Elena Martínez Rubio

Los pueriles ciudadanos

De momento, los ciudadanos-niños viven sumergidos en el hoy, deseando ardientemente que todo vuelva a ser lo que fue. No buscan las causas de por qué dejó de serlo, esperando que un sistema omnipotente, experto y paternal que no piensa más que en su bien les saque las castañas del fuego.

Igual que niños, los ciudadanos globalistas y, al mismo tiempo, provincianos en extremo, han dejado también esta vírica vez todo en manos de sus padres, los gobernantes. Lo han hecho conocedores, en el fondo, de su indefensión e incapacidad, y sin ninguna conciencia del nivel de incompetencia de la autoridad competente; del mismo modo que los niños, al vivir inmersos en el hogar donde han venido al mundo, tampoco tienen conciencia del nivel de sus padres, ni saben comparar su vida con la de las demás familias y relativizar.

Lo mismo que tiernas criaturas, los ciudadanos locales no se han basado en sus observaciones para ir juzgando los acontecimientos, porque, o bien no las hacen en absoluto, o no confían en ellas. Hubiera bastado con acordarse de que cuando las barbas de tu vecino veas pelar..., para no ser pillados por sorpresa. De que los ciudadanos modelo no tengan pensamientos propios y de que mantengan los ojos cerrados, –¿ya ni refranes al estilo de Sancho Panza?– llevan encargándose largamente los que tienen la sartén capitalista por el mango, quienes han creado e instaurado, para el resto, una forma de vida infantilizada y pasiva. La situación viene fraguándose desde hace tiempo. Aunque no se hubiera declarado el estado de alarma, los motivos para alarmarse existían previamente.

Los ciudadanos-súbditos, como niños deorientados, han ido danto tumbos entre su apego a lo que dicen los medios, y una desconfianza lábil que a ratos, sin embargo, los hace tomar todo, sin distinción, por fake news, a falta de discernimiento o de criterios. Siendo uña y carne, tanto con la verdad de los medios sensacionalistas como con los fake news –dos aspectos de lo mismo–, su inofensivo escepticismo no es sino una manera de creer estar haciendo un pequeño desplante a los jefes, ésos que moldean su realidad hasta en lo más íntimo.

Así, los aniñados ciudadanos, caso de enfadarse, cogen una rabieta y echan la culpa a los de arriba; lo que es una versión de echar la culpa a los demás; es decir, al profesor por las malas notas. Aunque los que mandan sean los primeros responsables debido a su cargo: mucho cuidado. Los de abajo deben igualmente mirarse a sí mismos.

Y como niños, también los ciudadanos sufren a veces ataques de pánico, cuando se apaga la luz y se quedan solos. Un pánico profundo que los paraliza e impide reaccionar, y que se desvanece cuando la autoridad paterna los tranquiliza con buenas palabras y estadísticas inventadas, o los amenaza con una oscuridad mayor.

En cambio, los mismos niños que tienen ese miedo irracional a la noche, suben sin vértigo a sitios inverosímiles, ajenos al peligro: no temen cuando sería sensato hacerlo. Sí, parece que sería razonable que los infantilizados ciudadanos sintieran miedo, fundado y bien fundado, a los experimentos que se realizan a costa de su salud, a los desastres producidos por el cambio climático, a la cantidad ingente de bombas y de desechos atómicos con los que conviven en la "normalidad", a la contaminación creciente e irreversible de su medio, a virus manipulados en laboratorios, a las guerras contra la población civil...

También como infantes que se hacen los valientes ante los amigos y alardean de tener un padre policía que coge detenidos a los virus en la frontera, o a la mejor mamá del mundo, los ciudadanos despreocupados creen tener la mejor sanidad, el mejor equipo de fútbol del mundo y el mejor país. Oye, no te metas con mi madre patria. Eso de mirar alrededor y aprender de los que lo hacen mejor, cuesta un esfuerzo que no gusta. Es más fácil conformarse diciendo que en todas partes pasa igual y seguir en todo el patrón de lo que diga el patrón.

Por lo demás, los ciudadanos bajo custodia han aceptado, como niños castigados, el encierro antivírico con resignación, sin pedir cuentas a sus padres por las cosas mal hechas; o sea, por aquello que era previsible, por lo que se podía haber evitado, por lo que es consecuencia de una falta de escrúpulos bestial y sistemática. Y, con la cabeza baja, han obedecido sin exigir. Únicamente han dejado cada día, otra vez como niños, los zapatos supuestamente infectados en el felpudo, como si creyeran en los Reyes Magos y aún cupiera la posibilidad de que cualquier noche les cayera algún regalo.

Asimismo, como suelen hacer los niños, los ciudadanos se han comportado tanto más dócil y sumisamente cuanto más palos daban los maestros; a saber, cumpliendo cuando había más vigilancia, para desahogarse luego, una vez que el control se ha relajado. Ahora están soltando la presión acumulada y haciendo tretas y jugarretas para saltarse unas normas percibidas, con razón, como ajenas e incomprensibles.

De momento, los ciudadanos-niños viven sumergidos en el hoy, deseando ardientemente que todo vuelva a ser lo que fue. No buscan las causas de por qué dejó de serlo, esperando que un sistema omnipotente, experto y paternal que no piensa más que en su bien les saque las castañas del fuego.

Actualmente, los ciudadanos, votantes inminentes, siguen en estado de alarma, aunque niegan la realidad. Sin embargo, es un estado de alarma optimista. Del hecho de que haya sido aflojada la correa deducen que pueden tirar un poco de ella: ya se sabe, cuando no ponen multas ni golpean, es que los papás están hablando por hablar, haciendo un guiño para que no les hagamos mucho caso. Es ocasión para recurrir a las diversas borracheras y el escapismo de siempre.

Evidentemente, antes de las elecciones no puede haber una recaída: de ello se encargarían las estadísticas que se continúan cocinando y tergiversando cada día a gusto de los gobernantes, en colaboración con los medios que las publican fielmente –en primera página o en otras, según las órdenes y las fases–, a pesar de estar llenas de incoherencias y mentiras.

La cuestión es que el optimismo ciudadano no se fundamenta en ningún dato fiable, sino en la ausencia de imaginación y en la irreflexión. Lo de prever, planificar o coger la delantera a lo que podría venirse encima parece contrario a su alegría de vivir que quieren, cómo no, recuperar.

Mas no se debe ser aguafiestas. Cuando el tejado se hunde, se le pone un mal parche. Los que sobreviven dicen que hay que mirar al futuro y olvidar el pasado, por reciente que sea. Para continuar con los mismos eslóganes heredados y la impotencia aumentada.

Los niños siquiera tienen una mente y un corazón más libres, más despiertos, lo que los lleva a hacerse preguntas sobre los mundos establecidos de los adultos, tan absurdos. Y aunque no les queda más remedio que seguir adelante sin libertad, sueñan con la independencia, con hacerse mayores cuanto antes, para quitarse de encima la tutela de los mayores y tomar decisiones por su cuenta.

En cuanto a los ciudadanos del mundo, al no ser verdaderamente niños, son pueriles, mansos e irresponsables. Resumiendo: los ciudadanos de abajo estamos hechos unos idiotas, y los de arriba son gentuza; con poder, pero no menos idiota. Por suerte, no son solo ciudadanos prefabricados los que habitan el mundo.

Buscar