta el día de hoy. Para esto, sus órganos y cerebro, retirados, su cuerpo, rellenado con una mezcla de parafina, glicerina y caroteno para mantener la textura, sus pestañas, dañadas por los químicos, reemplazadas por nuevas y sus globos oculares también. Entre fluidos y órganos constituyentes de un cuerpo humano, más del 77% del cuerpo de Lenin ya es artificial. Es entonces cuando hace unos cuantos años, un exdiputado de la Duma, apelando a cerrar el mausoleo y enterrar el cuerpo, declaró: «No se engañen más con la ilusión de que lo que yace en ese mausoleo es Lenin». Y es que, en términos literales, del cuerpo de Lenin queda muy poco, apenas contados centímetros de tejido, todo lo demás ha sido rellenado por químicos. Aunque bajo el argumento de que lo que importa no es la materia biológica en sí, sino más bien la forma física, digamos que la imagen, la forma de lo que fue Lenin, sigue ahí.

La forma antepuesta a la materia: Puede ocurrir algo no muy diferente en nuestros movimientos. El preámbulo a la momificación de Lenin es una paradoja latente, una metáfora viva: sus últimos años los vive encerrado en una casa de seguridad en una pequeña ciudad rusa, rodeada por agentes del Politburó. Bajo la bandera de los estragos que podría sufrir su salud, de por sí, débil, se le restringía el tiempo para escribir y dictar, sobre todo en temas de política, dejándolo fuera de cualquier incidencia en el rumbo real de la Unión Soviética. Aun así, Lenin escribe "La Carta al Congreso", es decir, su último golpe de timón, denunciando las posibles derivas y vicios de los protagonistas de la nueva etapa de liderazgo bolchevique, aunque esta no se haría pública. El Lenin viviente, en exilio obligado, denunciaba él mismo que lo tenían muerto en vida, y simultáneamente, Lenin como significante era manufacturado y traído a la vida, (figurativamente hablando). Entonces se comenzó a insistir dentro del partido, desde antes de su muerte siquiera, que se jurara lealtad al «leninismo», una palabra de la que Lenin siempre había renegado. Es decir que el Lenin de la vida poco importaba para la construcción de Lenin como objeto, de hecho, estorbaba. Así es que mientras el leninismo como legado vivo, conectado al Lenin de la vida, permaneció en varios cuadros y facciones del propio partido bolchevique y más allá, permeando espacio y tiempo: la revolución cubana, movimientos guerrilleros contra las dictaduras cívico-militares, movimientos estudiantiles, obreros, a la par, el leninismo conectado a su carcasa vaciada, se sostenía también. La momia de Lenin, entonces, no es más que la representación física de la canonización, no de Lenin, sino del leninismo, como si aquello fuera la exaltación absoluta de su legado, excepto que no fue más que la exaltación de su carcasa, misma que, vaciada de su contenido natural, podían rellenar de lo que quisieran, presentándolo como emanación propia de su cuerpo, que, aunque oliendo más a líquidos embalsamadores que a revolución, se seguía pareciendo estéticamente a Lenin. Pero este leninismo de carcasa no es exclusivo de ciertos sectores y épocas de la Unión Soviética, ni tampoco se cierne a tener una momia de por medio.

Ya hablaba Gramsci de la hegemonía, un término vulgarizado que no significa otra cosa que el poder por el cual la clase dominante hace coincidir sus intereses con los de las clases subalternas: sus valores, universalizados y convertidos en el sentido común. Por tanto, lo que han buscado nuestros movimientos transformadores hasta la fecha ha sido, correctamente, construir pueblo, como el acto político por excelencia. Partiendo de que un pueblo no existe de facto, sino que se constituye haciendo hegemonía, es decir, dibujando el sentido común de una sociedad y por ende, ordenando las lealtades. Siendo capaces de que nuestros principios irradien el significado político que se le atribuirá a todo: la historia, el presente y el futuro. La hegemonía es fundamentalmente la seducción, la construcción de legitimidad que exceda la mera coerción, el guante de seda que cubra el puño, como diría Gramsci. Esto, parece que por ejemplo en México lo hemos logrado, Morena movimiento nace y crece, visibilizando los conflictos sociales que yacían en el seno de la sociedad prianista, mismos que se articulan, se equivalen, conectando todas las demandas populares a un conflicto de base: El neoliberalismo entreguista del PRIAN. Se destapan las élites y se consolida un pueblo como el nosotros, el sujeto político que se enfrentará al ellos, a las élites. En esencia, democratizando, colocando a ese pueblo al mando de su historia. Es entonces y no antes, que logramos el triunfo electoral. Excepto que, llenando de sentido a nuestras palabras: pueblo, democracia y luego, transformación, regeneración, humanismo mexicano, iniciando como palabras vacías, el relleno con el que las nutrimos en su inicio, puede cambiar, transmutar, y si nos descuidamos lo suficiente, como ese barco heroico de Teseo o ese cuerpo de Lenin, pueden reemplazarse por completo con un nuevo contenido que pueda no tener nada que ver con el original. La hegemonía, nunca mejor dicho, es la disputa perpetua por el significado de nuestras palabras, significantes, símbolos, es decir, de nuestro relleno. Esa es nuestra labor.

La política de carcasa es siempre tentadora para los partidos de masas, surgidos de un liderazgo y de unos orígenes revolucionarios o cuando menos transformadores. El intentar hacer caber dentro del misticismo fundacional a cuadros políticos reaccionarios, pero vistos como útiles o prácticas propias del viejo régimen que en un determinado momento se ven como salidas ventajosas, todo fundamentado en el pragmatismo y legitimado como nuevo material constitutivo de la carcasa. Constituir a la corriente: leninismo, obradorismo, ismo, ismo, no como el producto, sino como la fuente de todas las posibles acciones de un partido y sus personajes, incluso cuando estas sean diametralmente opuestas entre sí. Se intentará decir que las definiciones, por ejemplo, del humanismo mexicano, son contingentes, impuras por naturaleza, que se deben poder readaptar para sobrevivir, pero, pasando las veces, ¿después de cuántas readaptaciones podemos decir que ya no hablaríamos de cuerpo vivo sino de carcasa?

Cualquier movimiento político que pretende ser transformador, debería entender que si cae en lo teleológico, en pensar en términos místicos, que son más que la suma de sus partes, pierde, porque las partes, es decir, los principios, son lo que lo constituye como fuerza moral y como faro, no solo para el pueblo, sino para sí mismo y de reemplazarlos, aunque sea poco a poco y con sigilo, con nuevas partes, doctrinas, cuadros, se podría caer en la canonización de carcasas.

Nuestro deber como militantes y como partidos es no encapsular nuestro movimiento en ninguna carcasa, porque vivo el pueblo y vivos nuestros principios es que se sigue y seguirá haciendo transformación. Recordar que ni somos carcasa y ni siquiera somos cuerpo, somos pueblo, que, como decía Galeano, debemos cultivar la costumbre de seguir naciendo.


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