Josu Iraeta
Escritor

Los gestores del dinero público ignoran la pobreza

La ausencia de clases por decreto, la colaboración interclasista bajo una única denominación, «clase trabajadora», el ultranacionalismo español, la anulación constante de derechos adquiridos, nos sitúan en tiempos que parecían superados

En las últimas décadas hemos podido observar cómo, en la llamada «zona euro», la democracia ha derivado hacia una realidad especialmente grave, ya que, a pesar del aparente fortalecimiento de las democracias establecidas, estas no se proyectan sobre aquellos que las sustentan –los trabajadores– sino sobre quienes las gestionan, las organizaciones empresariales y políticas.

Esta nueva y falsa concepción de la democracia, es hoy uno de los mayores brotes epidémicos que amenaza a la salud de los actuales sistemas políticos.

Si nos ceñimos al sur de Euskal Herria, este déficit democrático tiene sus concreciones en una sociedad decididamente orientada hacia el mercado como la nuestra. Concreciones extremadamente graves, tales como la enorme desigualdad de rentas, la pobreza relativa e incluso la pobreza absoluta, –que sigue siendo ignorada–, puesto que aumenta de forma que parece imparable.

El constatar esta realidad –que se manipula desde los medios de difusión–, invita a recordar que es precisamente en esos momentos difíciles, cuando se genera el fervor por la participación política. Porque es en los límites o su proximidad, donde se concitan voluntades de cambio. Nosotros los vascos, sabemos algo de eso.

Centrados en el mundo laboral, creo poder afirmar que nadie está en condiciones de negar que vivimos tiempos de metamorfosis y regresión. La ausencia de clases por decreto, la colaboración interclasista bajo una única denominación, «clase trabajadora», el ultranacionalismo español, la anulación constante de derechos adquiridos, nos sitúan en tiempos que parecían superados.

Hoy se utilizan diferentes métodos de relación contractual, no solo temporales y míseros, también degradantes. Es así, como consiguen finalmente una fuerza laboral de flujo permanente, pobre y temerosa.

Si analizamos con detenimiento las empresas consideradas más avanzadas y que lideran los diferentes sectores, nos encontramos con que su modelo de gestión está basado en la precariedad. Modelo denostado pero permitido, núcleo y razón que más víctimas laborales genera.

Las empresas que lideran los diferentes sectores, subcontratan prácticamente todo a excepción de la entidad central, que es donde se toman las decisiones de estrategia financiera. De hecho y a pesar de gestionar marca y producto, desde la central mantienen escasa relación con el real proceso productivo.

De esta forma, las empresas que consiguen subcontratar la mayor parte del trabajo que requiere elaborar el producto, pueden dedicarse por entero a desarrollar su imagen de marca.

En este mundo empresarial, en el que la competitividad hace que los empresarios exhiban su «poder» coaccionando a los gobiernos, uno de los cambios más notables introducidos por la hegemonía neoliberal en la gestión pública, consiste en haber quebrado la línea entre los gobiernos y los intereses privados. Para ello se utiliza un fundamento que en el mundo empresarial es axiomático. Se dice que el éxito en el mercado implica disponer de la mejor información, puesto que una información errónea induce a una estrategia equivocada, y esta al fracaso.

La empresa que dispone de información perfecta, puede en teoría anticiparse, rearmar su planificación y abordar las crisis con garantías. Evidentemente estos dos supuestos no son aplicables al Estado, por tanto, si en el mercado las empresas disponen por necesidad, de mayor y mejor información que el Estado, lo que este quiera imponer a las empresas, será siempre en detrimento de la eficiencia que puedan alcanzar por sí mismas.

Esta reflexión tiene una vertiente de mucho calado, puesto que, si el conocimiento y prestación de la empresa es superior a la del Estado, el establecer límites a la influencia de los negocios sobre el sector público es considerado absurdo. Este es el argumento principal que ayuda a justificar la privatización del sector público, cuna y génesis de la imparable corrupción en el Estado español.

Lamentablemente, todos estos movimientos inciden de forma muy negativa ante el eslabón más débil de la cadena productiva, el trabajador, y no solo en la penosidad y emolumentos por su trabajo, también en su salud.

Decía que vivimos tiempos de metamorfosis y regresión, pero lo cierto es que esto viene de lejos. No es necesario hurgar demasiado en la memoria, basta recordar lo que hace tres o cuatro décadas, cuando la cultura del capital incorporó sistemas aplicados con relativo éxito en los países asiáticos. Recuerden aquello de la «empresa total», donde la imprescindible competitividad recaía en los trabajadores, quienes además de ser víctimas de un sistema de control profesional y anímico, debían mostrar máxima lealtad y disposición necesaria para sentirse «partícipes del proyecto empresarial».

Como puede verse, el empresariado ha vencido en todos los terrenos. Y ha vencido porque desde las instituciones políticas están colaborado eficazmente. El empresario –a pesar de lo que dicen todos los gobiernos– es duro, despiadado y cruel y esto lo demuestra el permanente crecimiento de la bolsa de pobreza. Con sus reiteradas llamadas al sacrificio y la austeridad, lo que pretenden es terminar «su obra» –es decir– una sociedad erosionada, pobre y sumisa.

La conclusión es dura, muy dura, los empresarios, que se sienten fuertes y amparados, continúan de forma irracional tensando la cuerda, tanto que pudiéramos llegar a pensar que la actual generación empresarial, ignora que hace ya mucho tiempo que el capitalismo llegó a la conclusión de que el estado de la economía, depende de la prosperidad del conjunto de los asalariados.

Compartí «pupitre y mesa» durante largos años con muchos de ellos, pero joder, qué diferentes somos.

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