Joseba Mikel Garmendia Albarracin
Economista

La retórica de la competitividad

En 1993, el premio Nobel de economía Paul Krugman finalizaba un artículo titulado “¿Qué necesitan saber los estudiantes universitarios sobre el comercio?” con la siguiente frase: “Si podemos enseñar a los estudiantes universitarios a hacer muecas cuando oyen a alguien hablar de ‘competitividad’, habremos prestado un gran servicio a nuestra nación”. Recientemente, la Diputación de Gipuzkoa ha afirmado que el Tren de Alta Velocidad es “una infraestructura fundamental para el territorio de Gipuzkoa, desde el punto de vista de la competitividad económica” y que "la conexión debe hacerse por Ezkio para que sea competitiva".

Más allá del fomento de un turismo masivo, ya hoy día percibido como pernicioso, el sentido común nos lleva a considerar que el ahorro de 25 minutos en un trayecto desde Barcelona no parece ser fundamental para el desempeño de las empresas. Para abundar en la defensa de una infraestructura completamente cuestionable en cuanto a su viabilidad económica y social (a realizar mediante análisis rigurosos de coste-beneficios y no con comentarios de barra de bar), esta retórica se acompaña con afirmaciones objetables del tipo “los costes logísticos de una empresa como Volkswagen serían un 30% más caros por Vitoria” o “la previsión es que por la Y vasca circulen 65 trenes de viajeros y 7 trenes de mercancías por sentido y día”. Salvo la problemática línea Barcelona-Perpignà, no hay línea en el Estado que lleve mercancía pesada y la mayoría de los tramos construidos están incapacitados para ello; Barcelona-Zaragoza también. Suponiendo que se pudiera, el incremento de coste para la empresa sería solo en un tramo reducido y, por tanto, ridículo cuando se exporta al centro y norte de Europa. Una densidad de 65 trenes por sentido equivale a un tren cada 15 minutos. A día de hoy, no resulta creíble. Por ejemplo, en el trayecto Barcelona-Madrid hay entre 17 y 27 trenes según el día, y entre Barcelona y Tarragona, entre 26 y 36. La densidad poblacional es bastante menor aquí que en el arco mediterráneo. Y aprovechando que estamos con el tema, la gran pregunta: si han tardado 19 años en invertir 5.000 millones €, ¿cuánto tardarán con los 4.000 millones que faltarían para terminarlo?

Si analizamos la realidad europea, no existe una relación significativa entre competitividad y tren de alta velocidad. Tomemos las 58 regiones que tienen una renta per cápita superior a la de la Comunidad Autónoma Vasca (si tomamos como referencia el Índice de Competitividad Regional, hay 82 regiones por delante; 74 y 114 respectivamente en el caso de la Comunidad Foral de Navarra). Eliminemos de esa lista 18 regiones con capital de Estado, por la distorsión que acarrean los efectos de capitalidad. De las 40 regiones con un nivel de renta mayor que quedan, tan sólo 12 tienen servicios ferroviarios de alta velocidad.

En nuestro imaginario colectivo yace la idea de que la rapidez es una ventaja competitiva para las empresas. La realidad es otra. Veamos un caso. Directivos de una empresa vasca negociaban una alianza estratégica con una conocida multinacional asiática. Una de sus preocupaciones era que la factoría se hallaba a veinte minutos de la autovía, lo que se consideraba una debilidad. Los representantes de la multinacional respondieron que no tenían ningún suministrador en Europa que estuviera a menos de una hora de una arteria principal viaria, y que lo que buscaban era un proveedor fiable, de calidad y que asegurara el correcto suministro durante todo el ciclo de vida del producto.

Otra de las cuestiones detrás de la retórica política, empresarial e incluso académica es qué se entiende por competitividad. Ya en 2014, Siudek & Zavojska recopilaron 15 definiciones de competitividad. La muy difundida de Michael Porter la define como la capacidad empresarial de ofrecer un valor superior a sus clientes de manera sostenida, lo que le permite mantener su posición en el mercado. Se trata de un concepto netamente empresarial, ligado a la productividad, la diferenciación, la innovación y el buen desempeño organizativo.

El problema surge cuando se intenta extrapolar el concepto a un territorio o un país. Krugman, en su artículo de 1994 "Competitividad: Una peligrosa obsesión", señala que, aunque la competitividad puede ser un concepto útil para las empresas, no lo es para los países. Critica la idea de que el nivel de vida de un país sea en gran medida determinado por su éxito en los mercados mundiales. En primer lugar, porque los niveles de vida están determinados abrumadoramente por los factores internos y la mayor parte de la producción de bienes y servicios se destina al mercado interno. En segundo lugar, porque los países no compiten como las empresas. Los países son, recíprocamente, mercados de exportación y proveedores de importaciones útiles. Por lo que, el comercio internacional no es un juego de suma cero. Otra cuestión es el status y el poder de influencia en el concierto mundial.

En el núcleo de la retórica de la competitividad residen reminiscencias del mercantilismo. Lo vemos cristalino en Trump y sus aranceles. Esa doctrina de los siglos XVI y XVIII buscaba a toda costa exportar por encima de lo que se compra del exterior, es decir, lo que un país ganaba, otro lo perdía. La historia, no obstante, enseña que un superávit comercial puede ser señal de debilidad y un déficit, señal de fortaleza.

La obsesión por la competitividad puede conducir a malas políticas económicas en una amplia gama de asuntos internos y externos y a rebajar la calidad del debate económico. Procuremos que el recién creado Grupo de Defensa de la Industria no sea el caso. A la política industrial de aquí le vendría bien una profunda revaluación y un buen impulso, pero sería un gran error enfocarlo como respuesta a la subida de aranceles, porque las exportaciones a los Estados Unidos suman menos del 5 % de las ventas exteriores del País Vasco occidental.

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