Luismi Uharte
Militante internacionalista

Llueve en Caracas

Seguimos instalados en un etnocentrismo xenófobo, incapaz de entender que un caribeño de familia humilde de los llanos venezolanos no tiene nada que ver con un niñato de clase media de alguna urbe europea

Llueve en Caracas. El aguacero es tan intenso que parece que se fuera a acabar el mundo. Pero transcurridos unos minutos, los incautos recién llegados nos sorprendemos al ver la salida de un sol radiante que lo desborda todo y que anuncia la vuelta a la vida. ¿Quién entiende este Caribe?

Cierro los ojos y de repente comienza la tormenta. Son los primeros días de octubre y la campaña electoral se está cerrando con un acto masivo en la Avenida Bolívar. De pronto, cuando parecía que el evento se iba a suspender, bajo la lluvia torrencial, un hombre, sin paraguas y sin cobijo alguno, desafiando al clima, se planta en el escenario y comienza su discurso. Decenas de miles lo esperan desde hace horas y no se mueven ni un centímetro, a pesar del aguacero. «Si ellos se mojan, yo también –se dice a sí mismo–. Ni cánceres, ni rayos ni truenos me detendrán».

No puedo olvidar esa imagen. Había vuelto a Caracas para las presidenciales, después de más de dos años desde que me marché y volvía a presenciar otro de esos momentos inolvidables, que quedan para siempre grabados en la retina. ¿Pero este hombre no estaba enfermo? Solo la pasión colectiva por un ideal es capaz de desafiar a la naturaleza. Y pocas semanas después, te fuiste, sin avisar. ¿Por qué tan pronto?

En estos días, mientras la canalla mediática vuelve a vilipendiarte, mientras los ignorantes repiten como loros, mediocres descalificaciones y los miserables, con su habitual mala intención, vuelven a insultarte, otros millones sentimos tu ausencia y nos embarga una infinita tristeza, porque somos conscientes de la importancia de tu figura.

De todas formas, casi me indignan más los progres que «reconocen algunos de los cambios que impulsaste» pero rápidamente dejan claro –no vaya a ser que los excomulguen– que no les gustaban tus maneras. Seguimos instalados en un etnocentrismo de corte xenófobo, incapaz de entender que un caribeño de familia humilde de los llanos venezolanos no tiene nada que ver con un niñato de clase media de alguna urbe europea. ¿Para cuándo estudiar un poco de Antropología? Algunos necesitan viajar más y hacer menos turismo. Otros, cuando tienen la suerte de viajar, deberían hablar menos y escuchar más. Seguramente nos iría un poco mejor.

No me extraña que se enfermara alguien que vivía tan entregado al trabajo por cambiar su país y su Patria Grande, que se acostaba más tarde de las dos de la mañana, leyendo el último libro del filósofo marxista húngaro István Mészáros, y cuatro horas después estaba de nuevo en pie para dirigirse a un barrio de la periferia a una actividad con un Comité de Tierras o un grupo de salud comunitario. No hay cuerpo que aguante esa entrega.

Me reconforta, en parte, recordar mis años en Venezuela, el enorme privilegio de haber vivido en carne y hueso otro de esos procesos que marcan la historia de los pueblos y de los que uno extrae importantes enseñanzas. Porque para eso se supone que deberíamos acercarnos a otras tierras, para abrir mucho los ojos, más los oídos y menos la boca. Yo creo que me traje una mochila bien llena de aprendizajes, por eso casi no me dejaron pasar la aduana del aeropuerto.

Recuerdo, te recuerdo, en aquel programa de televisión, conversando con una trabajadora de una empresa autogestionada, a pie de fábrica, reflexionando sobre la superioridad del socialismo frente al capitalismo. «Compañera, ustedes están haciendo socialismo; están creando riqueza social y dirigiendo la empresa sin necesidad de un patrón; ¿se acuerda cómo estaban en el capitalismo: explotadas y cobrando salarios de miseria?». «¡Sí, compañero presidente!».

Y todo esto lo veía en la televisión pública, en Venezolana de Televisión, o lo escuchaba en la radio nacional. ¡Inaudito! ¿Se imaginan al presidente de su país diciendo estas cosas delante de un medio de comunicación? Yo no. Por eso, me decía a mí mismo. ¡Qué placer estar aquí en esta Venezuela!

Imposible olvidar la creación y expansión de los Consejos Comunales por todo el país. El presidente acercándose a uno de esos barrios donde jamás pasó un alto funcionario, excepto para mendigar votos en época electoral. Hablando de tú a tú con las vecinas y vecinos sobre la necesidad del «poder popular», de la importancia de la organización comunitaria para construir un nuevo sistema de gobierno: «Compañeras, compañeros, ustedes tienen que crear el poder comunal».

Les voy a echar un cuento, como dicen en Venezuela. Ya sé, algunos me van a decir que repito historias, como un viejito, pero es que hay cuentos que te marcan la vida. Fue uno de esos instantes para el recuerdo. Estaba yo de voluntario en los programas educativos allá en el barrio popular 23 de Enero, conversando con una de las estudiantes del curso de primaria. Era una mujer de más de 50 años, sobre la que el sistema había impuesto una triple exclusión por su condición de mujer, pobre y negra. «¿Y a usted le ha cambiado en algo la vida todo esto?». Me regaló una sonrisa y me dijo: «¿Qué cómo me ha cambiado la vida? Pues mira, yo antes de que llegara el presidente y de ponerme a estudiar, me sentía pequeña; ahora, me siento igualita que los demás». Estremecedor.

Desde que el pasado martes el comandante decidió que era hora de descansar, vivo pendiente del otro lado del océano, siguiendo emocionado estos momentos que se han convertido en acontecimiento histórico. Las letras apresuradas de una amiga venezolana me conmueven y me transmiten también la fuerza de un pueblo en movimiento: «Entre llantos y dolor quiero decirte que sentí a un pueblo engrandecido y convencido de que esta revolución sigue en cada uno de nosotros ahora más que nunca. Así que cuente con eso compañero, la revolución continúa y lograremos esa patria bonita tan soñada».

La tormenta continúa. Sigue lloviendo en Caracas. Las lágrimas de la despedida se confunden con las gotas de lluvia que caen con la fuerza del trópico. Las calles se volvieron a inundar y de nuevo, al cruzar la acera los zapatos se volvieron a mojar, llenándome de agua hasta los tobillos. Después de las primeras maldiciones, me tranquilizo, porque sé que en cinco o diez minutos despejará, y volverá a salir el sol. Ese sol radiante, caribeño, que lo ilumina todo, que anuncia la vuelta a la vida.

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