La primera ficha
En 1983, el profesor Lorne A. Whitehead publicó en el "American Journal of Physics" un artículo que trataba de demostrar el poder exponencial de las reacciones encadenadas. Sabemos, por ejemplo, que una ficha de dominó es capaz de derribar una segunda ficha de un tamaño un 50% superior. Gracias a la atracción gravitacional, un impulso inicial minúsculo podría acumularse hasta terminar derribando una pieza de dominó gigantesca. Si aumentáramos un 50% cada ficha de la serie, dice Whitehead, bastarían 31 fichas para terminar derribando las torres gemelas del World Trade Center.
A través de la lente del tiempo, el experimento nos regala un sutil escalofrío. Es cierto que la literatura motivacional utiliza las conclusiones de Whitehead para sostener que un pequeño acto de bondad puede cambiar el mundo. Sin embargo, parece inevitable asociar el dominó a las cadenas causales que rigen la historia. Más concretamente, a las escaladas de los conflictos. Ahora sabemos que para derribar las torres de Nueva York no hacía falta una serpiente de fichas de dominó sino un par de aviones suicidas.
¿Cuál es la pieza primigenia, el impulso inicial que desencadenó el 11-S? Cualquier historiador honesto echaría la vista atrás y pensaría en la Operación Ciclón. En los años ochenta, mientras Whitehead ensayaba con juegos de mesa en la Universidad de Columbia Británica, Ronald Reagan cubría de dinero a los fundamentalistas islámicos de Afganistán en su pugna contra la URSS. El argumentario de Washington es muy otro: el 11-S fue la primera pieza de dominó, el pecado original que obligó a los patriotas de las barras y las estrellas a caer sin piedad sobre Kabul primero y sobre Bagdad después.
Hay mucha ciencia en este esquema narrativo. Pensemos en Israel, que apela a la ficha del 7 de octubre para respaldar la devastación de Gaza. En esa cantinela fabulosa nunca existieron la Operación Plomo Fundido ni la Operación Margen Protector. Israel nunca ha ocupado Jerusalén Este y Cisjordania con artes ilícitas. Nunca ha violado los Convenios de Ginebra y es totalmente ajeno a todas estas décadas de colonialismo y apartheid. Los dueños del dominó son dueños también de las palabras y sostienen aquí y allá una misma idea fanática: la ficha original que desató el caos nunca es la suya.
Todo esto me ha venido a la cabeza al escuchar la última entrega de "De eso no se habla", un pódcast de Isabel Cadenas Cañón que esta vez se zambulle en la muerte de Begoña Urroz. La historia es de sobra conocida pero algunos de sus recovecos han permanecido en la sombra hasta estos días. A lo largo de los años, la difusión de los pormenores ha sido tan confusa y maliciosa que la propia familia de la víctima ha tenido que replantearse sus propias creencias. Sus propios relatos.
Begoña Urroz murió abrasada por la deflagración de una maleta en la estación de Amara allá por 1960. Tenía menos de dos años. Desde el primer momento, el diario "Le Monde" atribuyó el atentado a los antifranquistas y antisalazaristas del DRIL. Investigadores como Iñaki Egaña, Xavier Montanyà o Ainhoa Oiartzabal recuperarían años después las pruebas que lo corroboraban. Contra toda evidencia, Ernest Lluch atribuyó el atentado a ETA y lo consideró un «indigno inicio en el pecado original» de la organización armada. La primera ficha del dominó. Su propósito quedaba claro ya en un artículo publicado en 1993 en "Diario Vasco": probar que «ETA no nació contra Franco».
Aquella fantasía tomó vuelo y adquirió una pátina de legitimidad gracias al libro "Vidas rotas" y a un reportaje de Jesús Duva en "El País". Tal fue el alcance de la falsificación, que el Congreso español aprovechó el quincuagésimo aniversario de la muerte de Urroz para elegir el 27 de junio como Día de las Víctimas del Terrorismo. En los archivos queda la declaración de José Bono. «Todo el mundo debe saber que la primera víctima de ETA fue una niña de 22 meses». Unos años antes, en Villanueva del Fresno, los dirigentes socialistas homenajeaban a Humberto Delgado, el líder del grupo armado que provocó la muerte de aquella niña.
Cuando el bulo se volvió insostenible y los cronistas oficiales recogieron cable, empezó una nueva búsqueda del primer detonante, el crimen fundacional, la pieza primera del dominó que desencadenó la catástrofe. En apenas un año, las voces autorizadas del Memorial de Gasteiz admitieron la responsabilidad del DRIL y apadrinaron un libro sobre el guardia civil José Antonio Pardines bajo el rótulo "Cuando ETA empezó a matar". Aquella teoría fue el germen de la serie "La línea invisible". En el aire flota una doble coartada: el endulzamiento de los cuerpos armados del Caudillo y la caricatura grotesca de Txabi Etxebarrieta.
La moraleja es que Etxebarrieta franqueó un límite no escrito, rompió la paz de jarrón chino franquista y empujó la primera pieza que precipitaría el desastre. Como si el dominó no tuviera piezas previas, violencias anteriores que fueron condición de posibilidad para que ETA existiera. Aquel cuento de hadas también se vino abajo cuando Javier Buces recuperó la autopsia de Etxebarrieta del archivo militar de El Ferrol. Hoy sabemos que el muchacho no murió víctima de un «enfrentamiento», como aún rezan las hojas parroquiales del Estado, sino que la Guardia Civil lo acabó por la espalda a quemarropa.
La semana que viene, el Congreso volverá a celebrar un Día de las Víctimas del Terrorismo que deja en la estacada a decenas de muertos sin reconocimiento. El bulo que sirvió para justificar la fecha se ha desmoronado. La doble moral no se sostiene. Por una razonable paradoja, la dictadura portuguesa consideraba a Humberto Delgado un terrorista pero la democracia portuguesa lo honra como a un héroe. La democracia española, en cambio, considera a Txabi Etxebarrieta un terrorista igual que lo consideraba la dictadura. La Transición, ya se sabe. Es lo que tienen las grandes mentiras. Que basta una pequeña verdad y un impulso exponencial para derribarlas.